Juan Gómez, un fotógrafo trascendente.
Ayer conversando con Ernesto Ipas digimos nuestra charla a mi hijo Marcial que se está iniciando en las artes de la fotografía. Y decíamos que en otro tiempo no era tan fundamental el hcer cursos en la materia porque el aprendizaje era empirico.
En eso Ernesto recordó un maestro que tuvo, ciego él, que no ostante ello enseñaba a revelar a la perrfección.
Y otro que explicaba lo que era la fotografía mediante anécdotas-
Ambos recordamos Don Juan Gómez que en un par de oportunidades visitó nuestra isla, y que conocimos con su trabajo cencano al entonces Centro Histórico Documental.
De allí esta foto donde se lo puede ver en el entonces Salón de Usos Múltiples del Hotel los Yaganes proyectando slides con imágenes antiguas de nuestra Tierra del Fuego.
He hicimos memoria sobre este libro donde él da detalles sobre los origenes de la fotografía en el siglo XIX aquí en el sur.
Ernesto dijo tener una filmación que el obtuviera en Magallanes, donde se ve a nativos pescando el estrecho: el hombre en la canoa, la mujer en las frías aguas.
Y yo le conté que el me envió las Memorias del Padre José María Beauvoir.
Aquellos que se ocupan de la historia local tendrían que retomar los vínculos con Juan Gómez.
Un cuento para este fin de año: A la Lauri me la enganché por el puré de zapallo. Escribe Eduardo César Petrizzi
Durante unos años Eduardo vivió en Río Grande, en la gamela de gobierno, en las fronteras de mi barrio: La Vega. Después sentó sus reales en Ushuaia y conocí de su andar literario gracias a Horacio Pico. En vísperas de Navidad pasó por casa y hablamos de la vida y zonas aledañas. Los relatos de Petrizzi levantan el ánimo y yo estaba necesitando de ese impulso. Al fin se dió que para este año en fuga pueda presentarlo en su letra. ¿Y díganme si no tiene merecido un lugar en el mundo de los escribas de este sur?
Yo a
la Lauri hacía rato que le tenía ganas, pero ella era distinta a las demás
pibas del barrio, ella pintaba para otra cosa, era como una actriz, siempre
peinada de peluquería, oliendo a perfume Siete
Brujas y esa pollerita insinuante y la remerita ajustada, donde los ratones
de mi adolescencia, al verla, bailaban lentos toda la noche…
El
tiempo pasó y nos encontró con el tele a color en aquel Mundial ´78, y ese día,
¿quién no iba a festejar? Y la Lauri, también seguro que iría. Yo esa semana
estaba a las expectativas de los movimientos de la actriz del barrio.
Un día
me enteré que la Lauri estaba interesada en bajar unos kilitos, porque era,
como decirlo, voluptuosa, curvilínea, pero con curvas peligrosas, al menos a mi
vista. La Nancy, su amiga íntima, me pasó el dato, que le habían recomendado
para su dieta puré de zapallo, y yo
empecé a preparar la estrategia.
La
Lauri siempre compraba en la verdulería de Don Pocho, porque él mismo iba al
Mercado Central para conseguir verdura fresca.
Un
viernes a la mañana me aparecí en lo de Don Pocho, y caminando entre los cajones de verdura me fui eligiendo un
zapallo lindo y carnoso. Luego, cuando pasé por la casa de la Lauri, le dejé
colgado en la puerta de calle el zapallo con un cartelito “Para que tu cuerpo
de paloma vuele a mis brazos, me gustás. Rulo”. Rajé y me fui a esconder detrás
del árbol de la esquina y espié desde ahí. Al rato salió la Lauri, sacó la
bolsa y se metió para adentro. A mí el corazón se me salía de la camisa.
Entonces me dije: “el puntapié inicial está lanzado, solo hay que esperar el
festejo del mundial.”
