“De cómo lo que se conocía con tantos nombres vino a identificarse sólo por su tamaño”

El nombre de nuestro río, el nombre de nuestro pueblo, se registra el 14 de enero de 1891. Antes, el hombre blanco quiso que tuviera otros  nombres: Juárez Célman, Presidente de la Nación sirvió para el bautismo por cuenta de Julio Popper; Ramón Lista más tarde pasa por el río, junto a Monseñor Fagnano entro otros, le dio el apelativo del Ministro de Guerra y Marina, y luego de la revolución del noventa pasó de Vice a Presidente... y se llamó Pellegrini.

 

Los aborígenes selknam diéronle el nombre Orroski o Hooro. Y vaya a saber que otros nombres le impusieron pueblo que, aún antes que los aborígenes que conoció el europeo, cruzaron su curso o se apostaron en su orilla.

 

El 14 de enero de 1891 el agrimensor Julio V. Díaz ingresa en el Departamento de Obras Públicas de la Nación un informe de su acción en la Isla, donde distingue nuestro río con el nombre de Grande.

 

El nombre tarda en asentarse en la documentación oficial, el natural desencuentro entre la Administración Pública y la acción de los particulares hizo aparecer en 1893, año de la muerte de Popper, un mapa del Instituto Geográfico Argentino con el nombre de Río Popper.

 

El agrimensor Díaz adhirió en su informe de la diligencia de mensura a las ideas de Popper y del Teniente O’Connor que sondeaba la desembocadura del río. Este último también llamó Grande al río y opinó públicamente que en este paraje debía instalarse el centro principal de población. Además propuso que el puerto de Río grande, situado a mil metros de la boca, fuera llamado Golondrina en recuerdo del barco que piloteaba el teniente Murúa durante el sondeo, y criticó que se permitiese a cualquiera (debe referirse a Popper) imponer nombres geográficos sin autorización oficial.

 

El protagonista del trámite centenario a partir del cual nuestro pueblo paso a denominarse como lo conocemos: Río Grande, simple uso descriptivo de su caudal y de su cauce, el agrimensor Julio V. Díaz inició sus actividades profesionales el 29 de noviembre de 1889. Aquella fecha fue contratado por la Oficina de Tierras y Colonias para que mensurara y dividiera quinientas leguas kilométricas cuadradas en la Tierra del Fuego.

 

Provisto de instrumentos, víveres y pertrechos zarpó del puerto del Riachuelo, a bordo del Villarino, el 31 de enero de 1890 con un reducido grupo de ayudantes. En Carmen de Patagones debían entregarle cuarenta caballos y treinta hombres de escolta, pero el capitán del transporte, Mayor Salvador Desimone, alegando razones de espacio sólo le permitió el embarque de  18 cabalgaduras. Díaz tuvo que resignarse. Todos murmuraban que “los indios se lo iban a comer crudo”. El Gobernador rionegrino se apiadó de la suerte del agrimensor y le regaló armas y municiones que -según el testimonio de Díaz- sólo sirvieron para cazar guanacos cuando disminuyeron las provisiones de carne.

 

Juan Esteban Belza da cuenta en su segundo tomo de En la Isla del Fuego, de los pormenores de esta empresa, hoy recordada por su carácter bautismal de nuestro río: “El Villarino se arrimó a San Sebastián sondeando por una turbonada. Resultaba imposible penetrar en la bahía y menos aun atracar frente al Páramo. Después de algunas vacilaciones se acercó lo más que pudo a la Punta de Arenas, unos kilómetros al sur del establecimiento de Popper. Con un bote desembarcaron en la playa, hombres, caballos, aparatos y víveres. Como no pudo calcularse con exactitud la velocidad con que subían y bajaban las mareas de estas costas, tuvieron que librar una carrera con la creciente y a pesar de todos los esfuerzos, el agua barrió con la mitad de las vituallas e inutilizó parte del delicado instrumental de mensuras que no se alcanzó a transportar más arriba”.

