Tumba sin hilos de sombra




Casa de leños extraños,
techumbre que enfría el alma,
prisión, confín, carnadura,
territorio de majadas;
encrucijada de sangres,
de paz –albura endiablada-
célibe templo de olvidos:
Misión de la Candelaria







* * *




A pesar de ser Viernes Santo, ese 23 de marzo fue un día de alegría en la Misión Salesiana de Nuestra Señora de la Candelaria.
Poco después del medio día aparecieron en la margen sur del río -en el cual se habían instalado el 11 de noviembre del año anterior- un conjunto de aborígenes , tres de ellos vestidos de paisanos, tres con atuendos tradicionales, mujeres, niños y perros haciendo señas de intentar pasar hacia el precario establecimiento construido bajo la dirección del Padre Bernabé.
Juan Ferrando -uno de los coadjutores- Roberto, el carpintero de la casa y el indio Miguel Calafate subieron al bote y salvando el río regresaron con los tres que vestían de cristiano.
Semanas antes habían visto un grupo de ellos -los onas- mariscando sobre la costa.
Atraparon solamente a una vieja a la que colmaron de regalos con la intención que luego entusiasmara a más de su raza y dieran vida al establecimiento misionero.
Esos tres que bajaron del bote -donde mostraron singular temor -eran el primer indicio que las cosas podrían andar en medio de un conjunto de azarosas circunstancias.
Monseñor Fagnano venía gestionando desde mayo de 1889 la instalación de una casa sobre el río Pellegrini, a dos leguas al sur del Cabo Peña, equivocando en ello la geografía puesto que la referencia pensada lo era en la misma distancia del Cabo Sunday; y para eso, dadas experiencias anteriores de contactos y exterminio a fines de aquel año había pedido al “Gobierno seis hombres armados para custodiar a menos por seis meses la misión”.
Pero los trámites eran tan dificultosos como las financiaciones y en 1891 insistía con lo que él llamaba “San Antonio del Cabo Peña”, en las márgenes de un río, el más grande de Tierra del Fuego.
Estos equívocos geográficos se superaron cuando a principios de 1893 realiza -partiendo de Bahía Inútil- una misión de reconocimiento entrando en contacto con el Cabo Sunday junto al comisario Ramón Cortéz. Así visitaron el Puerto Golondrina, ese era el lugar de sus sueños, mejor dicho para los sueños de Don Bosco.
El primer intento de acercar materiales para la misión se había frustrado por la negativa del capitán del vapor Amadeo -contratando a José Menéndez- para desembarcar en la ría. Siempre se pensó en la Orden que hubo segundas intenciones y a consecuencia de lo ocurrido se terminó durante el invierno con un apresurado desembarco en San Sebastián. En la maniobra se perdió buena parte de las chapas de cinc onduladas, pesaron mucho en una balsa. Las tablas fueron arrastradas por la marea. Murieron numerosos animales.
Allí junto al arroyo Gamma quedaron carpinteros y pastores, en parte salesianos, en parte contratados a 300 liras al mes. Ellos levantaron un pequeño cobertizo donde las temperaturas desalentaron la esperanza.
Juan Bernabé emprendió el regreso apurando ayuda; lo hizo a caballo hasta Punta Delgada y de allí un bote lo cruzó al continente.
José María Beauvoir intentó mientras, atraerse a los indios formando comisiones, una de las cuales empleó ocho días de marcha hasta pasar por la desembocadura del Río Grande.
En Punta Arenas la empresa se tornaba imposible, nadie quería alquilar embarcación alguna para viajaar hasta donde no había podido ingresar el moderno Amadeo. Finalmente con la María Auxiliadora y el King Fisher del Capitán Guillermo del Turco para la empresa definitiva; dos endebles embarcaciones que zarparon el 27 de octubre y que -lo decía Mayorino Borgatello- parecían tentar a Dios.
En San Sebastián se levantó a los cuatro hermanos que contaron las peripecias del invierno y la primavera. Beauvoir siguió a caballo hasta Golondrina y allí, pie en tierra asistió el 11 de noviembre de 1893 a las siete de la mañana a la llegada de los dos navíos. Era el día de la vigilia del Patrocinio de María Auxiliadora, de allí que pensó tal sería el nombre del establecimiento a su cargo.