Eran las seis de la tarde y Argentina
le había ganado a Holanda, y ahí salimos. Yo le hice guardia a la Lauri y casi
me pierdo el gol de Kempes, pero cuando las cornetas y los bombos anunciaban la
caminata al obelisco, ahí salió de su casa la Lauri, acompañada de la Nancy. Yo
iba dos cuadras atrás, ellas encararon por San Juan, yo salí por Boedo y caminé
hasta Cochabamba, doblé por Maza y las encontré. Con una mirada nos prendimos
fuego con la Lauri; ella llevaba una vincha
celeste y la camiseta de argentina, y se notaba que el zapallo no le
había hecho mucho efecto porque las rayas de la camiseta parecían que reventaban y estaban más anchas que
largas… yo estaba ciego y entonces corrí para alcanzarlas, pero me trabó una
columna de los Mimosos de la Paternal,
que era una murga que desfilaban en los
carnavales de Boedo y parece que se habían puesto de acuerdo en hacer un
vallado y no dejarme acercar a la dama de la dieta del zapallo. Corrí y las
tuve a cincuenta metros, yo iba mirando esas rallas de la camiseta que
descendían por la espalda y salían para curvarse de nuevo, ese espectáculo le
daba más color a todo lo que estaba
viviendo ese día. De pronto las volví a perder de vista, parece que la Lauri
también me buscaba porque en un momento sin darme cuenta yo las pasé caminando
porque ellas se habían parado cerca del cordón para ver pasar a la gente, pero
yo sabía que la Lauri me estaba haciendo la pasadita en ese momento. Fui aminorando
el paso y la volví a tener a pocos metros, pero ellas estaban de un lado de la
calle y yo de otro, y en el medio, toda la gente que como un río correntoso
arrastraba todo lo que se le ponía a su paso y no iba a perder mi presa, les
hice seña que nos encontrábamos en la esquina que me esperan ahí.
La Lauri le dijo algo a la Nancy y
cuando yo llegué a la esquina ella
estaba sola. ¿Vos sabés lo que fue tenerla cerca de mi. Nos miramos, la mirada
nos abrazó a los dos y mis brazos quisieron ver de cerca las rayas de la
camiseta de la selección. Ella se dejó, me clavó la mirada de nuevo,
temblábamos, el beso fue de un minuto que duró un siglo, porque no lo voy a olvidar
jamás, me hundí en sus labios y nos mandamos mensajes mediante el dúo de lenguas
con aromas a Pepsoden y Kolinosm
juntos. Yo me pellizcaba el brazo porque no lo creía, y te digo más, el viernes
en el café de Boedo no me lo van a creer, ni el Pela, ni el Chachi, ni Jeringa
me lo va a creer, lo que fue ese beso, porque no se los voy a poder expresar,
no se los voy a poder describir, porque
eso no fue un beso, eso fue caerse en un colchón de nubes, eso fue una pizza
con faina y moscato, eso fue el gol del Chango Cárdenas al Celtic, ese beso fue
el Polaco cantando Afiches, eso fue
Loche en el Luna Park, ese beso fue dos canelones con salsa blanca gratinados,
eso fue Armstrong pisando la luna, eso fue el descubrimiento de la penicilina
por Fleming, ese beso tenía el asombro de la teoría de relatividad restringida
de Albertito Einstein.
Qué se yo, me quedo corto con todo lo
que te dije, pero cuando salí de ese beso, la volví a mirar a la Lauri y le
dije: “después de los festejos, cuando volvamos del obelisco, te voy hacer un purecito de zapallo, ¿te parece?”. Y
ella afirmó: “Soy tuya, Rulo, y quiero comer de tu mano”. Yo estaba en el cielo
mientras el que no saltaba era holandés.
Nos fuimos de la mano derecho a la verdulería,
había zapallo en lo de Don Pocho.
En la foto me verán -con mi indumentaria característica en este año de enfermedades: el piyama. Junto al Horacio, de mayor altura, y Eduardo de rostro límpido.
Los primeros de la familia
He terminado de leer un escrito de LUCILA APOLINAIRE donde recuerda el centenario de la construcción del Galpón de Esquila de la Estancia José Menéndez, y el centenario de la Estancia Despedida que formó parte del establecimiento anteriormente mencionado.