 

“Salvados los primeros escollos, el 8 de marzo, Díaz se presentaba en San Sebastián. El personal de Popper lo atendió con toda deferencia tanto a él como a sus ayudantes; Alejandro Wober, Tomás Ide, Domingo Etchart y los peones. Pero cuando se trató de asegurarse alimentos para el viaje, de acuerdo alas instrucciones del patrón, le exigieron la firma de un pagaré de mil pesos que apareció luego durante la sucesión de Popper en el inventario de sus bienes”.

 

“La comisaría local lo proveyó de cabalgaduras. El mismo subcomisario don Ramón Lucio Cortés lo acompañó en las primeras etapas del trabajo”.

 

“Muchas veces, anotará Díaz, llevó la cinta métrica para medir”.

 

“El agrimensor, a su vez, le prestó personal para algunos seguimientos que exigía el oficio de guardián del orden”.

 

Cuando la mensura avanzó camino del sur, Cortés, además de adiestras a Díaz con su experiencia lugareña, le asignó una escolta; los gendarmes Antonio Pérez y José Hahwe a las órdenes del cabo Pablo Casadey.

 

El 13 de marzo se colocó el primer mojón, una estaca de roble, cerca del cabo Espíritu Santo. Tomó las visuales de punta Catalina y el cabo Vírgenes y situó la línea divisoria con Chile de acuerdo con el artículo 3ro del tratado de 1881, que establecía como limítela meridiano de 68 grados 34 minutos a partir de un punto denominado cabo Espíritu Santo.

 

“Naturalmente Díaz  no pudo adivinar el conflicto que se iba a suscitar dos años después en la subcomisión demarcatoria y que al fin el linde se iba a correr dos minutos con treinta y ocho segundos y medio más al oeste, por acuerdo de las partes. Precisamente por esto la oficina de Tierras encargará al agrimensor Alberto Palacios de establecer una correlación entre los trabajos de Díaz y los de la subcomisión demarcatoria”.

 

Pues bien, en un informe de 65 páginas, entrado en el Departamento de Obras pública de la Nación el 14 de enero de 1891,  Julio V. Díaz describe la

 

Diligencia de Mensura del Territorio de Tierra del Fuego.

 

El trabajo se inició de norte a sur en ese marzo de 1890, hasta llegar a la margen izquierda del Río Grande cuando se junta con el mar. Como tiene allí una anchura de más de sesenta metros, por lo visto no es posible atravesarlo sino en botes.. En nuestro concepto, es el lugar más conveniente para la fundación de un pueblo en toda la costa argentina y es aquí en donde, sin pérdida de tiempo, debe establecerse la gobernación y la subprefectura marítima.

 

Si se tiene en cuenta la descripción se tendrá por hecho que se detienen en donde el río forma una rinconada, a la izquierda, y desde una sierra prosigue las mediciones. Cruza por un vado y enfila hacia el sur.

 

Es de señalar que en toda esta travesía, cerca de cuatrocientos kilómetros en tarea demarcatoria, no encuentra más gente que la de San Sebastián, no denunciando siguiera la presencia de indios.

 

Díaz afirma que mensuró un millón doscientos treinta y dos mil hectáreas, cuarenta y tres áreas, cuatro metros, plantó  125 mojones. Los informes elaborados lo convierten en un excelente observador que no descuida señalar un panorama completo en cuanto a clima, fauna y flora de los lugares recorridos.

 

Se encontraron, a posteriori, defectos en el trabajo de Díaz, este es otro tema para la historia, pero pese a sus imperfecciones sería la base de concesiones y remates de tierra que se darían de inmediato.

 

Y más tarde, sobre su lote 34, reidentificado con el número XLI, se prepararía una reserva fiscal para población donde creció lo que hoy es nuestro pueblo.