Los salesianos subieron a los Barrancos Negros, paraje ubicado a la margen izquierda del río -a unas seis millas arriba desde su boca y a unos cincuenta metros de la orilla- donde comenzaría la construcción de una casa que inicialmente fue una simple área de galpón, una cuadra al norte de una pintoresca lagunita, donde los más intrépidos pasaron la primera noche.
Al día siguiente fue domingo. En la primera misa celebrada en Río Grande no estaba decidido aun el nombre de la casa, Beauvoir quería que fuera Misión del Patrocinio, pero Fagnano -se recordó entonces- había prometido en invocación a La Candelaria o de la Purificación por ser aquel día en que había salido en su misión de reconocimiento hacia Tierra del Fuego.
Mas de cuatro meses pasaron para que la Misión comenzara a poblarse de naturales, y aquel Viernes Santo, los primeros pasajeros del bote manifestaron en su precaria lengua española que venían de Bahía Tetis igual que sus hermanos, que esperaron la bajante de la marea para cruzar vadeando las aguas.
Era una columna interminable la que llegó al día siguiente, ese sábado de Gloria, donde los más grandes ayudaban a los más chicos y las mujeres cargaban estacas, pieles y tiendas; y también a sus pequeños vástagos que iban sucios hasta causar asco. Pintaban su rostro con los colores rojo y blanco.
La primer casa fue motivo de la curiosidad de todos, tres ventanas cada costado, otras tantas en el altillo, aleros para guardar provisión y un mástil alto pegado a sus paredes.
Los hombres con sus arcos y flechas en la mano se acercaron por la derecha con ademanes defensivos, las mujeres se agruparon a la izquierda y en el centro quedaron los niños…
El reparto de frazadas fue demostración de buenas intensiones… una entera para los mayores, media para los pequeños, galletas para todos y la hostilidad se convirtió en algarabía.
Así se instalaron a doscientos metros de la Misión con su toldería hasta que Onas del norte impusieron su presencia temiéndose un encontronazo bélico que finalmente -gracias a Dios- se apaciguó en la actitud de los misioneros.
Con las galletas y las frazadas llegaron las oraciones, el persignarse, la higiene personal; pero la falta de provisiones llevó a que tuvieran que comenzar a despedirlos hasta que una nueva goleta trajera las buenas nuevas.
Ya nunca más los indios llegaron a ser tantos en La Candelaria.
Fagnano llegó el 10 de agosto de 1894 y le pareció mejor trasladarla a la vera de tres manantiales a una legua del puerto. Regresó ese mismo día en el vapor Torino, sobre cubierta vio con alegría que llegaban hasta la misión, un contingente de doscientos onas.
El padre Juan Bernabé fue el arquitecto y urbanista del primitivo Río Grande. De su trabajo surgió la primitiva iglesia que estaba destinada a albergar a mil fieles, las habitaciones para los misioneros, el edificio de las hermanas que en número de tres llegarían luego dirigidos por Sor Luis Rufino y los dos colegios, una para las niñas y otro para los niños.
Los indios pasaban a estar a veces dejaban a sus hijos al resguardo, los padres recomendaban que no fueran hacia el norte, donde ronda el peligro para sus vidas -el hombre blanco- ni al sur y al oeste de donde debían traer más y más gente.
Y es por el norte que el Padre Borgatello atestiguó: “Se paga una esterlina por cabeza de indio como en la Patagonia se paga el mismo precio por una cabeza de puma…”
Una pequeña niña fue la primer bautizada, Beauvoir se consoló de su frustrada nominación para la casa llamándola María Patrocinio. Más tarde, un jefe tribal mereció el nombre de Pablo, su esposa Catalina, otro indio Cornelio…
Con las Hermanas, las mujeres aprendieron a hilar y pronto a coser.
La hermana Catalina Daglero atestigua sobre la realidad edilicia del trabajo de Juan Bernabé: “Los dos patios principales estaban cerrados y evitadas la fugas y entradas furtivas, habían anchos y largos corredores internos muy cómodos para los recreos en mal tiempo, salones para dormitorio, comedores, talleres, bastante más que para los que éramos.” El padre constructor sería años más tarde arquitecto de la nueva capilla de La Candelaria -el monumento histórico- y de las catedrales de Río Gallegos y Magallanes.
Con toda la obra a su favor Beauvoir terminó su trienio, cediendo a Fortunato Griffa la conducción de la casa el 21 de julio de 1896.