Y también una reflexión suya que dice:
Creo que casi todos los que habitamos hace muchos años Tierra del Fuego tenemos alguna conexión o relación con el desarrollo de la ganadería en la isla. En cada familia, hay un abuelo, padre, tío u otro pariente que vino al sur a trabajar al campo, muchos de Chile, algunos de Europa, otros de las provincias del norte del país, (recordando que para los fueguinos, “norte” es cualquier zona del continente una vez
cruzado el Estrecho de Magallanes). Son muchas las personas que aún hoy guardan relación con el trabajo de la tierra. Ovejeros y puesteros, peones, administradores, capataces y encargados, cadetes, mecánicos, carpinteros y pintores, herreros, tractoristas, jardineros y quinteros, , cocineros, mozos y mucamas, esquiladores, alambradores, en fin…muchos trabajadores y sus familias dedicaron su vida al trabajo rural.
Esto me llevó a hacer memoria sobre lo particular, relacionado con mi familia. Con la complejidad que tienen los rumbos de la sangre.
Por eso quiero mencionar los que primeros llegaron los la lìnea paterna.
Y en este caso cae la primacìa en la persona de Vicente Quesada Gutiérrez, un primo de mi padre, que fue empleado de estancia Ruby, en el recuerdo de mis mayores del àrea contable del establecimiento de la familia Braun. Él era hijo de Nieves Gutierres Fuentes, hermana de mi abuelo Onofre, y de Vicente Quezada. Chilenos ellos, de la provincia de Cautín, zona de la frontera. Este primero en llegar estaba casado con Juana Berta Fuentes Campos, al decir de mi padre: una prima. Pero no estoy, hoy por hoy, de señalar el lazo exacto de la relaciòn. Cierto es que aparece la reiteraciòn del apellido Fuentes y en cuanto al nombre: Juana, lo tuvo tambièn una hermana de papá. Por lo que dicen los papeles era hija de Zenón y Juan Cruz Campos.
Viviendo en nuestro lugar el 15 de septiembre fueron padres de una niña, a la que llamaron Marta Eugenia de 1924. Pero la niña no vivió mucho. Para el 13 de febrero del año siguiente se producía su deceso en la misma estancia, a consecuencia "de debilidad congénita". Entre los testigos del deceso aprece Eduardo Van Aken, que ya lo había sido del nacimiento, y también Marcial Gutiérrez, mi tío, hermano de mi padre que ya había venido tras el primo a trabajar en ese establecimiento donde la haría hasta su muerte en 1961.
Mi tío no tuvo descendencia. Vivió solo como tantos hombres de campo. La soledad que gobierna nuestras vidas en el sur ya ha sido trabajada literariamente por Domingo Melfi, por Manuel Andrade leiva y porque no en mi novela Hasta el próximo recuerdo.
Tras la huella del hermano llegó un día mi padre: Oscar Gutierrez Carrillo, y por la misma impronta el primo de este Hipólito Casiano Canales Lara. El primero se empleó por el 30 en Carmen Vieja, realizò innumerables tareas -entre ellas la de alambrador- para terminar su vìnculo con lo rural como encargado de estancia Laura. El tìo Polo, entanto, fue carpintero en zona rural, y por los dìas del criadero de zorros, verdugo, perpetuando una relaciòn con con la familia Van Aken que ya aparece en la documentaciòn relacionada con los primos Quezada.
Canales tuvo un hijo, habido en Punta Arenas, con Juana Lara: Juan Canales Lara. Quién nunca vino a la isla por distancias con el padre. El fue tornero de oficio y poeta de vocación.
Mi padre me tuvo a mí, hijo único con Margarita Martinovich que vino por primera vez el 26 acompañando a su hermana Francisca luego de haber alumbrado esta a su primer hijo an Punta Arenas: Héctor Rene. Venía a hacer trabajo de tía.
Pero dejemos el rastro por aquí. La chispa encendió su fuego.
Mientras tanto digamos que en algún lugar del cementerio de La Candelaria se han venido diluyendo los restos de aquella que fue la primera de la familia en nacer aquí: María Eugenia Quesada Fuentes.
Nota: El mapa muestra el establecimiento al que fue a trabajar mi padre.
Falleció Antonio Jesús Menéndez Rendic
Su deceso se dio este 13 de diciembre, un Día del Petróleo que tal vez recuerde su largo desempeño en esa actividad.