 

Es de convenir que sobre el trámite por cual por primera vez en un documento oficial se reconoce a nuestro río con el nombre de Río Grande, existiría una situación anterior de denominación pro parte de otros viajeros. Eduardo O’Connor, Teniente de la Armada que realizara el balizamiento del río el 10 de enero de 1890, y que posteriormente bautizara el Lago Fagnano remontando el río Azopardo, es uno de los que siempre lo consignó como Río Grande a nuestro principal curso de agua.

 

Monseñor Fagnano, que ya había explorado el asentamiento de su futura Misión, es probablemente también el simplificador de los nombres. Puesto que su interés paso por un río grande y un río chico.

 

La historia pasó por olvidar, como hoy nosotros pasamos por recordar, en el carácter cíclico del espíritu humano.

 

Los otros que nos precedieron le llamaban Horha, Oroski, Xorroski, Jorroskiol; la raíz del término parecer ser Hoorro: róbalo, en la lengua de los selknam. Ellos llamaban Kasen a la margen norte inmediata a la desembocadura, territorio donde está nuestro pueblo, y en la margen sur el nombre era Hoji.

 

Historia tomada de Rastros en el río, libro de mi autoría presentado el “día del corralito”. Foto aérea de Guillermo González.

 

“Los asesinos están muertos. Pero la ideología que los mató continúa viva” Ana María Montes.

 



 

Una determinación legislativa dio lugar a que el 25 de noviembre fuera considerado Día del Aborigen Fueguino. En momentos en que escribimos esta cónica, no ha llegado aun ese día. En estos momentos en que ustedes lo tienen ante  sus ojos, ya sabrán como se ha conmemorado.

 

El 25 de noviembre recuerda lo ocurrido en 1886, cuando luego de desembarcar una expedición comandada por el militar argentino Ramón Lista, se produjo una matanza de indígenas. Fue en un enfrentamiento con aborígenes selknam en las proximidades de San Sebastián, a los que el comandante describiera en su libro Viaje al país de los Onas.

 

¿Qué se sabe sobre lo que ocurrió ese día?

 

Lo escrito por José Fagnano: “A las once y media divisamos algunos soldados. Traían a caballo unas chinitas y a eso de las seis llegó el Capitán Marzano con la cabeza empapada en sangre, tres fueguinas heridas y seis niños más”.

 

“El doctor –Polidoro Segers- comenzó a curarlos. Empleó más de media hora en extraer una punta de palo de flecha de las sienes del capitán”.

 

“La lesión era como de siete centímetros. Le había agujereado el gorro y penetrado paralelamente al parietal. Mientras el médico cosía las heridas, yo distribuía ropa, lavaba y vendaba heridas. La operación duró hasta las nueve de la noche. Las criaturas lloraban y no querían comer ni guarecerse bajo carpas. Tuvimos que dejarlas afuera y en el suelo. Se apilaron unas sobre otras para descansar. Toda la noche exhalaron gritos de dolor”.

 

Belza observa en su primer tomo de “En la Isla del Fuego”, cómo el prelado que acompañaba la expedición omite todo comentario sobre el combate. El médico realizará algo similar, aunque en un episodio posterior; en Cabo Peñas, denuncia el ensañamiento en un indígena que recibió de los expedicionarios 28 impactos de Remington, más el tiro de gracia.

 

Lo comunicado al Presidente de la Nación por el jefe militar, sobre los hechos del 25 de noviembre señalan:”...me he visto en el caso de tener que librar combate con diez hombres contra cuarenta salvajes, que ocultos en un espeso matorral, antes de entregarse y a pesar de nuestras demostraciones pacíficas, pretendieron rechazarnos lanzándonos enjambres de flechas. Lo hice cargas a sabe, al capitán a la cabeza, y cuando ya daba por terminada la lucha, este intrépido oficial cayó herido de un flechazo en la cabeza, con lo cual el ataque se detuvo un instante; pero enseguida mandé a cargar nuevamente y después de un ligero tiroteo, el matorral fue desalojado, quedando en nuestro poder algunos prisioneros, mujeres en su mayor parte y sobre las zarzas veinte y seis indios muertos; todo ellos de estaturas gigantescas y de una corpulencia sólo comparable a la de los patagones o tehuelches, con los cuales tienen una semejanza notable”.

