Yo era niño y en un cajón de la cocina estaba la piedra de
afilar. Era un segmento rectangular, cortado en bisel en uno de los extremos, en
el cual prolijamente mi padre, humedeciendo la piedra. Procedía a mantener el
filo de los cuchillos.
Una vez le prestaron algo mejor: era una piedra circular que
giraba sobre un recipiente que se cargaba de agua. Allí se requería el trabajo
entre dos, uno que daba manija y hacía girar la piedra de afilar, y otro que
iba acomodando la cuchilla. En esa piedra grande se afiló un hachita de mano,
un gualato, y un machete que mi padre tenía colgado detrás de una puerta para
repeler algún robo o agresión.
En este último sistema funcionaban a pedal –y aun funcionan-
los trabajos de los afiladores que nosotros conocíamos nada más que por un
tango.
Cuando teníamos la suerte de conocer las dependencias del
frigorífico podíamos ver una piedra de afilar gigantesca en la cual los
carniceros días a días podían emprolijar el filo sus cuchillas
Mi padre tenía de recuerdo de cada campaña trabajada allí
una cuchilla, en parte gastada por el duro trajín del garreador. Con los años
al ir casándose las mujeres de la familia fueron recibiendo aquellas cuchillas
como regalo: Esquiltuna, toledano, se identificaba el acero. A cambio debían
darle una moneda, como marcaba la tradición; porque en realidad el cuchillo no
se regala, se vende; “cuchillo que se vende nunca se te volverá en contra”.
En el baño de la casa, o en una cómoda donde estaban los artículos
de tocador estaba la otra piedra, la de alumbre. Era de carácter cristalino, también
cuadrangular, y solía guardársela en el mismo envase de cartón con que te la
vendían en la farmacia. La piedra alumbre mojada soltaba un líquido que era
eficaz para cicatrizar heridas. Era el complemento necesario cuando se afeitaba
con navaja, y esta se encontraba dudosa de filo. Cuando se desafilaban las
arbolito, esa era la marca más preciada, no se podía recurrir a la piedra de
afilar, había que llevársela al peluquero que él sabía mejor que nadie como
asentarla. Pero volviendo a la piedra alumbre era de uso también en días de
adolescencia cuando ciertas encrucijadas del rostro abundaban de espinillas,
granitos y acné, que terminaban en algunos casos por sangrar. Decía la leyenda
que impregnando el sitio apropiado con piedra alumbre las mujeres podían
simular una condición de estrechez que podría ser interpretada por virginidad.
Nuestra tercera piedra era la denominada pómez. De forma de
jabón y de carácter esmerilado era indispensable para moderar las durezas y
rugosidades de los pies. Favor que agradecían los cayentos. La piedra pómez hecha polvo, a veces por recurso de una buena
piedra de afilar circular ofrecía un polvo que mezclado con limón y otros
empastos daba forma a una cataplasma que era eficaz en depilaciones, no
pudiendo impedir que la superficie tratada conservara durante un tiempo su
rugosidad. Los tahúres acostumbraban a tratar sus dedos con piedra pómez, la
piel más delgada aumentaba la sensibilidad a la hora de hacer marcas con la uña
en algunas cartas, que luego al volver a pasar por sus manos permitía adivinar
su destino.
Si bien no era usual ni frecuente que aquí se hicieron
operaciones de vesícula cuando alguien era sometido a una intervención de esa
naturaleza conservaba el producto de sus males. Se lo mostraba al enfermo y en
un frasco aparecía sobre la mesita de luz la rugosa y amarillenta presencia del
cuerpo extraño que fuera extraído. Allí se advertía lo grande que era, sus
medidas, su peso; y siempre había un conocido al que le habían sacado una mayor.
Cuando se volvía al hogar era objeto de la curiosidad y el diálogo con quienes
se acercaban a saber del paciente. Si se abría para tener una impresión más
directa se apreciaba que en medio del alcohol
o formol en que estaba sumergida aparecía un carácter nauseabundo que de
inmediato invitaba a cerrarla. No sé qué destino tendrían estas piedras, tal
vez un rincón de un botiquín, de un placar, pero.. ¿Quién conserva alguna vieja
piedra de vesícula?