Yo lo conocí con este rostro que aqui mostramos, cuando vivia en la cuadra del 200 de la calle Alberdi.
Para entonces se había dado su matrimonio con una joven rubia: Graciela Aldé Barsoti; y de esa unión vendrían tres hijos a los que me tocó con los años tenerlos de alumnos: Graciela, la que emigró pero cnserva su corazón en nuestro sur, Daniel pilar del periodismo deportivo en El Sureño y promotor de la aCtividad atlética, y Fernando no hace mucho fallecido quien qudó en mostrarme alguna vez las fotos de la familia.
La familia era remontarse a los Menéndez pobres, en vínculo con Don Jesús Menéndez sobrino de José, el asturiano.
Graciela me ha llamado durante años para saludarme en los días de mi cumpleaños, en su cabeza, sin recursos de internet están las fechas importantes para la vida de casi todos los antiguos riograndenses.
Jesus desde hace años vivió pleando, con ayuda médica, para prolongar su existencia.
En tanto quedó a medio hacer esa casa/edificio que quiso levantar en Belgrano al 400.
Hoy nos dijo adiós, y desde su silencio, mientras su sangre bulle en el espíritu de sus descendientes.
Yo lo conocí con este rostro que aqui mostramos, cuando vivia en la cuadra del 200 de la calle Alberdi.
Para entonces se había dado su matrimonio con una joven rubia: Graciela Aldé Barsoti; y de esa unión vendrían tres hijos a los que me tocó con los años tenerlos de alumnos: Graciela, la que emigró pero cnserva su corazón en nuestro sur, Daniel pilar del periodismo deportivo en El Sureño y promotor de la aCtividad atlética, y Fernando no hace mucho fallecido quien qudó en mostrarme alguna vez las fotos de la familia.
La familia era remontarse a los Menéndez pobres, en vínculo con Don Jesús Menéndez sobrino de José, el asturiano.
Graciela me ha llamado durante años para saludarme en los días de mi cumpleaños, en su cabeza, sin recursos de internet están las fechas importantes para la vida de casi todos los antiguos riograndenses.
Jesus desde hace años vivió pleando, con ayuda médica, para prolongar su existencia.
En tanto quedó a medio hacer esa casa/edificio que quiso levantar en Belgrano al 400.
Hoy nos dijo adiós, y desde su silencio, mientras su sangre bulle en el espíritu de sus descendientes.
Los amores de María, los amores de Manuel.
María le confió a su enfermera, en la etapa final de su
vida, que ella nunca supo lo que es el amor. A ella le llamó la atención porque
sabía de los largos años de su relación con Manuel del que por otra parte decía
que nunca había recibido un mal trato.
Manuel no habló nunca de otra mujer como no fuera María.
Y eso menos cuando volvió a la isla vestido de argentino,
impresionando en el almacén de la familia de María, a donde concurría a cada
hora para comprar algo, que cigarrillos, que confites, que un par de guantes..
Era curioso ver al gaucho vestido con guantes tejidos al crochet por la joven
hija de los dueños de aquel comercio de menestras.
María tenía un festejante, eso nunca lo confesó.
Un día que este salió en navegación, tareas de pesca, se
consumó el idilio entre la niña y el visitante.
Se juntaron las dos familias, se realizó la boda y los
brindis, pasando por alto las obligaciones eclesiásticas que disponían anuncios
de varias semanas previas a la consumación del matrimonio.
El festejante quedó sorprendido al regreso. Según lo que
dijo luego de una borrachera expiatoria, la María le había manifestado que lo
quería, y el había dicho y hecho lo propio.
Juró que iría a la Patagonia a buscarla, y cuando le dijeron
que no estaba en ese lugar sino mucho más allá: en la Tierra del Fuego, daría
la vuelta al mundo si fuera preciso. Y prorrumpió una amenaza en al almacén de
los que iban a ser sus suegros.
Pero una noche recibió un ataque, se supone que por los
familiares de María, y se rumoreó que lo dejaron en estado de no servir más
para una mujer.
Pasaron los años y María y Manuel vieron crecer en los hijos
un hogar feliz. El mayor había venido en el vientre de la mujer, el segundo
tardó un poco en llegar al mundo, pero llegó..