 

En su informe posterior Lista afirma otros detalles: “Nos lanzamos sobre la pista, y antes de una hora vimos a los salvajes, en un cañadón, al sur del cerro que nos sirviera de guía. En la persecución, estos fueron arrojando sus quillangos, y hasta abandonaron una criatura, que alzó un soldado y uso sobre la grupa de su mula”.

 

“Los Onas detenidos, desplegaron en semicírculo tras el espeso matorral espinos, por cuyo centro corre un arroyito. La posición había sido bien elegida para resistir  nuestro ataque; y , sin más ni más, rompiendo las hostilidades , disparando sus flechas sobre la tropa, que, a pie, fatigada y en cumplimiento de mis órdenes, se mantenía simplemente a la defensiva, pues mi propósito era el de desarmarlos  y conducirlos al campamento, para por medio de regalos, propiciarme su buena voluntad, y obtener entre ellos un guía que me llevase a través de la isla”.

 

“Viendo que continuaban su actitud guerrera mandé hacer fuego, sin dirección, para intimidarlos; pero ellos contestaron arrojando nuevamente sus flechas, una de las cuales hirió levemente a un soldado, cerca de la tetilla derecha. En seguida se ocultaron en el matorral, y de allí nos provocaban con gritos airados. Intenté desalojarlos incendiando su guarida, pero en ese mismo instante cayó un fuerte chubasco de granizo y lluvia, que impidió mi propósito. Volvieron a arrojar sus flechas los salvajes, y a favor de la ligera neblina formada por la lluvia, dos de ellos echaron a correr cuesta arriba de una elevada colina, a la retaguardia del matorral, no siendo posible darles alcance, ni en mula, pues corrían como guanacos, fuera de que numerosas cuevas de tucu-tucu entorpecían cada paso de sus perseguidores”.

 

“Quedamos algunos instantes a la expectativa en la esperanza de que los indios s entregaran, pero siguieron en su actitud enconada; y como la noche se aproximaba, y era necesario a toda costo apoderarse de esa gente, por la seguridad misma de la expedición, di la señal de ataque, sable en mano; el capitán iba a la izquierda, con tres hombres; yo en el centro y el resto de la tropa a la derecha. Los indios nos recibieron con una granizada de flechas y, cuando salvaba el capitán las primeras matas, cayó herido de un flechazo cerca de la témpora izquierda. No obstante prosiguió el combate con el mismo ímpetu y, después de algunas descargas de carabina, el matorral quedó en nuestro poder, y sobre las zarzas ventiocho muertos (dos más), entre ellos un Ona atlético, el jefe, quien en lengua tzoneka había repetido durante el combate, la palabra “corrge” (cacique), tentándonos tal vez a un duelo singular”.

 

Ramón Lista perderá la vida en la región chaqueña en 1897, por un caso confuso que conmocionó a la opinión nacional, cuando se lo acreditaba por su condición de científico y explorador. Trataba de comprobar la navegabilidad del Pilcomayo, preso de sed procedió a suicidarse; los que se negaron a reconocer esta actitud “moral”, pronto se ocuparon de encontrar otras explicaciones...

 

Del libro LOS PUENTES DE LA MEMORIA. Desde el origen

 

“De como hubo un hombre que fue a venir de tan lejos, para recorrer la tierra y desaguar la sangre de esa tierra”.