El primero de septiembre se realiza el primer casamiento. Las mujeres que tenían esposo lejos, y las viudas, comienzan a enviar noticias a su gente que los hombres también se pueden quedar a vivir allí…

Pero la maldición del fuego -como una prueba de Job- cae sobre los hijos de Don Bosco.

Se contó tiempo después que una de las indiecitas a las que la cocinera enviaba a tirar las cenizas fue sorprendida por una ráfaga de viento… de ahí llamamos que asaltaron la vivienda de las Hermanas.

El desastre se propaga, los indios aterrorizados, gritaban y lloraban desesperadamente.
El hospicio de los niños quedó reducido a cenizas en menos de una hora.
Se ayudó en lo que se pudo; indios y blancos, rescatando objetos y enseres de primera necesidad. Dos grandes casas corrieron la suerte de las primeras construcciones… y también la magnífica iglesia, el depósito de leña…
Ochenta mil pesos, es decir 160 mil liras se
hicieron humo… en el primer incendio de la bien llamada Tierra de los Fuegos.

Penúltima entrega







Esa era su cumbre.
Quebrando la horizontalidad de la tierra preñada de septiembre, la proa geológica del Cabo se fue haciendo cada vez más nítida a los ojos del viajero.
Su equipaje quedó en el puerto luego que el vapor Alfonso lo dejara en la margen sur del río. El bote lo llevó junto aun caballo generoso de distancias para acercarlo finalmente ala Misión de la Candelaria.
El morro del Cabo era su brújula.
Aquel año de 1910, el padre Alberto De Agostini comenzaba a ejercer su apostolado de cumbres y bautismos en tierra americana. La isla del fuego le prodigaría sus encantos, dignos tópicos que estimularon su corazón de alpinistas y su ojo de fotógrafo, su mano de cartógrafo y su pasión de misionero.
Una pasión que duraría casi cincuenta años.
Al galope fue su pasar junto a la costa norte de la isla grande, su transitar por nuestro suelo: un pequeño salto comparado con las proezas que daría en el mismo año que recordamos. Del lado chileno del archipiélago llegaría a la zona más alta de la cordillera fueguina. El Monte Sarmiento. En las nacientes de Ushuaia se alzaría sobre la cumbre del Monte Olivia.
Ramales completamente desconocidos se fueron dibujando a su paso, y con afán marinero exploraría también por aquel entonces el enjambre isleño de las Woolaston, visitando el falso y el verdadero Cabo de Hornos; después su primer asalto en la altura del Monte Martial, la montaña que tenía más a mano el nuevo cóndor de Don Bosco.
Pero había llegado su invierno y era tiempo de misionar.
Por eso camino al norte la ruta tantas veces recorrida por Antonio Zuitanich, el correo de aquellos tiempos. Iba pensando en el cuadro de situación con el que se encontraría al llegar al establecimiento religioso que albergaba los restos de una raza otrora fuerte.
El primer contacto con los hermanos fue telefónico. Ellos disfrutaban de este recurso tecnológico desde el 13 de mayo del año anterior cuando se los instalara el comisario López Sánchez. Así se enteró que el caballo era el mejor recurso en materia de transporte por esas horas.
La Misión -como la Tierra del Fuego toda- se estaba quedando sin Onas y los recursos económicos con que la dotaran comenzaron a desmantelarse por falta de propósitos. Cinco mil ovejas se vendieron a los propietarios de la Tercera Argentina en una transacción firmada por Monseñor en Punta Arenas.
El mismo Prefecto Apostólico había dispuesto beneficiar a su hemano -Antonio Fagnano- que disponía de un terreno fiscal en la zona de Río Chico. A él se le vendió la totalidad de los vacunos existentes en la Misión, fueron 246 cabezas a cuarenta pesos chilenos cada una. Eso daría lugar a que al tiempo llegara la sobrina -viuda de Boido- con sus tres hijas, se fueran a poblar el campo.
La Misión había recibido una de las primeras visitas científicas con el propósito de estudiar a los fueguinos primitivos, el padre Antonio Tonelli, profesor de Historia Natural.
Paulatinamente surgían problemas con la policía por demarcación de campos.
La labor misionera, ahora que los dueños de las ovejas se apropiaran del espacio geográfico de la estepa, debía trasladarse a la zona boscosa –reducto aún del indio- en la Misión de Río Fuego.
De Agostini… pasaría -nada más- por Río Grande.
Pero el hombre no pudo resistir a la sugestión de la cumbre y al segundo día de su llegada -cuando se reencontró con su equipaje y la moderna cámara fotográfica- se hizo acompañar por Juancito para visitar el Cabo Sunday. Ese era el nombre del promontorio al que los indígenas llamaban Yarken; el nombre inglés figuraba ya por obra de Fritz Roy en los derroteros del mundo. Sólo la constancia que el tiempo daría a los hijos de Don Bosco, convertiría en Cabo Domingo o más cristianamente aun Cabo Santo Domingo.
Era el atalaya de los indios en el cual se tejían las más variadas leyendas de luchas y sacrificios, allí donde la Misión se había instalado a su reparo, al igual que el puesto Loreto, manejado durante largo tiempo por el Hermano Vigne. Fue en su punto más alto donde el Hermano Cuffré levantó el Santuario que fuera inaugurado con una misa el día de la casa de 1911, el 11 del 11 del 11…, el Santuario que fuera como un faro de luz junto a su cruz; un centro de peregrinaciones y ceremonias para la feligresía indígena y blanca de La Candelaria.
De Agostini y Juancito bordearon la cumbre del Cabo y en su lugar que hace un tiempo pude determinar con Luján Muñiz, tomó su célebre fotografía del “Cabo Sunday, desde el N.O.”, que en uno de sus tantos álbumes fotográficos y tarjetas postales recorrió el mundo, en los albores del siglo.
Desde el lugar donde hoy se encuentran emplazados los radares de la Fuerza Aérea, el día de la primavera de 1910 el padre D´agostini, capturó en su memoria de albúmina y magnesio la imagen de la cumbre de nuestra llanura… Esa gran torta geológica que amparó largo tiempo de los vientos, del amor y la lucha, la caza y la recolección de los hombres de este fuego.

Ocurrió en la caleta donde con los años se intentó construir el puerto de Río Grande