Los carniceros profesionales o eventuales solían dar con la
piedra besoar. Una corpúsculo redondo que parecía hecho de pelos, que se
encontraba en el buche de algunos animales. Se lo conservaba entre aquellos que
creían en sus propiedades mágicas. Pero eso es algo que en su momento podrán
leer si publicamos nuestro estudio LAS CIENCIAS OCULTAS EN LA CIUDAD DE RIO
GRANDE.
Las piedras de las lentejas. Eran los tiempos en que se
compraba en bolsas o al granel. Y esta legumbre cargaba cierta cantidad de
piedras producto del suelo desde donde se había levantado la cosecha. Por ello
antes de su ablande, y aun después de él, se exigía una prolija revisación para
que no fueran a parar a la cocción. Su ingesta era desagradable para el estado
de conservación de las dentaduras. También motivos de reyertas en los comedores
de campaña culpando de su existencia a la falta de dedicación de los ayudantes
de cocina. Mi madre que tenía una balanza de cierta precisión para sus trabajos
de repostería solía ir guardando las piedras separadas y cuando sumaban doscientos
gramos iba a pelear a su proveedor, diciéndole que todo eso lo había pagado y
no lo podía comer. Era como un juego, le agregaban en el próximo pedido
doscientos gramos más, o doscientos cincuenta, y todos quedaban contentos.
La piedra del diablo. En pleno invierno la ocasión de una
nevada daba pie a una guerra de nieve entre niños y jóvenes. Se tomaba la misma
apelmazándola entre las manos, el calor de ellas era fundamental para darles
formas. Y luego se hacía blanco sobre el que estuviera más descuidado. Había
impresiones de todo tipo. Pero de pronto alguien sangraba. El diablo había
colocado una piedra en el interior de una de las bolas de nieve. Ningún chico,
no.., ¡no se le ocurra ni pensarlo! Era el diablo que no quería que los niños se
siguieran divirtiendo.
Una piedra que no faltaba era la piedra del tope. Tenía un
volumen y un peso considerable, y en algunos casos se trataba de que fuera
vistosa. Cuando aparecía una más linda la anterior iba a parar al jardín, de
adorno entre las botellas culo para arriba que marcaban el límite de los
canteros. La piedra del tope contenía a la puerta que debía permanecer abierta
y que por motivos de inclinación de la construcción, o del viento imperante, no
quedaba abierta el tiempo que se necesitaba. Muchas veces la piedra del tope
era motivo de tropiezos y maldiciones.
Y finalmente, aunque podrán haber otras, estaba la piedra
del encendedor. Eran minúsculas y se compraban en los kioscos en los días de
los encendedores de bencina. Cuando un chico se ensimismaba con un carusita
prendiéndolo y apagándolo, venía el reto por el lado de la piedra: -Dejá de
jugar que se va a gastar la piedra. La bencina podía esperar.
Una salida a la playa nos llevaba a detenernos sobre la
naturaleza. Cargábamos en nuestros bolsillos con moluscos que formaban de algún
proyecto decorativo o artesanal, y por supuesto las piedras. Algunas terminaban
haciendo figuras en el jardín. Otras eran llevadas al cementerio como un
testimonio a los seres queridos. Alguien prefería juntar piedras blancas, otros
preferían hacerlo con las de color negro, Hasta había quien creía que existían
las piedras de la suerte, que ocupaban un lugar en la billetera.
Pero hubo otras piedras a las que no se tenían acceso: los
cantos rodados. Las primeras piedras bola, como le llamaban algunos, las fui encontrando
en las inmediaciones del cerro del Aguila, allí se habían formado por el rodar
del tiempo y la materia sobre un ser que en su momento estuvo vivo: una hoja,
un molusco. Había que ir golpeando con un martillito de madera su superficie, y
en un momento se podía partir y descubrir su tesoro. En otros casos no se abría
y se conservaba como pisapapeles. Y servía para recordarles a los curiosos
aquello que decía Doña Franka Zuvich era el uso que le daban los indios, que
solían portar una piedra de estas características en una bolsa atada a la
cintura.. Pero eso ya lo conté otra vez.
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