 

08 LOS PUENTES DE LA MEMORIA “De cómo cada tantos años, la tierra se conmueve, porque llegan otros hombres a refundar su pueblo”

 


Se produjo una selección natural entre los aventureros que llegaron desde todo el mundo, que una estadística había podido traducir en números: 17% sufrió muerte violenta; un 20% desertó, regresó a su patria o buscó otras oportunidades; un 25% murió de muerte natural a los pocos años; un 6% quedó en los presidios y, lo mejor, un 25% encontró en la Tierra del Fuego su segunda patria y triunfó.

 

                                                      Francisco Camus Riquelme.

 

 

El 108 se sentó contra una delas paredes de su cubículo, atemperando con un cigarrillo el insomnio de la primera noche.

 

Los resquicios de las paredes dejaban entrar el frío y el silencio, y un brillo de luna llena...

 

¡Qué cuidado había que tener, fumando sobre el colchón con su funda de polietileno, ropas y enseres hacinados! Las siete frazadas pesando cada vez más y esa profunda satisfacción de estar al fin en casa.

 

El 108 y su familia constituyen, en estos momentos, los últimos adelantados de un Río Grande que no ha escuchado los proyectos oficiales sobre la margen más dura de la Avenida Juan Perón.

 

Tres años atrás, esa arteria era sólo un terraplén, un dique, y en el pólder de esa Holanda fueguina emergieron desordenadamente las modestas  viviendas de los nuevos vecinos. Castillos de naipes de cartón y chapa, precarios mecanos de tambores de hierro, puentes indecisos y anegados senderos, sombríos callejones sin nombres que han desaparecido ya de un territorio que hoy despierta la envidia de muchos que quisieran vivir como ellos.

 

¡A mi no me tengan en cuenta! –gritó el 108 en la oficina cuando apareció ese impedimento por el cual no ingresa en la lista de adjudicatarios de vivienda-¡A mi no me tengan en cuenta, yo se como me voy a arreglar!

 

Muchas puertas había golpeado en su fastidio: puertas, es decir, despachos, pensiones, amigos, inmobiliarias, partidos...

 

De pronto se dio cuenta que su memoria había forzado su garganta, y su repetido grito de esa noche inconsciente despertó a su nena, sin que los consuelos de la madre –otra niña al fin- pudieran acallar su susto.

 

Se había instalado en el término de siete días al otro lado de la Juan Perón, donde se adquiere la categoría de intruso, que pocos funcionarios utilizan en público porque saben que es una situación muchas veces irremediable. Fue un domingo de “minga” cuando con los cuñados y otros amigos y parientes se carpintereó toda la mañana, se invirtieron algunos pesos en el asadito y así se terminó en ese lugar emparejado a las carreras, porque otros ya le habían puesto el ojo. De postre los más viejos recordaron empresas similares en épocas de Nogar, y se alegraron de cómo prosperaron los pozones de otros días.

 

Después del trabajo, día a día, se fue enchapando la casa; los cerramientos de las ventanas, provisoriamente, serían de un plástico grueso que consiguió en la fábrica y un disgusto familiar aceleró la mudanza.

 

Al lado del 108 hay un vecino con auto, más allá una linda casa, linda pero inclinada sobre el barranco, los palafitos chilotes se dibujan contra el sol en cada tarde de invierno, como un extraño y gigantesco insecto, y los servicios son pequeñas garitas de centinelas en la vigilia de un río, que cuando crece, golpea los zócalos.

 

El 108 le llamo a este nuevo vecino de la calle de cierre, porque conté al pasar que ya se alzan en ese número las viviendas precarias sobre su vera, y él, que ha pensado en descansar, se alegra cuando al rayar el día, os vecinos se levantan de las más humildes taperas para limpiarlas mediante el procedimiento de sacar lo poco que se tiene afuera, asear el ambiente, y meter todo de nuevo adentro.

 

Es entonces cuando, por ser domingo, alguien apuntala esperanzados cimientos de hormigón, y otro prolijamente extiende con cable verde, la conexión ilícita de electricidad que han emplazado a metro y medio del suelo.