Si no hubiera sido por el famoso decreto del 11 de julio, 1921 se recordaría en Río Grande -simplemente- como el año del naufragio del Piedrabuena.
El incidente ocurrió en aguas de Caleta La Misión, y sólo guarda parangón de conmoción para la capital del departamento de San Sebastián en el naufragio del Glen Cairn, catorce años en Cabo San Pablo.
El “Piedrabuena” se perdió bajo las aguas fueguinas cuando llevaba veinte años de trabajo para la gobernación.
Antes había recibido otro nombre: “Cañonera Paraná”
Así sirvió a la Armada Nacional desde 1874, dos años después de ser botada en Inglaterra. Era en su momento más trágico, un barco de cincuenta años…
Muchos fueron los momentos de gloria antes de su mutación nominal, pero hubo uno que la encuentra hermanada profundamente al historial en la bahía de Oshovia, cuando el Comodoro Lasserre izaba por primera vez en esa tierra argentina, el pabellón nacional…
En 1899, adquirida una nueva Cañonera por los aprestos militares con Chile, la Paraná fue convertida en transporte de carga. Su destino podría haber sido un largo peregrinar por la costa atlántica patagónica, pero al fin debió atender exclusivamente a la gobernación fueguina urgida de distancias.
El Piedrabuena fue el fruto de otra improvisación, a tal punto que en La Nación del 7 de junio de 1902 encontramos una referencia crítica a su funcionamiento: “… es viejo pero aun está muy utilizable, porque el casco se conserva fuerte y las máquinas en regular estado. Pues bien, a fuerza de mal trato y poco cuidado han hecho de él una ruina flotante, se le sacaron refuerzos vitales a título de despejar bodegas, se hechó abajo la cámara de oficiales para agrandar otros departamentos, no se pinta, ni se reconoce los tubos de la maquinaria, ni siquiera se le lava, porque en los depósitos de abordo no hay elementos para hacerlo, más aun, escasean las mismas materias grasas que necesita la máquina. Últimamente el Ministerio del Interior tuvo que darle anclas porque hasta eso le faltaba”.
“Abordo hay un guarda máquina de la escuadra, que no puede hacer otra cosa que ver y lamentar cómo se está destruyendo todo el material”.
“Y como si esto no bastara la fama del barco en los puertos argentinos y chilenos es desastrosa. En Punta Arenas se llamaba “buque pirata” porque es público y notorio que no paga sus deudas y ha estado, más de una vez a punto de ser embargado”.
Esto era en los principios de su adscripción a la gobernación,… imagínese cómo estaría casi veinte años después.
Soportó dos naufragios, en Brenock en 1907, en 1908 en Punta Loyola, de ambos fue reflotado y reparado con diversa prolijidad.
Así se navegaba aquel entonces en nuestro sur.
Mientras… el Piedrabuena balizó, transportó carne, presos -carne de presidio, caudales para los bancos de Ushuaia y Río Gallegos, estoicos pasajeros…
El Museo Monseñor Fagnano de la Misión de la Candelaria guarda reliquias del barco hundido y durante algún tiempo la mayor parte de la vajilla de la Escuela llevaba el sello de ese navío.
Pero antes de seguir, volvamos al año 1921, mes de abril… día 28, cuando el padre Zanchetta señalaba en el cuaderno de las crónicas que “el barco se está deshaciendo lastimosamente flotando por la playa algo de todo, cargas, equipaje, restos del buque…”
¿Qué había pasado?
Dos días antes comandada por el Capitán de Navío Máximo Kock dejaba -solamente- en la caleta una radiografía para el anciano Sikora, hermano coadjutor que moría por aquellos días y cuya tumba se encuentra en el extremo norte del viejo cementerio. El Piedrabuena traía provisiones, pero el mal tiempo llevó a la determinación de zarpar hacia Gallegos e intentar a la vuelta el operativo de atraque y descarga. El barco de 3,38 metros de calado no necesitaba de puertos en la Caleta…
Todos se salvan, pero el Piedrabuena se va a pique cuando choca contra una roca. Al percance se une la incertidumbre de alojamiento para los náufragos. Con los salesianos quedaría una señora con dos hijitas y un hijo, un señor José A. Martínez Rodríguez con su sobrino Fabián Martínez Díaz; Dos oficiales: el segundo Teniente de Fragata Pablo Astorga, el Contador Enrique Olguín. Los demás fueron llevados en autos de Jarrín y Van Aken hacia el puerto, que así se llamaba entonces a nuestro pueblo.
La tripulación acampó como pudo en las inmediaciones. Eran entre 65 y 70 hombres acomodándose de cualquier manera para dormir. El auxilio se demoró y cuando finalmente llega el buque Makinlay -nave con nombre de naúfrago – ya no tenía nada que hacer el preso de Ushuaia que sabía el oficio de buzo.
Los curitas se asustaron por la forma en que se había incrementado el carneo de animales, como bajaba el stock de harina a las puertas del invierno. Pero la situación resultaba alentadora cuando el primero de mayo -día de San José- hicieron la comunión dos hijos de náufragos, o cuando sacando optimismo de donde sólo había desesperación se festejó el cumpleaños de Ramiro -comandante del Vapor Ona- que había llegado con más buzos para emprender lo imposible: el rescate del barco hundido.
José Fadul consiguió salvar algo de lo que el barco transportaba, llevándolo en carretas hasta su comercio portuario.
Van Aken dejó inutilizado su vehículo en una de las tantas travesías que debió realizar en esos días de emergencia.
Y fue así como casi un mes después la marinería dio brillo al festejo de la fiesta patria cuando el 25 de mayo –previo reparto de tarjeta entre las autoridades riograndenses- se convocó a las diez y media al Te Deum que celebró el Padre Cencio.
A la saida de la iglesia histórica, la dotación del Piedrabuena formó para cantar el himno Nacional. El comandante hizo una alocución alusiva “en la que mostró su patriotismo y su gran corazón de marino -se lee en los cuadernos de La Candelaria- en el rancho hubo regalos para todo el mundo, vino, fruta, dos capones de más, con mate… y todo el día libre”.
Kock debió asistir también -junto con la señora del Prefecto Doña Nidia de Sosa- al padrinazgo bautismal de Héctor Jorge Van Aken Traba, hijo del comerciante tan próspero como servicial.
Los marineros permanecieron un mes más hasta que se teminó de rescatar entre las astillas del naufragio depositadas en la costa todo lo que pudiera ser útil y así partieron del frío paisaje invernal las carpas que fueron improvisando refugio para los hombres del Capitán Kock.
¿Cuál fue la responsabilidad de este marino sobre la tragedia?
El hermano Juan Asvini contribuyó a su absolución durante el juicio de responsabilidades que se le siguió. “El panadero” indicó que en un balizamiento realizado por otro transporte naval, el Vicente Fidel López, no se detectó la roca fatídica ubicada en el centro de la caleta. El comandante en agradecimiento por el testimonio esclarecedor el regaló al salesiano un cuadro de la última cena que se muestra en un lugar preferencial en el museo de la institución.
Cuando visites la vieja escuela verás en su patio -erecta- la enorme viga de uno de los mástiles del navío zozobrado. Y si lo haces en una de estas tardes de sol, subiendo hasta lo alto del Cabo Domingo, podrás ver a unos cien metros de la costa -en la zona de la caleta- la proa del navío, cuando las mareas son de 0.50 metros; pero cuando estas alcanzan el metro emergen sus dos anclas y restos del palo mayor, entre cabrestantes y algas, entre crespón de barro… También -al volver la pleamar- verás como se estrellan las olas del océano en la roca gordiana, transformada en lápida del barco centenario.

