¿Qué quieren que le diga?
Yo muchas cosas de éstas que cuento no las conocí,
me las contaron. Y trato de ser fiel con la memoria de la gente. Por eso cuando
días atrás se produjo en Río grande la disminución en el precio del combustible
pasé a revolver mis papeles, para ver que tenía sobre la historia del
combustible, y me encontré con la leña.
A mis siete años ya vivía en una casa con gas,
estufas adaptadas, calentadores de fierro por los que se filtraba la nueva y
extraña llama azul. Señales de un progreso que ningún iluso podría atreverse a
detener. Y entre la nafta y la leña, me quedo con esta última.
No hace muchas semanas conversamos con
Santiago Ojeda sobre sus días de camionero y el transporte “del vital elemento”
de los bosques fueguinos a los hogares de la costa. Los bosques que en la
medida que se fueron incrementan el consumo fueron quedando cada vez más lejos.
Y también lo hicimos con hijos de Don Juan Maslow, que solía trabajar con su
aserradero, cortando rajones para hacer más fácil la operatividad doméstica
tras el calor. Y como Jorge, otros dos “austriacos” socios de una vida: Frane
Saltar y Marco Súbela, y el mismo Juan Lovece, el viejo...
Andando por Chile –hace cosas de dos
veranos-vi por isla de Quinchao, toda esa industria en movimiento, desplazada
por el progreso de nuestros días y la ventura petrolera de la Isla Grande nuestra.
También en más de un hospedaje, en ese levantarse temprano para salir de
excursión, sorprendimos al ama de casa en la primera tarea del día, armarse del
hacha, doblar el lomo fabricando astillas para que arda el fuego del hogar. Y
en el suelo de El Bolsón, descubrimos con otros fueguinos, que nosotros ya no
sabíamos encender un octogonal, sin llenar la casa de humo.
La gente de mis cuarenta –que es más bien el
niñerío de los ’60- no tiene mucho para contar de los tiempos de la leña. De
aquí que acompañe esta semblanza dominical con algún testimonio, uno o dos
entre los tantos que atesoro.
Juan Sabino Andrade me dio prolija información
sobre el tema, cuando compaginé su libro “Yo, el petiso”; lo que me permite
resumir alguno de su conceptos, dado que él desde sus camines –y uno es el de
la foto- alimentó de leña a nuestro poblado y también hizo sus negocios.
1.-Los primeros viajes los trajo desde la Estancia San Luis, se
hacía ayudar por algún pasajero que con tal de venir gratis ayudaba en la carga
y la descarga. Cuando se consolidó en el trabajo tuvo su primer ayudante: Juan
Bautista Ruíz, alias El Cholo. Más tarde se aprovisionó en el aserradero de
Romero y Pastoriza, de la
Estancia Margarita, transportando leña durante el invierno, y
en “la temporada” la lana.
2.- Cobraba por rajón puesto en domicilio, 25
centavos.
¿Pero a dónde quiero llegar con todo esto?
A esta altura del partido hasta Fayanás leyó
el libro d “El Petiso”, y yo solamente quiero tratar el tema de la leña. No
puedo tampoco despedirlo a Juan Sabino así, tan livianamente, por lo tanto
llego hasta el final de nuestro encuentro dominical con las voces del ayer.
Queda con Ustedes “El Petiso Andrade” conversando el mismo tema que nos convoca
con Dos Esteban Sekulovic –su palabra está escrita en negrita- y por las dudas
alejamos de su presencia los dados y los naipes:
Cinco o seis días, siete u ocho, demoraban
las carretas en llegar trayendo leña del monte. Cuando terminó la guerra en
Corea, entonces el finao Perón estaba
vivo, se compró todos los camiones que habían quedado en los bosques, en los
ríos, en los pantanos y se los trajo a Buenos Aires. Cientos y cientos de
camiones, le habían puesto el nombre de Chacarita, donde estaba los camiones, y
ahí se iban a comprar. A mi me había ofrecido Antunovich, que él me lo iba a
comprar y me lo iba a dar para que lo trabaje, por haber trabajado tantos años
en la estancia con él. Como en esos años los camiones no podían venir de
Norteamérica, porque costaban muchos impuestos, entonces me compré un camión
viejo –pero el motor era nuevo sí- Ford doble tracción canadiense.
