Llegué a casa ante los hechos consumados. Era una perrita de
nariz rosada que estaba siendo bañada por Patricia y Angélica. Esta última
había llegado con la triste noticia de tratarse de un animal maltratado a los
que su dueños no aceptaban en la casa. Venía sucia y su pelo que debía ser
banco estaba apelmazado por mugre y más mugre.
Así este animalito se integró, no sin algunas dificultades,
a la fauna doméstica.
Inicialmente fue rechazada por Abril, la más grande del grupo, que la atacaba frecuentemente. No mejoraba la suerte de Cira que pronto respondió
a su nombre. Solía esconderse a los rincones y no formaba parte de la jauría
que salía a recibirme con gran alegría y múltiples ladridos, aunque había salido
tan solo por unos instantes a comprar un sifón al almacén.
Cuando le dabas de comer no te devoraba la mano como las
otras, tomaba el alimento con delicadeza, supusimos que eran un animal educado
que venía de una familia de similares características.
Pero las evidencias que nos dio el veterinario, por el chip,
eran otras: venía de un hogar complicado donde había sido excluida.
Cira pedía salir a la calle, cosa que no hacían los otros
congéneres. No había problema que se embarace, estaba operada y tal vez había
tenido alguna vez cría.
Si se escapaba, cosa que hacía con gran habilidad, no iba
muy lejos.., pero una vez la encontraron en las cercanías del kiosko de
Angélica, o en la casa de Franquito, amigo de Marcial –nuestro hijo- donde
debería haber quedado algún rastro de sus paso, pese a que ya hacía un tiempo
que se había ido a estudiar al norte.
Por las mañanas se convirtió en mi despertado biológico. Se
acercaba a mi cama y sacudía enérgicamente las orejas, pasó a ser llamada “la
sacudona”.
Ese despertar era funcional a mi levantarme para ir al
trabajo. Y allí la dejaba salir. Lo hacía con gran alegría y salía corriendo
siempre en la misma dirección.
Un día decidí seguirla y llegué al cabaret de la esquina. La
música sonaba fuerte, la puerta trasera estaba abierta y se filtran las luces
que iban despidiendo a los parroquianos. Un par de muchachas la recibían con
alegría, mientras un hombre le traía en un plato enorme restos de comida. Allí tenía
el nombre de Blanquita, y era la presencia de todos los días. ¡Con razón era de
comer tan poco en casa!
Aceptamos esa doble vida y al volver de hacer mi programa
estaba en la puerta de casa, esperando para entrar. Las demás perras la
aceptaban con recelo.
Y así en el tiempo, la perra cabaretera, por urgencias de la
ley se volvió pubera.
Hace unos días la atropelló un auto. Está con lesiones en
abdomen y algún hueso maltratado en cadera. La tenemos quieta y hay que
movilizarla para que haga sus necesidades afuera, siempre fue así.
Muestra gran serenidad, pero llora en cuanto nos alejamos de
ella, a veces alguna de las otras perritas la acompaña.
Tal vez, entendiendo su doble vida, tendríamos que avisarle
a sus amos de la madrugada.
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