Tercera entrega






Después que la visita de Juan Pablo II posibilitara la reconstrucción de la monumental cruz de Cabo Froward, quiero relatarles la historia de nuestro mayor monumento, ese que emerge tras la sólida sombra del Cabo Domingo cuando el avión se aproxima; esa señal blanca que en la ruta polvorienta da testimonio de la fe misionera de los salesianos.
¡De cruces estamos hablando!, para que sepas cómo nació esa devoción que se enseñorea en lo alto del barranco de “La Candelaria”, guardando a su abrigo lo poco material que va quedando del Padre José Forgacz, de los amigos de la casa De Grenada y Crema, y de los coadjutores Juan Asvini, Jorge Etorovich y Faustino Minici.
¿Lo has visto?
Su nombre está estampado en la carcomida madera del parque de la gruta: FAUSTINO MINICI, dice, por sus manos paso esta historia.
Así como durante el XXXII Congreso Eucarístico Internacional Buenos Aires se levantó para presidir las manifestaciones de la fe, la gran Cruz de Palermo; en ocasión de reunirse en Magallanes -bajo la inspiración de Monseñor Pedro Giacomini- el Congreso Eucarístico Nacional de Chile, allá por 1946, otra cruz se emplazó en la Plaza Bulnes, frente al Santuario de María Auxiliadora… hasta que al sur de la Península de Bruswik se construyera -reemplazando a la erigida en 1913 en hierro galvanizado- un monumento de cemento armado, cruz de piedra, sólidos cimientos y fronteras para ofrecer resistencia a los vientos bajo la cruz del sur.
Cabo Froward, que en lengua inglesa significa indócil… porfiado…
Esas eran las cualidades del hermano Faustino, una más que otra: porfiado… y su tarea de constructor, lo garantizaba en varios emprendimientos edilicios en la Candelaria: a él se debe la construcción del edificio de mampostería que vino a sustituir los informes caseros que el tiempo y las urgencias de la Misión fueron construyendo durante medio siglo; a él también los cimientos, el diseño y las paredes de la casa del pueblo, esa a la cual después Colombo terminó, restándole altura al segundo piso.
Todo parque Minici fue apartando materiales para el proyecto de erigir en lo alto del cerro un monumento póstumo a la fe salesiana que reclamaba un santuario definitivo para los restos de la Hermana Rosso, el Padre Crema y el veterano Sikora, ausentes en la necrópolis del otro lado del Chorrillo.
El hermano constructor se desempeñó con anterioridad en la Misión San Rafael de Isla Dawson, hasta que un replanteo de la política chilena para con el aborigen llevó en 1912 al cierre de esa casa y al traslado de casi una treintena de nativos a las costas atlánticas de la Candelaria. Por algún tiempo se lo reclamó para hacer baldosones en Punta Arenas, pero siempre volvió a nosotros, porque aquí estaba su último destino.
La obra del Mausoleo de la Misión que recordaría el centenario del nacimiento del padre fundador: Monseñor Fagnano, estaba en marcha, cuando el 11 de marzo se bendijo el actual cementerio del pueblo. Del otro se exhumarían al tiempo -eso es lo que se pensaba- los restos venerables de los salesianos muertos y se les daría cabida en lo alto, bajo la cruz.
Ese era el tipo de casa que Minici nunca había construido y yo sabía que sería su última morada.
En una hoja de dibujo, de esas que enviaban las Escuelas Latinoamericanas a sus alumnos por correspondencia, Juan Colombo colaboró realizando el diseño del proyecto: dos metros de fundamentos, dos de bóveda, seis de cruz, ocho metros sobre la tierra, doce espacios para nichos que resultaron mínimos porque Faustino los realizó de acuerdo a su exigua estatura… se pensó también en un recinto para altar, que nunca fue habilitado.
Eso fue la pequeña gran empresa, émula de la de Froward que resaba con caracteres latinos a la furia de los vientos: “El dominabitur a Mari, usque ad mare… et usque ad ultimos términu terrarum”. “Y dominará de un mar a otro mar… y hasta los últimos confines de la tierra”, voz del salmo XXX, versículo ocho.
¿Qué frase habrá pensado Minici para su cruz?
¿Cuántas veces él y Gallardo, que hizo tanto por su tumba, habrá subido el cerro siguiendo la línea del vía crucis, con los materiales para concluir la obra?
Los trabajos en el Gólgota terminaron poco antes de la Semana Santa de 1947.
El siete de abril Minici no concurrió a la meditación, llamó la atención porque siempre era el primero.
Bessone -otro coadjutor- fue quien lo encontró en su cuarto, el que estaba ubicado en una pequeña casita a la izquierda de la capilla histórica, allí donde todavía emerge una planta de ruibarbo y los restos de la ensoquetadura. Estaba caído de la cama y sin habla.
El doctor Guillot aconsejó no moverlo de su chiribitil, la fiebre era alta y el invierno se calaba entre los resquicios de la madera.
Cuando los días corrieron –mientras Colombo preparaba la caja mortuaria- se le trasladó a la casa nueva y grande que naciera a su impulso, hasta que el 18 de abril -entregado al señor su Dios- se abriera paso para inaugurar el monumento de la cruz.
Por los faldeos del parque Faustino Minici corrí siendo niño, jugando a las escondidas tras los misterios gozosos y dolorosos, respirando profundamente el aroma de las flores del verano y las hojas secas del otoño, saboreando ya no de tan chico… un asado en su reparo, lamentando la muerte de las garzas con la llegada del invierno en esa danza inmóvil que las arrojo en los senderos sombríos, a cada paso. Y siempre… después de la gruta… esa cruz que miraba con veneración, aun sin saber su historia.