“Ya por entonces construí mi depósito donde
hoy está la aduana, al lado, en un terreno de Rufino Alvarez , donde vivía mi
familia. Es que a veces llegaba tarde y dejaba el reparto para el día
siguiente. Diariamente una casa necesitaba al menos un rajón. Un rajón se
componía de un árbol que pesaba unos 25 o 30 kg y daban siete tacos de 30 cm., era más bien un palo
redondo, largo, partido por la mitad; los palos redondos eran postes”.
Así Batallón, y de ahí iba abajo, en la Subprefectura... Después
al Banco y después traía leña al patio para vender al pueblo. Cortaba leña el
finao Senkovic. En esa época habían muchos paisanos yugoeslavos. Quedamos cuatro
todavía: Yo, Rakela, Lucas Delic, y Saltar y Súbela -¡somos cinco! La mujer del
finao Vukásovic entre las
mujeres.¡Cuántos miles de rajones! Un año escarchó fuerte, el agua, las
cañerías en tierra, escarcharon los caños principales, YPF tenía que destaparlos
y quemar leña y gasoil para poder deshielar agua, porque el agua era principal.
Ese camioncito viejo se lo vendía al finao Antonio Delic, le servía después
para trabajar en el monte, porque el había ponido aserradero, porque podía
meter en cualquier lado, porque tenía larga tracción.
“La Subprefectura, los cuarteles, la Comisión de Fomento, eran
los grandes compradores que hacían licitaciones. Uno se presentaba y ganaba, y
los demás ayudaban porque era mucho el trabajo, había solidaridad entre los
camioneros. Calculo, en los años fuertes, se traerían de El Roble 60 mil
rajones, si alguna vez quiso traer de Ushuaia, por barco, no dio mucho
resultado, era leña blanca, ardía sí, pero negreaba, aquí lo que mejor
resultado daba era el ñire, leña colorada”.
En tiempo de invierno tomaba cinco o seis
hombres y les daba a cortar leña, ellos a cortar y yo a contar, cuando se
sacaba leña con los bueyes y trineos al camino, tenía que contar de vuelta,
cuando cargaba yo en el camión otra vez. Cuando venían a comprarme, ¡cuenta que
te cuenta!
“Estamos hablando de una casa de familia que
necesitaba algo así como treinta rajones al mes. Un camión podía transportar de
100 a
120, así que no se podía tener menos de una camionada y media para pasar el
invierno. Unos cuarenta pesos de presupuesto se iban en calefacción. Para un
camionero lo fuerte era la leña, aún después que llegara el gas, por que no
todos lo instalaron de entrada”.
El que tenía dinero podía poner gas, habían
cientos y cientos que no podían poner. Yo vendía el camión en el año ’70 y
tantos y siempre con leña. El año ’58 se abrió el paralelo 42 y entonces se
podían entrar de Norteamérica los camiones, sólo, sin pagar un impuesto, así
que yo mandé a comprar un camión, no tenía plata, pero era muy amigo con el
gerente del banco. El banco daba 70 y el dueño tenía que tener 30, pero con él
como era muy amigo 100 por 100. Y con ese camión me maté, me maté, empecé a
trabajar aquí en el Batallón, treinta mil rajones, trabajaba día y noche, yo
entraba más fácil que ahora el Comandante. Cuando veía en la garita que venía,
el centinela antes que venía, largaba la cadena para que entrara de largo allá
al fondo, aunque fuera dos o tres de la mañana.
Mientras se desliza en el papel la historia de
la leña, según la memoria de estos amigos, fui repasando algunos apuntes
tomados de las crónicas de la
Misión. Allí se evidencia cuántas dificultades debían
afrontar los salesianos que instalaron su casa lejos de todo bosque, el
peregrinar de las carretas rumbo al monte, el carbón que se conseguía prestado
en La Segunda,
los huesos y la bosta que suplían elementos más nobles para el fuego. Tanto que
así puede comenzar otra historia...