 

-¡Pídele agua al vecino! –le gritan a un chico los que se quedaron dormidos en el reparto semanal; maldice el otro cuando acude solidario y descubre un gato muerto en el tanque. Entonces, ambos caminan varias cuadras porque con los demás no se tiene confianza y se consuelan comparando su drama con el de las ratas en otros sectores marginales.

 

Por la tarde, después de cocinar algunos con los recursos del gas comprimido, otros con la leña amontonada bajo lonas –sin faltar los del exótico kerosene-, llega el momento en que las solteras acicaladas partirán para confundirse con las otras niñas de la ciudad. Los novios se quejarán del barro en sus lustrados zapatos y alguien espantará a las gaviotas que han decidido compartir las sobras con las  escasas aves de corral.

 

Alguien, definitivamente seguro, corta el alambre de púa con el cual ha pretendido reservar su reducto durante varias semanas, y otros ya comienza a lamentarse que mañana habrá que volver al yugo, ese donde están la mayor parte del día, para luego regresar a sus precarios dormitorios en la diagonal ripiosa de Juan Perón.

 

Un viento de primavera preanuncia furias nuevas en la más reciente y precaria frontera del pueblo de adelantados, donde ya se ha instalado la familia número 109.

 

 

El 31 de agosto de 1986 escribí estos Rastros para leerlos por radio un domingo de sol. Como aquel domingo, saldré esta mañana a ver que se ha hecho de la vida y la obra del 108.

 

07. LOS PUENTES DE LA MEMORIA. “De cómo algún viejo de apariencia insignificante puede transportar un prestigio que no alcanza a gente no tan vieja pero afanosa en las apariencias”

 


Convengamos en que no va a salir de nuestros labios el nombre del viejo: es que fuimos cómplices de su mirada, cuando podo después del brindis –en el momento en que la fiesta prometía ponerse linda-, lo tomaron de un ala, lo abrigaron convenientemente y lo fletaron para su cuna.

 

Al viejo lo fueron, y en su lugar quedaron mucho más de cuarenta años de permanencia en nuestra isla.

 

Y remarcamos esto de nuestra isla, porque a esta hora del discurso popular, no vamos a reclamar más méritos para unos que para otros, pero eso sí: el viejo –sabemos que llamarlo así no lo ofende-, llegó por tierra a pata, salvando frontera, legalizó en tiempo sus documentos, se trajo a la paisana cuando dejó de ganarse la vida en el campo, armó su casa como pudo y arremetió con coraje para entregarle varios hijos a este suelo. Y uno de ellos –para que lo vamos a negar- con los celos de sus hermanos, lo tiene lleno de orgullo.

 

Y ahora se le dio esto, que la buena costumbre de reunir, una vez siquiera en este año –para la fiesta del pueblo., una gran comida con todos los que constituyeron la simiente de nuestro ayer, le permitió encontrarse aunque sea de por medio –“con todos esos otros”-, cerca de los que hace tiempo no veía.

 

Lo han vestido de galas que no pensaba merecer, le tiraron esa corbata vieja que él tanto quería, porque estaba unida a funerales y fiestas, y le reglaron otra menos brillante y menos austera. Le trajeron esos zapatos sin cordones, que le quedan un poco grandes, porque no hubo tiempo para llevarlos a cambiar, la camisa impecable a la que ya desprendió el botón del cuello, y ese pañuelito –eso que asoma en su bolsillo-, que es el único atisbo de una elegancia pretérita.

 

La patrona no concurre. Con ella todo resultó más difícil, no por el hecho de vestirla, sino porque teme a todo protocolo que no sea el de la cocina, así que dio el justificativo de un achaque, a quien preguntó por ella.