LA CANDELARIA - Segunda parte -










-¿Qué es eso? ¿Un barrilete?
-Algo más… es el sueño del Ícaro.
Y el Ícaro se llamaba Marino, de San Marino y sus alas se vertebraban en varillas de lenga y el sol quedaba muy alto para frenar su vuelo.
Eso sí, el primer artefacto construido para volar en la Tierra del Fuego, se deslizó plácidamente entre las dos canchas de fútbol. Tomó altura. Tensó la cuerda. El hombre desde lo alto sintió la fuerza del viento y al motor de su corazón… ensordecidamente.
Después ocurrió lo que tenía que pasar.
Los aviadores de Aerolíneas cumplían con la formalidad de volar en forma rasante las instalaciones de la Misión. Se facilitaba de esta forma la visión del lugar histórico para los pocos pasajeros que se animaban a llegar a la Isla Grande. Entonces se arrojaba sobre la escuela el diario de Buenos Aires que era muy bien recibido por la comunidad, casi tanto como el cambucho de caramelos destinado a los internos.
El acontecimiento era festejado toda vez que una dotación de voladores llegaba hasta la Escuela Aerotécnica, donde Marino Francioni se desempeñaba como coadjutor, maestro y jefe del Museo “Monseñor Fagnano”.

Y un día -con su particular buen humor- les señaló que si a él le daban medios, bien podría arrojar el diario como lo hacían ellos… con su propio avión.
Esa fue la gestación del X-1.
El nacimiento se produjo meses más tarde y la matriz fue la capilla antigua –hoy monumento histórico nacional- que por aquel entonces era simplemente un depósito de forraje.
Francioni construyó primero un barrilete en forma de avión biplano de un metro y medio de largo por otro tanto de envergadura. Tirándolo desde adelante con un trozo de hilo sisal fue ajustando las condiciones de vuelo.
Las medidas se multiplicaron por siete y ese fue el tamaño de la nave definitiva.
La tarea llevó su tiempo y el maestro aeronauta contaba con el entusiasmo de sus alumnos de primero y segundo grado. Ellos -con los planos desplegados en el suelo del depósito- fueron forrando la estructura sobre el varillaje de lenga prolijamente abulonado. Estas piezas metálicas fueron la contribución de Federico Romero, el vecino de Estancia Violeta que tenía hijos en el establecimiento.
La cabina sería para cuatro pasajeros. Cuatro suicidas, si los hubiera.
También se hicieron los cálculos para colocarle motor, con alambre se movían timones y emperajes… y al fin en el programa de actos del día de San José figuró el anuncio del primer vuelo.

Pero antes el X-1 mereció un hangar –galpón hasta entonces- y la bolsa de rayas rojas y blancas marcando la dirección del viento, como un estandarte a la intrepidez del Ícaro Marino y su propio volar.

Así fue advertida la presencia por los pilos de Aerolíneas que, luego de tirar el diario, con toda curiosidad se dirigieron de inmediato a la Misión -sin siquiera llamar por teléfono previamente- y allí… sin guardar saludo, corrieron a conocer el aeroplano.
Aquel día se hicieron las pruebas de elevación. Tiraron de la soga -entre otros- los padres José Giori y Miguel Bounicelli y por si faltaran recursos espirituales para que todo saliera bien… Monseñor Raspanti.

El barrilete volaba cautivo de sus remolcadores, a seis o siete metros de la tierra.

Después de esta presentación en sociedad, Marino fue invitado a pilotear un DC-3 durante sus evoluciones zonales. Al tiempo recibió como obsequio por la dotación de estación un libro de aeromodelismo que aun se conserva en la biblioteca escolar.

Las fiestas de San José, un regalo para el padre Giori, contaron con la evolución rectilínea de X-1 y con el gesto altivo de Francioni que prendido a las dos palancas del comando -bien abiertas a su costado para evitar golpes fatales en una probable caída- arrojó el diario sobre la concurrencia.
Un diario viejo que anunciaba un nuevo tiempo.
El X-1 tenía motor de un caballo de fuerza, se llamaba Hitler y era un magnífico percherón, hasta que fatalmente, la soga se cortó precipitando al intrépido piloto a tierra. Se dijo luego que fue por obra de San José que resultó milagrosamente ileso.
La santa porfía permitió que el planeador se armara nuevamente y dieran esta vez nuevas proporciones. Era el producto de los estudios aerodinámicos que con el libro obsequio en mano, Francioni fue corrigiendo:… ocho metros de ala,… siete y medio de largo.
Hitler quedó de lado y la tracción, la realizó en su vuelo más exitoso con el auto de Don Estaban Martínez.
Esta vez, carreteó, decoló, voló y aterrizó,… y cuando Pinola le colocara motor podría hacer su vuelo, al fin, para cuatro pasajeros.
Francioni parecía dueño del viento.
Y el viento lo traicionó.
Una tarde mientras trabajaba en el proyecto de su nuevo prototipo, el X-2 -un monoplano de motor con cabina para dos personas- un superior mandó a sacar la nave del hangar y fue colocada como un atractivo más de la labor de la escuela frente a la capilla que ya comenzaba a ser museo.
Se anunciaba la visita de autoridades que podrían ponderar muy bien su existencia.
¡Vanidad de vanidades!
El viento que cambió al norte, descoyuntó su frágil esqueleto y el X-1 -descuartizado violentamente- se azotó sobre el ripio del camino.
Marino lo vio todo desde su aula del piso superior de la escuela.
Las clases se suspendieron sin orden alguna. Los alumnos de primero y segundo que ayudaron con más entusiasmo en la tarea de construirlo, fueron los primeros en llegar al sitio del siniestro.
Y en las lágrimas de algunos ojos se reflejaron los recuerdos del gigantesco barrilete… rozando la cruz de la capilla, raspando el arco de una de las canchas de fútbol,… tirando el diario de Buenos Aires,… y un cambucho de los más ricos caramelos que comieran en su vida.

LA CANDELARIA de Óscar Domingo Gutiérrez

Arde la Tierra del Fuego
candela de antiguas llamas.
refugio osado del indio
que sucumba en la fogata,
Candelaria de los dioses nuevos
que forjó otra raza,
tumba sin hilos de sombra,
Misión que siguió a la caza.









