LOS PUENTES DE LA MEMORIA. “De como en el pequeño pueblo, todos teníamos a la vez una geografía muy pequeña a la que enriquecíamos con nuestra cotidianidad”.

 



Doce y medio por venticinco..

Venticinco por venticinco...

Venticinco por cincuenta...

 

El damero del pueblo se partió en solares extensos no bien el interés de los primeros en quedarse pasó por la alternativa de unos pocos trámites que garantizaban la tenencia de la tierra.

 

La tarea fundacional de la casa pasaba luego por armar la tirantería, cepillar las tablas, levantar los tijerales y, cuando la cumbrera resistía el viento, invitar a los amigos al primer asado de la casa propia, ese que corría íntegramente  a cargo del jefe de hogar.

 

Bien podía ser que el procedimiento constructivo era lo que respecta al manejo de la mano de obra en la conocida “Minga”, ese primario sentido cooperativo por el cual, al precio del puchero del domingo, cada uno de los allegados contribuía con lo suyo en forma gratuita, uno con la carpintería, otro cepillando, quién más poniendo aceite de lino a las tablas y finalmente el fino trabajo del empapelado o el hule que hacía a la vivienda más confortable por dentro.

 

Y las mujeres que, mientras vigilaban a los más chicos, aconsejaban a la patrona sobre el sito justo para la quinta, el reducto de las ponedoras y sembraban todas juntas los primeros lupinos del jardín.

 

Estaba quien se compraba los materiales completos para la casa en Punta Arenas. Llegaba así la madera cortada en la justa proporción del plano, y los clavos en exacto número esperando el martillazo. Pero también  estaban aquellos que encaraban la tarea de comenzar con un cuartito donde se concentraba el dormitorio con la cocina, y luego –cuando no se podía hacer algo más- se prolongaba la fisonomía arquitectónica al ritmo de los progresos económicos o los hijos que se traían al mundo.

 

Y al fin de todo esto, cuando ya no había más en que gastar los lucros del jornal o del comercio, se procedía a cercar correctamente el predio que, algún día, no había apuro por ello, llegaría a ser escriturado  en vida o no de sus adelantados ocupantes.

 

Prolijas filas de piquetes, de cuatro pies de longitud, clavados sobre dos cintas y enhorquetados, marcaban los límites de los dominios de cada familia, y como en esos días de un Río grande de antaño no se podía esperar del comercio la provisión de todo lo que se necesitaba , se subdividía el solar en los minifundios del trabajo doméstico de donde venía la lechuga y el ruibarbo, los huevos y las cazuelas, los jamones y los chorizos, y hasta no pocas veces en un pequeño rincón, al margen del depósito, afloraba el cuentapropismo ocasional de quien arreglaba zapatos, fabricaba caños, emparchaba ollas o tapizaba sillas.

 

Y hasta quedaba un lugar para que jugaran los más chicos, los más nichos nomás porque ni bien se crecía era más seguro estar en la calle donde por lo menos no se rompía nada propio.

 

Ya le faltan a mi pueblo los patios de aquel entonces, con su vergel de verano allí en el fondo, donde las más de las veces se agitaba la sombra de un espantapájaros construido divertidamente por las chicas de la casa o sus amigas y el cual tenía, seguramente, el nombre de alguno de los vecinos mas picarescos de la cuadra. Ya se han derrumbado las garitas del “servicio”, a los que se castellanizaba “Guate” y que debía ser mudado alguna vez repleto, según la capacidad de la familia cada tantos años.

 

Olvidaba mencionar la existencia del pozo, ventura de escarbar buscando las surgencias que se convertía en la labor primera cuando la casa quedaba en un lugar distante, por que no siempre, y por un tiempo, se podía requerir los favores del vecindario..., su brocal y su roldana, el balde que se guardaba en al cocina para que no lo lamieran los perros, y la gracia acústica  que nos daba esa piedra que traviesamente arrojábamos en su fondo, para sentir subir el cantarino eco de su chapuzón... rebotando en el entablado que lo protegía de los derrumbes.

 

¿No era así su patio?

 

Cada uno reflejaba el sentido del orden y la economía que tenían sus propietarios, los esmerados y los negligentes, los visionarios del saucedal que reparaba en primavera, los negligentes  que invadían su retaguardia, o incluso su vereda o calzada terrosa –cuando aun no existía el cordón cuneta- con el jabonoso cauce de las aguas servidas.

 

El terreno, más que la casa, era el territorio del hombre, donde se lo podía ver a su servicio con el hacha o la pala, con el combo o la brocha, en cada tarde de sol; arrimándose al cerco sobre el cual nadie pedía derechos de medianera lo que economizaba la inversión de los linderos que llegaban más tarde, siempre y cuando que las picardías infantiles no motivaran la instalación suplementaria de dos hileras de alambre de púa, para que no se depredara la frutilla del vecino, ni se pudiera saltar en cada momento a recuperar una pelota en los nuevos almácigos.

 

Alguien tenía un perro bravo para evitar esas incursiones, el animal permanecía atado junto al cerco más fácil de franquear, atado con una cadena a un largo alambre de ocho para facilitar su tarea de desplazamiento y custodia. El otro alambre característico tomaba vuelo para que en él se colgara la ropa que flameaba cada tarde, bandera blanca del ama de casa que se rendía ante la rutina, bandera izada por la larga vara de lenga y donde cada invierno se congelaban las prendas representando toda una diversión familiar el componer figuras junto al fuego de la cocina.. esperando su deshielo.

 

El tiempo fue destruyendo esa fisonomía granjera que tenían la gran mayoría de los patios de Río grande, con la fiambrera guardando la carne de la semana, y el cambuchito donde se la ahumaba para el invierno, con el recinto que a veces esperaba la carneada del chancho, y el enripiado por donde se transitaba con mayor comodidad.

 

El invierno aquel, cuando se hundió el Lucho y nos quedamos sin combustible, se llegó a quemar hasta los piquetes desbordando jurisdicciones, gallinas y perros. Las familias crecientes llevaron en una segunda generación a subdividir los predios y construir nuevas mejoras. La emergencia inmobiliaria exigió, en tiempos más recientes, la parcelación compulsiva de los lotes que, ocupados por extranjeros, no podían legitimar los títulos que no se podían conseguir. Y no pocos descubrieron que en el largo solar donde transitaban sus días de infancia se podían ir levantando nuevas construcciones junto a la casa vieja, alquilarlas en un afán rentístico que no era el que primaba cuando con la pata en el suelo alguien de su sangre pensó en quedarse a vivir en Tierra del Fuego.

 

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