 

El viejo se había mirado en el espejo de la cómoda, con esos anteojos parchado que usa cada vez menos, porque ya no quiere ni leer, anteojos que por antiestéticos hubo que dejar al concurrir a la comida: -¡Estás guapo viejito!- se dijo con su sonrisa menos desdentada-¡Estas como te hubiera gustado estar (llegó y se fue una interferencia del alma) cuando el hijo se recibió allá lejos!

 

Si no eres de mi pueblo, o si no has estado en él en los últimos tiempos, se hace imprescindible que realicemos una advertencia: nuestro Intendente, que para el caso es bueno señalarlo, que resulta ser el primer nativo que nos manda en esta tierra de potestades importadas, ha reunido –año a año- a los viejos –sea cual fuere su condición social-, en una fiesta que comienza en la víspera del Día de Río Grande, alimentando de recuerdos a los que hambreados de esperanza armaron su destino en esta costa.

 

Muchos se quedan afuera, algunos resentidos de los que abrigan la exclusiva condición de próceres, de defensores de la soberanía, o quienes utilizan –sólo ellos- el calificativo de “pobladores”, de siempre significativos lustres. ¡Es que hay que tener por lo menos cuarenta años en la Tierra del Fuego para recibir un lugar de agasajo!

 

Y con los abuelos, los hijos y los nietos, en este encuentro de generaciones, se da una afirmación de identidad que imaginamos se ha constituido en un ritual inalienable.

 

Así que el veterano recibió la invitación –como Dios manda-; y de ésta se prendieron su hijo, “el tan querido”, la nuera, la hermana de está jamona como la madre, y el “querido consuegro”; una familia distinguida, pero que no hace mucho está entre nosotros y que no querían quedarse afuera en este encuentro con la posteridad.

 

Lo han llevado al abuelo, que por gentileza no puede abandonar su sitio, sus encumbrados parientes, para sentarse con aquellos otros muchachos de su tiempo, que seguramente recordarán por esas risotadas, los sinsabores de otros días: no va a poder arrimarse a aquella paisana a la que un día –sin más suerte- le puso el ojo, ni asombrarse de lo bien que se conserva el Petiso Andrade, y brindar con él. El viejo tiene que guardar las composturas; la nueva familia lo vigila, el hijo se muestra incómodo, porque sus ademanes y modos no son los de la academia Gaeta y ya cae en la confusión de colores de vinos y vasos.

 

La familia lo controla, lo gobierna, le deja estar peno no le deja hacer; el humilde paisano de otros días, hoy con su familia doctoral, no tiene potestad de hecho sobre el conjunto al que le ha dado –por compartir su entrada-, un ingreso a la cotizada condición de “poblador”.

 

Así que han apurado el trámite:

-Parece que el abuelo está cansado.

-No,¡que vuá estarlo si me dormí la siesta toa la tarde!

-Mire papá que estas noches de julio vienen frías, y no queremos que después de la farra no de un susto.

-Va a ser mejor que no coma tanto.., no está acostumbrado a estas cosas que se compran hechas, y a Ud.- siempre se le va la mano con los condimentos.

-Yo le llevo viejo, si no la abuela no va a descansar hasta que Ud. Regrese.

-¡Sigue con sus achaques la vieja,!- se lamenta el doctor.

 

Y me lo tomaron de un ala, lo abrigaron convenientemente, lo fletaron para su cuna, cuando él pensaba dedicarle toda la noche al mandibuleo de cosas viejas, con esos amigos que piensan que se olvidó de ellos con su nueva familia, con esa gente a la que tanto tiempo no veía y que quien sabe no vuelva a ver juntos, y que por este desaire que les ha hecho de preferir a los palogueso..., quien sabe ni asista a sus funerales.

 

Eso sí, los nuevos miembros de su familia, su crecida parentela de entenados políticos se sienten más tranquilos cuando él se va.., uno a uno levantan la cabeza para saludar jubilosamente a otros prohombres que comparten como ellos el privilegio de esta noche histórica.