Cumplir años como escritor es una tarea que se ejerce desde el libro. Y en mi caso son estas páginas impresas hace 20 años en la ya desaparecida Artes Gráficas Don Bosco, de Río Grande. Con Diego Domingo Montero en el diseño, y José Pepe Guichamán en la impresión. Con una indagación previa a las Crónicas de la Misión de Nuestra Señora de la Candelaria, de donde fue saliendo la materia para estos relatos.


En estos días de aniversario serán como lo fueron en 1988 propuestas retrospectivas la que nos acompañarán en las próximas jornadas


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Con la pistola de soldador a la que los muchachos llamaban “la lámpara de Aladino”, el padre Aurelio Muñoz del Val puso al rojo la cabeza del único cilindro del motor que activaría el móvil de Radio Misión Salesiana.
Luján Muñiz Walter, ni bien vio rojo el émbolo, inició el bombeo y con ello en pocos instantes se pudo salir al aire, a once kilómetros de los estudios centrales.
El día anterior se ensayó con el equipo de radioaficionado del flaco y no había salid mal la experiencia. Pero ahora Jesús María Canales -l jefe de teléfonos- se ofreció para que mediante la extensión de un cable hasta la central, la señal viajara hasta La Candelaria, donde la radio del pueblo había comenzado sus transmisiones cuatro años antes.
La Central estaba allí cerca de la cancha, en la zona del puerto.
En esa oportunidad se había incorporado al equipo de la broadcasting un joven técnico de correos: Juan Manuel Lucio, el que tendría la responsabilidad de acompañar con su comentario la fatigosa tarea del relator de fútbol, que era además comentarista de automovislismo y de cuanta actividad se presentara en el festivo Río Grande de 1966.
El pueblo festejaba el día de Don Bosco -su santo patrono- y el padre Forgacz, párroco y presidente de la Asociación de Fútbol Amateurs organizó un certamen, que por vez primera reunió en una confrontación a las cuatro localidades fueguinas: Ushuaia, Porvenir, Cerro Sombrero y nosotros… así, sin fronteras.
El padre José tenía en su haber no sólo ser el promotor de las mejores jornadas del balompié local, sino que otros ámbitos había facilitado la integración mediante el deporte: en 1944 estando en San Julián, organizó el Territorial de Santa Cruz, tupiéndole el triunfo a los locales; en 1960 programó el Campeonato de Ushuaia, del que participaron además de los capitalinos Río Grande y Porvenir, con victoria ushuaiense; en 1964 el Triangular de Río Grande en homenaje al párroco porvenireño Mario Zavataro, donde ganó escuadra… Y ahora este cuadrangular que según dijo Leonor María Piñero –periodista “deportiva en su periódico El Austral: “hablan mucho a favor de la personalidad de este sacerdote que jamás permaneció inactivo en los medios en que le tocó actuar”.
Y junto al espectáculo deportivo el milagro de las comunicaciones con la presencia de Radio Misión en el campo de juego del Club San Martín -seguida en el relato de ese rosario que trabajaba en Tennesse- atando a todos lo hogares y a los vehículos que cerraban el recuadro del estadio a la frecuencia de 1450 kh, en el extremo del dial.
Fue en 1962 en el día de la aparición de la Santísima Virgen de Lourdes -es decir el 11 de febrero- cuando salió al éter con carácter experimental pero con un éxito sorprendente Radio Misión Salesiana. Las crónicas escritas por el padre superior reflejan la emoción de ese momento: “desde el pueblo, desde el Batallón y desde Ushuaia dieron informes sorprendentes tanto de la intensidad como de la calidad: ¡Gloria a Dios, autor de todo bien!, ¡Gloria a su Purísima Madre!, que quiso reservarse este día para darnos este consuelo y esta santa alegría; ¡Gloria a nuestro santo padre Don Bosco!, que puso en sus hijos estas inquietudes de ansias de apostolado…”

