“De cómo el protagonista de la primer incursión aérea dejó una viva descripción de su primicia”.

 

El pequeño avión parecía retozar al seguir la costa de la bahía de San Sebastián. Día claro, era propicio su deslizar nervioso. Las primeras horas de la tarde, de un sol refulgente, iluminaban el paisaje con intensa vida. Finalizaba el año 1931 –exactamente el día 27 de diciembre- y en esa época, los días larguísimos, casi sin noche, garantizaban amplio margen de luz para llegar a Ushuaia.

 

Al sur, en la lejanía, sobre las cordilleras que marcan el final de los Andes, se insinuaban, en el cielo hasta allí puro, agrupándose nubes que modificaban el panorama.

 

Cerrada la semicircunferencia de la bahía, la costa, con rumbo sur, casi sin desviaciones, daba la ruta que llevaría a Río Grande, primer punto a tocar, pueblo que sería despertado, por vez primera por el zumbido del mensajero que llevaba esperanzas de nueva vida.

 

La topografía de Tierra del Fuego, en esa parte casi sin ondulaciones, tiene semejanza con la campiña de la provincia de Buenos Aires; únicamente el aire fuerte y río, que llenaba ampliamente los pulmones, llevaba la realidad del paralelo 53.

 

Algo dijimos cuando semanas atrás estábamos enfermos y escribíamos uno de nuestros Rastros, algo decíamos de Rufino Luro Cambaceres y su primer viaje a la Tierra del Fuego. Y lo que hemos leído, y lo que seguiremos haciendo, es el fragmento correspondiente a esa etapa de su vida, de la historia sureña y fueguina, contenida en su libro Huellas en el cielo Austral, obra que salió de imprenta en 1956.

 

El vuelo a poca altura permitía apreciar la calidad del ganado que se cría exuberante. Esparcida de tarde en tarde, alguna población, de la cual salía invariablemente, personas que al agitar sus brazos, se asociaban a la alegría que el piloto y su acompañante experimentaban.

 

De improviso, una pequeña población plateada de chapas de cinc, casi sobre la costa, con la humildad de las cosas nobles, hizo sentir al aviador el profundo enternecimiento de su grandeza. En lo alto de una reducida construcción, adquiriendo magnitudes insospechadas en el panorama despoblado de sus contornos, se levantaba una modesta cruz, sin ningún otro atributo que pudiera perturbar la majestad de su elocuencia, como el homenaje mayor que los seres humanos pudieran brindar al Creador en la inmensa virginidad del suelo.

 

Dueño de los elementos que comandaba; abarcando su mirar la imponente manifestación de la naturaleza, cuyo marco de babor se perdía en las aguas azul verdosas del océano; en lontananza las cordilleras emergiendo entre nubarrones que cobijaban la tierra perseguida. Mas allá, solo lo desconocido. Algo que quedaba por conquistar. Nuevas rutas a ser abiertas en el camino del cielo, para que otros hombres se unan a los nuestros.

 

Una emoción de una intimidad recóndita hizo estremecer a este hombre que se sentía, segundos antes, dueño de un mundo. Los recuerdos se agolpaban rebosantes. Era ya sólo el pequeño ser, el niño, que con unción recogía reminiscencias maternales.

 

Quedaba detrás la misión salesiana. Obra de hombres, que llevando por única arma su profundo amor al prójimo, y como misión prodigar el consuelo a los seres humanos condenados a la vida hostil de estas latitudes que desconocían la luz espiritual de su creencia, llegaron allí, como a tantos otros lugares de la tierra austral, antes que nadie, para repartir el alivio de su fe y su profusión de misericordia.

 

Y en este último punto aparte es donde nos detenemos a observar que Luro Cambaceres no señala en ningún momento que aterrizó en la Misión, como lo señalaba el interrogatorio que nos trajo a estos Rastros. No hay crónicas en La Candelaria sobre ese pasar. Pero sigamos vuelo en el relato de quien era entonces Director de Aeroposta Argentina;

 

Cercano se observaban los tejados de Río Grande. El fuerte viento sacudía el avión.

 

En la desembocadura del río, apenas señalada por la presencia de un centenar de construcciones, la población esperaba el arribo. En el centro, en un lugar reservado para la futura plaza, utilizado en esos momentos como cancha de fútbol, ardía una fogata, señalando el sitio destinado al aterrizaje. La pequeña superficie, aumentada en su capacidad por el intenso viento del sureste, hizo posible el descenso...

 

El reconocimiento de los alrededores, en busca de una superficie adecuada para futuro campo aeronáutico, demoró la partida. El recorrido hasta Ushuaia, breve, aunque el viento contrario aumentaba la duración del viaje. El piloto deseaba evitar, al regreso, un nuevo aterrizaje hasta San Julián, y para ello era indispensable dejar la labor terminada: establecer las bases para la prolongación de las comunicaciones. Su presencia al frente de los servicios aéreos patagónicos, era requerida de continuo, y este viaje había sido posible, siempre y cuando la ausencia fuese limitada.

 

Mientras se completaban los abastecimientos de combustible y lubricante, pudo el aviador satisfacer la curiosidad de las personas que lo rodeaban.

 

El intenso viento había aumentado a ello se agregaban las adversas condiciones meteorológicas de la zona por atravesar, a la sazón cubiertas de nubarrones.

 

La partida fue dispuesta. Con un breve recorrido el avión se elevó...

 

Eduardo Van Aken en sus escritos publicados por el diario Noticias en Julio de 1987, nos recuerda que aquel primer vuelo que se posó sobre Río Grande se hizo en un avión Wacco-Wright de 220 HP y que Luro Cambaceres  se acompañó en función de copiloto por Francisco  Radagale; consultado verbalmente sobre el lugar de aterrizaje, Van Aken nos dijo que lo hizo sobre la parte norte del río en una zona de lo que luego sería el barrio La Vega.. la plaza –eso ya se lo contamos- aún no estaba determinada.

 

1 comentario:

Armando Milosevic dijo...

Que buena esta historia de Luro Cambaceres....nuestro aeropuerto debería llevar su nombre ...