Desde
chica, en los veranos que pasábamos en el campo de mi familia en Tierra del
Fuego, había oído hablar de Duchess of
Albany, el velero que naufragó en 1893 en las costas de la bahía Policarpo.
Aún estaba allí, solitario, varado en la playa, desafiando al tiempo, en un lugar
difícilmente accesible. Era casi una leyenda. Todos sabían de su existencia,
muy pocos lo habían visto. Siempre soñí con llegar hasta allí.
No
fue tarea fácil. Era preciso encontrar compañeros dispuestos a cabalgar 8 o más
horas por día, durante 6 ó 7 días, avanzando por terrenos y lugares
desconocidos, durmiendo al aire libre, aguantando a pie firme lo que el clima
pudiera depararnos.
Finalmente
el grupo se formó, y partimos por
primera vez en diciembre de 1983.
Ante
la dificultad de conseguir caballos en la zona, resolvimos llevar los nuestros,
los gateados de María Behety,
contrariando todos los pronósticos de quienes decían que no podrían adaptarse a un terreno tan diferente del suyo.
El camión
los dejó en la estancia Irigoyen, cerca del cabo Ladrillero, donde termina el
camino que desde la ruta 3 llega hasta la costa. Ensillamos cargamos los
pilcheros y seguimos por la huella que lleva a María Luisa, la última estancia
del lugar. Desde allí se sigue la línea de la costa, en dirección al cabo San
Diego, extremo oriental de la isla Grande de Tierra del Fuego.
A
partir de María Luisa solo contamos con
nosotros mismos y nuestros caballos para enfrentarnos a esa naturaleza bruta, inhóspita,
exagerada para todo.
A
partir de ahora, nuestra vida pasa a
depender de las mareas. Ellas deciden cuàndo acampar y cuándo marchar. La
playa de piedras, el terreno cada vez más húmedo y plagado de turbales hacen
que solo con marea baja sea posible avanzar. Cuatro ríos y un chorrillo van a
cortar nuestra ruta, y solo con la bajante se pueden vadear.
Se
marcha al paso, o al trote, trepando por los acantilados y bajando barrancas empinadísimas.
Con los pilcheros de tiro no se puede galopar. Para seis personas, se necesitan
por lo menos diez caballos.
A
medida que avanzamos, mirar los restos que el mar arroja a la playa es algo
fascinante. Cantidades de mástiles, maderas, hierros, pedazos de barcos,
despiertan en nuestra imaginación escenas de tormentas, de penurias, de
naufragios… vaya a saber las historias que podrían contarnos. La contracara de
todo esto: pedazos de telgopor, arrojados por las fàbricas de televisores, y
botellas de plástico, llevados por las corrientes marinas a esta costa deshabitada,
ponen la nota discordante como un amargo recordatorio de que la “civilización”
va llegando a todos lados.
Si
tenemos suerte, al tercer día estaremos
contemplando el caso de hierro del “Duchess of Albany”. Recostado sobre la
playa, paralelo a la costa, el ancla 200 metros mar adentro conservaba intacto,
hasta hace pocos años, su bellísimo mascarón de proa, tallado en madera, que se
encuentra ahora en el Museo del Fin del Mundo.
En
unas horas más de marcha, mareas mediante, se puede llegar hasta el casco de la
antigua estancia Policarpo, abandonada hace años por la imposibilidad de
explotarla. Aquí las dificultades se van multiplicando. Hemos entrado en un
microclima de humedad permanente, mucha niebla, llovizna y el terreno cada vez más
blando, al extremo de tener que desmontar. Para llegar a Bahía Thetis habría
que hacer el trayecto a pie. Todavía no lo he intentado.
La
travesía es dura, muy dura, tanto que ni siquiera podemos saber de antemano si
llegaremos adonde nos habíamos propuesto. De hecho, de las tres veces que ha
ido, sólo una pudimos llegar al final.
Las dificultades
son muchas e impredecibles. Como cuando, al despertar, no estaban allí los
caballos (aprenden rápido a cambiar con las maneas). Como no hay alambrados ni
corrales, nada los detiene. Con los que dejamos atados durante la noche,
partimos a buscarlos era increíble lo lejos que habían ido, y estaban metidos
en un cañadón donde era imposible verlos.
Otra
vez, intentando vadear el río Leticia, algunos caballos echaron a nadar y mi
hermana Josefina quedó agarrada de un poste en medio del río. Esa noche
dormimos bajo los restos del viejo puente de madera, tratando de protegerlos de
la lluvia.
Hay momentos en que uno se pregunta qué
diablos está haciendo allí, pudiendo estar quizás en una
quinta, recostado al sol, bebiendo algo fresco al borde de una pileta. Pero,
una vez de vuelta, la experiencia es ciertamente inolvidable. La satisfacción de
haber superado el desafío, de haber transitado por parajes casi vírgenes, de
conocer lugares que pocos conocen. El gaviotero del río Irigoyen, los nidos de
cormoranes y los lobos de Puesto Donata, los pedreros de los indios, los restos
de naufragios y el Duchess Of Albany son
espectáculos imposibles de olvidar.
Publicado
en Clarín, el 4 de febrero de 1991.
Al enviarnos las foto la autora escribió: Yo fuí 3 veces a recorrer
esa costa, en 1983, 1985 y 1987, una sola vez llegamos hasta el casco de la
estancia Policarpo, en 1983, y después por diversos inconvenientes no pudimos
llegar, llegamos hasta Rio Bueno, pero me cansé de sacar fotos a cada pedazo de
madera, mástil y restos que vimos sobre la playa, la playa "La Barca"
donde están la mayoría de los restos y el "Duchess of Albany" están
antes de Rio Bueno. Mis fotos les fueron útiles para comparar con lo que ellos
han visto ahora, ya que cuando yo fuí todavía no habían invadido los
cuatriciclos...
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