El trabajo de montaje estuvo precedido por no pocas dificultades. El 9 de febrero se necesitaron tres caños más para la antena de la Broadcasting, esa misma noche se había estrenado con éxito el nuevo transmisor de aficionados de 500w. Todas estas tareas fueron encomendadas casi exclusivamente a los estudiantes de teología Mereu y Calzado, que sacrificando sus merecidas vacaciones – y aún muchas horas de expansión durante el año escolar- construyeron e instalaron la estación de un kilowatz.
Mil penurias quedaron en el camino: falta de energía eléctrica, reparación y construcción total del transformador de poder y modulación, como las dignas de recuerdo. Y tras ellos la mirada severa de los que mientras el gran acontecimiento ocurría, debían rodear en el segundo Cabo, clasificar los corderos y preparar la guía de campaña.
La presencia del conjunto folklórico “Los Chilicotes”, unos días antes, había impulsado a los subdiáconos a estrenar la radio con ellos, pero no dieron los recursos técnicos… con lo que la emisión inaugural fue más que humilde.
De allí en más Radio Misión fue la presencia amena y sincera de 13 a 15 horas -todos los días- completando los entretenimientos que provenían de las emisoras de Gallegos y Punta Arenas.
Pero volvamos a 1966… porque ese verano -en tiempos en que pocos sabían de veraneos en el norte- la pasión del fútbol había alcanzado su punto más alto, con la clasificación de Río Grande ante la selección de Sombrero en un tres a cero y la final con Ushuaia que marcaba rivalidades presentes en tantos pero tantos aspectos.
Es así como en ese domingo 30 de enero, el Fiat Topolino verde -que ajustadamente guardaba en su camada el equipamiento de exteriores- llevó a la cancha en su cabina las dispares anatomías de Muñiz y Muñoz, dispuestos a transmitir el clásico fueguino.
La escuadra riograndense formó en esa oportunidad con Jesús Medina en el arco, y las figuras de Washington Salinas, el Cabezón Bernabé Hernández, Sombra Almonacid, Cacho e´Toro Barrientos, el Negro Albornoz, Chaipa Barrientos, el Negro Escobar; Pirulo García y el Sordo Juan Andrés, como suplentes.
El árbitro del encuentro fue el Sr. Guillermo Pompatín Villagrán –referee de la Asociación de Árbitros de Chile- que vino acompañando a la delegación de Cerro Sombrero, siendo jueces de línea el Gringo Clausen y Barría.
Un público alborotado y alborozado constituía la barra brava a la que dio ánimos el relato de Juan José Degratti:
“Faltan dos minutos para la finalización del partido… el encuentro sigue cero a cero. Ushuaia y Río Grande no han conseguido quebrar la paridad.
El balón se encuentra en poder de la gente de Río Grande… Albornoz para Escobar -¡negro para el negro!- Escobar eludiendo a un contrario ingresa en el área chica del equipo de Ushuaia… ¡viene el disparo!... de zurda… y contiene la pelota Paz,… se cuelga de ella, al vuelo, el arquero visitante.
¡Paz pierde la pelota!... ¡peligra el arco visitante!... se acerca al balón Luchín… cae el arquero… confusión en el área… Luchín… la pelota… ¡Goooooooooooool!
¡Gol de Río Grande!... ¡Río Grande uno… Ushuaia cero!
Los acontecimientos se aceleraron. La hinchada sacudía latas con piedras -de las tantas que constituían el pedrero del San Martín- agregando bulla a sus festejos.
Es que un dedo travieso había atacado desde atrás al Zurdo Paz, cuadno había alzado vuelo el balón… y la sorpresa llevó a que lo soltara.
Fue por eso que sin saber nadie el por qué, el arquero ofendido lo corrió al “Chaipa” hasta que éste encontró refugio bajo las sotanas del Padre Muñoz, que esgrimió en su defensa… “la lámpara de Aladino”.

ESPERANDO LA LLAMADA (Noticias de la calle Serrano)


La tía Rosario llegó a los 96 años en un mundo plano y cuadrado.

Por encima de ella se levanta como un sol un televisor que le proyecta imágenes de un mundo multicolor al que ella nunca perteneció.

Desde junio, cuando se registraron algunas descompensaciones, ha ido declinando la mirada, pero sus ojos se abrieron para encontrarse con los míos en una tarde noche magallánica, que comenzaba a despedir el 2008.

Le llovían voces a su silencio y al fin pudo decir que yo era Mingo, y no solo eso: ¡Que era el regalón! El menor de todos los sobrinos.

La tía amenazaba con convertirse de un momento a otro en la figura de mi madre que pasó por un trance parecido hace veinte años, cuando partió; pero le faltaban sus ojos grises.

Se me habló entonces de la fortaleza de su corazón, que la puede hacer vivir vaya a saber cuanto tiempo.

Desde hace unos años su mayor problema parecía ser la pérdida del gusto. Con el desgaste propio de los años sus papilas gustativas dejaron de funcionar, y para ella comer cualquier cosa no le representaba nada… nada más que alimento. No era poco el problema teniendo en cuenta que con los años se restringe en todos nosotros la posibilidad de encontrar felicidades muy complejas.

Ella ha tenido una forma de sentirse trascendente: en una agenda caída en desuso ha venido anotando las fechas vitales de la familia: nacimientos, casamientos, defunciones… de tanta gente a la que sólo conoce por la relación que tuvieron con los que ya se les fueron.

No se si desde su mundo cuadrado, su cama con el colchón antiescaras, ella ha podido continuar con esta minuciosa tarea. Cuando se le caso el primero entre sus cuatro nietos, el primero en casarse: Ivo, o cuando le fueron llegando de lejos más malas que buenas noticias.

La tía Rosario, tal vez pronto, sea llamada desde lo alto para volver a un mundo circular del cual se encuentra apartada; y entonces se la llamara –por orden del bautismo- por su verdadero nombre, y no el de Ana/Anita con el que la conocemos durante toda la vida.



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La tía Anita tenía su Volé, y Valerio –aquí en Río Grande era Valentín- tenía su taxi.
Largos años en la parada de la Avenida Independencia, muy cerca del puerto de Punta Arenas.

El tío endulzaba con miel el te de cada mañana. El suyo que tomaba solo en la cocina, el de la esposa que lo recibía en la cama.

La tía bendecía esos momentos.

Valerio terminaba de estrujar su limón, y luego lo abría en cuatro dejándolo sobre la plancha de la estufa siempre encendida, para que aromatizara el ambiente en ese nuevo despertar.

Luego se despedía de Ana con un beso, y el aroma de la fruta lo mantenía presente.

Pero al poco tiempo el fruto se quemaba, y comenzaba a despedir un olor más que desagradable.

Anita debía entonces levantarse atropelladamente para impedir la carbonización del cítrico, y al mismo tiempo abril uno puerta o ventana para que la ventilación natural ayude a poner las cosas en su lugar.

Luego –sonriendo-movía la cabeza de un lado para otro, y así pasaron sus días escondiendo toda queja.

Un día le pregunté al tío si no había evaluado las consecuencias de su costumbre, y el mirándome fijamente con sus enormes ojos claros, en su tonada chilena que encubría todo pasado croata me señalo: -¡Si no hiciera eso esta veterana estaría todavía en su catre cuando yo vuelvo al medio día!

Ahora me parece que la tía debe estar sumida en un mundo de fragancias contrapuestas, donde lo dulce y lo amargo juegan el eterno juego de la vida y de la muerte.