Hubo un tiempo en que la sociedad masculina de nuestro
pueblo admitía una forma universal de sana confrontación en torno a la práctica
del fútbol.
Se nacía jugando a la pelota y por más patadura que se fuera
siempre se estaba en riesgo de integrar un equipo, de esos que se improvisaban
en algún momento, y donde un lugar en la disputa podía estar condicionado por
la falta de jugadores para equilibrarlos numéricamente.
Pasar de la pelota al fútbol, al fóbal, al balompié, al foot
ball, u otras tantas denominaciones implicaba conocer un reglamento, reglamento
que se aplicaba muchas veces con solo acuerdo de capitanes, porque se podía
jugar aunque no hubiera árbitro, referí o juez…
Esa era la naturaleza de un picado, donde podían participar
gente de distintas sapiencia o habilidad futbolera.
Y entonces habían clubes, formados en torno a una práctica
deportiva y cultural, donde lo cultural estaría representado por los bailes. De
allí que cuando en el campo de juego se daba una victoria categórica se definía
todo con una mirada cultural: ¡Le dimos un baile!
Pero además estaban los equipos coyunturales, que podían
crecer entre compañeros de trabajo, en una barriada, y en una fórmula singular:
casados contra solteros.
Imaginemos que estamos en Casa Raful, uno de los grandes
almacenes generales de los años 40. Era el cumpleaños del dueño, Don José, 19
de marzo.., se preparaba un gran asado poniendo al asador varios borregos, de
traían damajuanas de cinco y de diez, y hasta se destapaban algunas botellas de
cuello largo; había olor a pan casero, y la ensalada casi era pura papa, porque
a esta altura del verano se había consumido en el pueblo la lechuga de las
quintas.. Pero además estaba el partido entre el personal, con una división
característica: casados contra solteros.
Eran años de mayor estabilidad matrimonial, eran años
también donde las mujeres escaseaban. Podía ser que existiera cierta disparidad
en los elencos.
Se analizaba de qué lado irían a jugar los juntados. Y se
pensaba si valía la pena un viudo de refuerzo, viudo que en su pesimismo jugaba
para los casados (el lo había estado) o en optimismo se sentía soltero.
Si se trataba de un buen jugador se apremiaba a integrar al
marido de una cajera para jugar en el equipo correspondiente. Porque el
partido, como el asado, sería entretenimiento para los empleados y toda su
familia.
¿Qué cómo podía terminar un partido de esta naturaleza?
Bien, porque se hacían antes del asado: un domingo entre las diez y las once.
Tal vez el patrón oficiara de árbitro. O sólo se conformara
en dar el puntapié inicial. El premio sería seguramente alguna botella
especial, o… ¡nadie jugaba por el premio!
Ni siguiera por el honor de los casados o los solteros.
El análisis deportivo daba lugar a especulaciones diversas.
Que los solteros andaban flojos por tantos desorden en su vida privada, por
acostarse tarde. O que los casados, se estaban acostando muy temprano.
Mucho se festejaba cuando alguien había pasado al equipo de
los casados, y tenía tremendas variables en relación a desempeños anteriores.
Por fuera estos acontecimientos el mundo seguía andando,
pero por un momento la sociedad aparecía dividida en forma tajante por estas
dos circunstancias: estar casado, o ser soltero.
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