Con los años se hicieron de una posición económica, ella en
tareas de costura, él como carpintero y constructor.
Anciano ya Manuel fue perdiendo la vista, y permanecía
largas horas en torno la mesa en que María cosía, escuchando lo que decía el
televisor, mientras la esposa le contaba sobre lo que se veía en la pantalla.
Pero llegó el progreso, y así se supo que había cirugías que
devolvían la vista a la persona más impedida para ver.
También hubo cambios en la vida de nuestra gente y en la
pantalla chica llegó el destape.
Manuel, el operado, se pasaba las horas soldado a los
programas de espectáculos.
María, la que nunca conoció el amor, solía decir sobre su
esposo –que cada vez estaba más sordo- ¡Se la pasa el día mirando culos!
ALEJANDRO PINTO, palabras de caminante.
Pasó por casa para entregarme sus producciones literarias, esas que nacen de sus manos de manera artesanal bajo el seyo editorial de Klóketen Tintea. Estaba por salir al día siguiente rumbo a Ushuaia, se alojaría en Bosque Yatana por la hospitalida de Mónica Alvarado y partiría al día siguiente para recorrer el Paso Beban.
Mientras esperaba conseguir pastillas para potabilizar el agua porque, contrariamente a lo que se cree es un riesgo consumir agua en esos espacios cordilleranos.
Me contó de una caminante que tomó agua cristalina de un arroyo pero que al subir apreció que en curso de agua había un animal muerto desde hacía varios días, los efectos nocivos de la ingesta no tardaron en hacerse notar.
Alejandro vivió con anterioridad una experiencia iniciática por los senderos fueguinos de la mano de una francesa ducha en estos menesteres.
Pero ahora dispone de cinco días para los cuales se ha venido preparando durante mucho tiempo.
El paso Beban fue uno de los primeros en facilitar el transporte de personas, cabalgaduras y ganados entre el norte y el sur fueguino, y lleva su nombre por el apellido de un pionero croata -el Fortunato- ducho en andares marìtimo por sus memorables goletas.
Alejandro muestra su sencibilidad en el trato memorioso de lo cotidiano. La casa que vendiera su padre al irese al norte, el estado en que se encuentra lo mismo -donde se estan borrando los rasgos de la infancia- la desapariciòn del cementerio de mascotas que existìa en un rincòn del patio.
Una de mis perras se subiò al sillòn desde donde me hablaba y miraba curiosamente los gestos que acompañaban su decir.
¡Pronto estará de vuelta entre nosotros! Tal vez vuelque en discrusos similares su relaciòn de todo lo vivido, o tal vez apure escritos -como los de La isla me llama- que està al alcance de la mano para que comience a leerlos.
Pero el estará en lo suyo recorriendo las calles en su condicón de cartero, y no registrarà en imagenes su andar -que por otra parte requerirìa de una tecnologìa que no dispone- pero si guardarà en la memoria poética de sus narraciones, su condiciòn de caminante... encandilado por las bellezas de este sur.
FREDY GALLARDO, por los valles urgentes de la vida
Creo que hay que ser paciente una vez más, ya sé que todo
tiene un límite, pero ya llegará ese momento en que los temores y las dudas que
tenemos, se despejen de una buena vez; como este retazo de cielo límpido que
ahora estoy mirando. Para que así podamos caminar por las anchas avenidas con
dignidad.
Oye me parece que me fui del tema, pero yo creo que sentí la
necesidad de decirlo, será porque paso demasiado tiempo que no le escribía a
alguien. Creo que tu sabrás disculparme. Lo importante es que vos estás bien.
Bueno querida amiga, creo que esta tinta no da para más, y
hasta la próxima carta.
Un beso. Fredy.
Los asalariados
recorren las calles con el dedo en el gatillo,
apuntando al corazón.
Marchan hacia los límites del infierno.
No se rinden ante la realidad macabra
de la pobreza.
Del trauma abierto por el filo del pasado.
Pero, ocultarse en el sótano tendrá su recompensa
Izar el estandarte de la impaciencia
a la hora justa, no es nada más que la señal
del dios del tiempo.
Dejar atrás los muertos
sin mirarlos a los ojos será un peso
en la conciencia.
La injusticia remontando los ríos
de los cielos.
En las imágenes: Fredy Gallardo en el reciente homenaje a Julio Leite, Biblioteca Schmidt (h) -foto de María desde aquí, fragmento de una carta, portada del libro que escribiera durante su residencia laboral en la cabecera del lago, escribiente a máquina en los días primeros de la Fundación Poética de Río Grande, junto a Patricia Cajal y a mí - Colón 1091, foto de Raúl Ortigoza.
RASTROS EN EL RIO. 2 de agosto de 1992. “Y está el miedo, que es lo que da más identidad a los pueblos que el coraje”.
El río fluye de una edad a otra y las
historias de su gente transcurren en la orilla. Transcurren para ser olvidadas
y para que el río siga fluyendo.
Milan Kundera.
Siempre le tuve más miedo al cuco que al
diablo. Y en mis primeras confesiones encontré dudas al tener que contestar si
se había tocado, me había dejado tocar o por mi parte toqué. Yo atribuía mis
faltas al gran placer que tenía simplemente en jugar a la mancha venenosa.
La muerte estaba cerca, aunque nunca
alcanzaron a ser los velorios esa fiesta que tanto hadado motivos al folklore y
al humorismo, pero los muertos se velaban en casa, y como las casas eran
pequeñas se pedía prestada la de un compadre, la pensión o el club. Los muertos
llegaban descubiertos a la iglesia donde se echaban responsos en esa lengua
solemne que repetíamos sin conocerla, y envueltos en el vaho del incienso
ascendías con el cántico del Tantum Ergo, o “La paz de lo santos concede a las
almas que en penas y llanto imploran perdón...”
La advertencia de la muerte pretendía limitar
nuestras incursiones invernales que nos llevaban muy lejos, o nuestros paseos
estivales a lo largo de la costa con el riesgo de la marea.
El miedo estaba allí, en los misterios de la
mente de los niños, en el acicate de orden que imponían los mayores, que
supongo que –también a su modo-tendrían miedo.
Por eso hoy voy a escribirles rastreando en mi
memoria sobre mi miedo de niño, ese que también compartían otros de mi edad y
que resultaba terrible cuando salía de la boca de una madre que ante nuestras
travesuras decía:
-¡Me voy a morir!
-¡Ya van a ver cuando yo les falte..!
Nuestras madres especulaban con su ausencia o
nos atemorizaban con relatos en los cuales el niño desobediente era secuestrado
por los gitanos, aunque secuestrado no era la palabra; esa se asignaba para
casos que habían conmovido a nuestros padres en su juventud, como “El caso
Lindberg” o “Martita Schulz”, aquí lisa
y llanamente se nos decía que nos podían robar.
Pero los gitanos no aparecían nunca en este
pueblo bien provisto de hojalateros, y falto aun de un parque automotor
atrayente. Así que se generalizaba el llamado “Viejo de la bolsa”, que solía
ser algún inocente borrachín, o como decía mi amigo Raúl –aunque él es de otros
suelos- un “changarín” que resumía las depravaciones innombrables.
De conversar con el Petiso Andrade, con un té
frío de por medio, nos acordamos de un poema de Laura Vera, en que manifiesta
sus temores infantiles ante Manguay: “Doce del mediodía/ hora de sopa densa,/
-¡Toma toda la sopa/ que allá viene Manguay/ Y Manguay siempre pasa: /
enfundado en las manchas/ de un perramus eterno,/ botines embarrados/ y algún
bulto en el hombro,/( barba de algunos días/ y cabellos muy cano./ Su gran
porte encorvado/ su perdida mirada/ -a veces muy celeste/ y otras casi
aguachenta/ pronto me fascinaron./ Mi viejo de la bolsa:/nunca te tuve miedo,/
ya casi adolescente/ te vi hosco y gruñón./ Un día las comadres proclamaron a
coro:/ -que Manguay era rico,/ que guardaba un millón.../ mirá como vivía/ que
italiano... que inglés.../ Creo que nadie supo tu humanidad escondida/ solo se
que cumpliste muy bien con el papel.
Manguay era solo el marginal que podía asustar
a algunos niños, pero que para los grandes era otra cosa; así lo describió el
Petiso en su libro:
“Recuerdo a Manguay , que después terminó por
vivir en Ushuaia, este hombre tenía una obsesión, no agarraba nunca con la mano
la manija de una puerta, se ponía un guante izquierdo, y cuando lo perdía
escondía la mano en la manga y con ella hacía la agarradera. Una vez pasó por
una casa y viendo un corderito apropiado para su apetito, lo enlazó con una
soga y al pasar frente a la Comisaría –el vivía sobre la playa- lo detuvieron
por ser esa una actitud sospechosa. Manguay no reclamó el corderito,
calladamente reconoció el delito, pero eso sí, exigía que le entreguen la soga
porque: -¡La soguita es mía! Nunca trabajó, cosa que veía la vendía, y parece
que no le faltaban clientes, salía para afuera como zepelinero.
El cuco era un ánima para los más pequeños. El
podía estar en la despensa, a la que nos gustaba tanto meternos para incautar alguna deliciosa provisión que
se reservaba para otro momento. El cuco estaba siempre en la oscuridad. Que
problema cuando por ser más grandes debíamos salir a hacer nuestras necesidades
al fondo, y el cuco parecía asomarse en la noche sin estrellas o en las
turbulencias ópticas de la escarcha. Y contra él no había remedio.
Muchos padres se esmeraban en que los hijos no
creyeran en estas cosas que después les intranquilizaba el sueño; pero el
aprendizaje se producía de conversar con otros amiguitos que no entraban en
nuestras razones de la misma forma que nosotros entrábamos en sus temores; y
así también, ya más crecidos, aprendíamos con ellos las malas palabras que no
se escuchaban en casa, o su significado, y el laberinto excitante de lo sexual
en el que escasamente se nos orientaba en el hogar.
En resumen: ¡que gran culpa la del otro en eso
de andar metiendo miedo!
Si el médico era un pan de Dios, el enfermero
o practicante era un inquisidor de primer orden al manejar un instrumento de
tortura: la jeringa. Mi mayor miedo se concentraba entonces en la figura de
Pedro Bay, quien además de enfermero era policía, y por ello –si llorabas te
podía llevar preso-; luego continuaba Paleta Saldivia, al que yo por lo flaco
llamaba “Tablita”, y él se reía mientras me aplicaba la intramuscular, mientras
yo temblaba pensando como se vengaría si no le gustaba su nombre; después
estaba Vicente Barría Clausen, quien me impresionaba con su enorme estatura y
unas manos que creía de carnicero. Pero el simple trámite de vacunarnos nos
tenía intranquilos, cuando no llorosos, para burla de los mayores que se creían
faquires en este trámite. Ni que decir de la amenaza representada por el
irrigador o el empacho.
Nuestras madres devotas nos amenazaban con
situaciones concretas de distanciamiento del hogar:
-Si te portás mal, ¡te mandamos a La Misión!
-Si no estudiás, ¡te irás de comparsa a la
esquila!
La Misión era levantarse temprano, comer lo
que venga, estudiar compulsivamente, el sermón cotidiano, la agresión de los
más grandes sobre los más chicos.
La esquila era ingresar antes de tiempo a la
edad adulta, ser tratado en forma grosera, vivir sucio, comer mal, dormir entre
cueros, y volver con mucha plata... pero no para uno, sino para la casa.
Doña Jovita fue de esas, lo envió a a
Guillermo castigado a La Misión, y después el h ijo no quería seguir estudiando
en el pueblo.
Canito, que era un barrabás, no sintió como un
castigo la libertad de andar como gente grande en el mundo de la esquila.
Los miedos llegados a tiempo comenzaba
disiparse pero mientras duraban era el mecanismo psicológico que empleaban los
padres, con más eficacia que el chicote, ese que se colgaba siempre en un lugar
visible.
¡Qué miedo le tenía al chicote! Estaba allí
colgado en la cocina de la pensión. Lo había trenzado uno de los inquilinos en
sus ratos de ocio; hombre de campo, habilidoso para el cuento, que relataba la
ferocidad de loa herramienta de siete patas que ponía en manos de mi madre.
Bueno para el cuento, también, se fue un día sin pagar. Mi madre andaba
intolerante por ello, y alguna minúscula picardía mía estuvo a punto de
inaugurar sobre mi cuerpo al instrumento construido por el prófugo. Otros pibes
de mi edad eran intimidados con el cinturón. Nos contaban que le habían pegado
con la hebilla, o con la mano abierta: como se le pega a una mujer, o aun
niño...
Pero regresemos al conjunto de los miedos
menos contundentes.
Los sermones de los religiosos abundaban tanto
en castigos a los desobedientes, que ingresar a la iglesia cuando no había
nadie era una proeza similar a la de entrar en un cementerio de noche. La
Virgen podía aparecer y con ello vaya a saber cada castigo...
Lo santos tapados en la Semana Santa escondían
al mismo diablo, que por otra parte sabíamos que andaba suelto no sólo en
Carnaval –donde andaba suelto y alegre- sino también entre el Viernes Santo y
el Domingo de resurrección, donde se ponía fatal con los pecadores.
Otro miedo terrible que se despertaba en
nosotros era el miedo a la condena eterna. Nuestros pecados tan difíciles de
evitar nos conducirían al infierno. Y si lográbamos salvarnos seguramente que
allí irían a parar nuestros seres más queridos. Nuestros padres, nuestros tíos,
nuestros abuelos, no tenían para nada aquella conducta santificadora en que nos
embarcábamos entre la Comunión y la Confirmación; ellos ni iban a Misa, como lo
exigía la Santa Madre Iglesia, ni ayunaban si no se los recordábamos, tenían
una falta de virtud humana y hasta pensábamos con tanta prédica insustanciada
que podían ser masones y blasfemos, y con ellos pasto del fuego del averno. Por
suerte, algunos más prácticos, confesamos y comulgamos durante nueves meses los
primeros viernes de casa mes, y creíamos con ello ya tener asegurada nuestra
salvación.
Las niñas no aparentaban tener miedos
distintos a los nuestros. Nunca oí hablar de la Fiura, del Trauco, que como el
Pombero correntino tiene la mitología chilota para limitar actitudes del deseo
y justificar a los hijos no queridos. Si recuerdo aquello del dolor que
acompaña el parto, como una advertencia para que las jovencitas se midan en lo
que hoy es placer y mañana condena.
No era casual que nos metieran miedo con la
policía, ni con los ladrones, era como que ambos podían afectar el mundo de los
adultos, no así el de los pequeños.
Donde si sabíamos del miedo –julepe
directamente- era en el cine. Ni que contar lo que podía pasar en una película
de Drácula, que casi siempre era de las prohibidas por la tremenda carga
erótica que tenía el mordisco en el cuello. Yo era de los que se atemorizaba
con la bruja de Blancanieves, así que imagínense como elegía mi programa
cinematográfico;: preguntando por la calificación que daba la iglesia y que
divulgaba hasta por teléfono el Colegio María Auxiliadora. Pero el miedo
cinematográfico no estaba ligado a la muerte en duelo en el oeste, o en el
frente de batalla, el miedo esencial era del de los muertos que caminan, los
muertos que se levantan, los muertos vivos.
Un buen día, por el sólo hecho que estábamos
creciendo, advertíamos el miedo más terrible, ese que anidaba en el alma de
muchos de nuestros mayores: el miedo a la soledad. Y de la mano de nuestros
impulsos aparecía el miedo al otro sexo, a ese mundo prohibido pro los
convencionalismos, estimulado por los pícaros, ignorado por la infancia...
PATRICIA, poema de Oscar Barrionuevo.
mi amigo Domingo
tiene una casa
dentro de otra casa-
dónde una tarde
se le ha colgado de los balcones
un ramo de sonrisas
junto al sol propio que duerme
al lado/
mi amigo Domingo
tiene una casa de grandes ventanales
por dónde entra la mañana
a hacerle el alma/
tiene las puertas como el viento
para vender la distancia/
mi amigo Domingo
tiene una casa
dentro de otra casa/ dpmde
la luz sigue creciendo.
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