Mingo lo bautizó
Pesteño, denominación esotérica, digna del futuro poeta. Estaba convencido de
que Pesteño lo conocía cuando lo estimulaba gritando para subir la cuesta rumbo
a la avenida. Algún día lo siguió, hasta que, en la puerta del cuartel debió
detenerse porque un perro del mismo salió a enfrentarse con el suyo… LA ARMADA
ARGENTINA en Tierra del Fuego. Presencia y acción. De Arnoldo Canclini.
Presencia y Acción. Página 186.
Papá
anunció a la sobremesa que muy pronto volveríamos a Río Grande. Mamá no dijo
nada, no simpatizaba con ese futuro. Y yo pregunté porqué, pregunta que no tuvo
su respuesta.
-Llevaremos
en un barco todas las cosas que podamos. Nos alojaremos en el hotel de Doña
Candelaria, y allí –en un camión cruzaremos la frontera-, para eso gimoteaba
lavando los primeros platos.
Papá se
levantó a tomar un segundo jarro de la cafetera, y yo recibí algunos
comentarios elogiosos. Allá mi hermano está arrendará una casa, y yo tendré trabajo en el petróleo
que está ocupando mucha gente y pagan bien. Tendrás nuevos amigos, y además…¡tu
caballo!
-¿Mi
caballo?
-Sí,
Peteño, el que dejamos al cuidado de Marcial. Era un potrillito pero ahora ya
debe estar crecido y amansado y podrás andar en él.
Desde
ese momento Río Grande comenzó a ser imaginado como un pueblo del oeste.
Las
cosas se fueron dando según lo previsto, pero al llegar a Río Grande no todo
estaba como se esperaba: el tío no había alquilado la casa porque allí con el
petróleo todo estaba mucho más caro. No había lugar de empleo en esas firmas
yankys para gente recién venida, y con eso de su retorno mi padre lo era,
porque se empleó en el puerto. Vivíamos repartidos en la casa de los tíos
Vásquez que era una suerte de pensión y cantina, un lugar muy entretenido.
Un
caponero le dio a mi padre el dinero suficiente para comparar una mejora, y en
los arreglos de la casa semidestruida –así la había dejado sus anteriores
inquilinos, una familia gringa- ayudaron los amigos.
Era un
terreno enorme, de 25 por cincuenta, con otro al lado deshabitado lo que me
daba la posibilidad de disfrutar de un enorme patio. La casa estaba en lo alto
de un cerro y por un caminos que habían hecho el andar de los hombres y los
perros llegó un día el tío con dos cambuchos de madera con múltiples regalos
comprados en lo de Raful.
¡Qué
alegría fue verlo! Sobre todo porque con él tendría noticias de Pesteño!
-¡De eso
vamos a hablar después, Osquita!-Así acostumbrada a llamarme él. Pero las
explicaciones se demoraron. –Hubo un inconveniente pibe –señaló- Pesteño
creció, pasó un día una comisión viajera, y se lo llevaron a cumplir con el
servicio militar.
Y no
supe que decir, y el no dijo más, y la alegría del día se diluyó en múltiples
preocupaciones.
Esa
noche me desperté muchas veces, simpre preguntándome sobre como estaría mi
caballo.
Mis
padres tal vez esperaban mayores preguntas mías, pero no dije nada.
Y la
respuesta vino sola. O no tan sola. La respuesta paró frente a mi vista.
Yo
jugaba con mi perro en eso de enseñarle a devolver el palo que le tiraba cuando
frente a casa, en el colegio de las se detuvo el carro del reparto del
Batallón, el que dejaba entre las familias del cuartel, amigo y e instituciones
el producto de su panadería y de su tambo.
Fue
entonces que se me prendió la lamparita, el caballo del carro era Pesteño.
-¡Pesteño!
Le grité, y el caballo se dio vuelta. En un instante estaba a su lado y lo
llenaba de preguntas: ¿Qué si me recordaba? ¿Si faltaba mucho tiempo para
terminar con el servicio militar? ¿Si lo trataban muy bien y que le daban de
comer? Y le mostraba el lugar donde vivía, que sería el lugar donde vendría
cuando terminara con sus obligaciones patrióticas. En mi mente Pesteño me
contestaba todos y cada uno de mis interrogantes. Yo me animé a acariciarlo, él
se estremeció, yo me estremecí. Fue un reencuentro emocionante.
No me di
cuenta pero tenía parado al lado a un conscripto que me habló con una tonada
que nunca había conocido. Yo le fui explicando que era el dueño del caballo, el
mi miraba seriamente, y después bamboleando la cabeza se rió. Al rato me dijo:
-Tenemos que seguir con el recorrido, chamigo, pero llévate esto a tu casa, ¡ya
nos volveremos a ver!
Con un
paquete de facturas, manjar que nunca compraban los Gutiérrez porque hubiera
sido ofender a la cocinera doméstica, subí el cerro a grandes zancadas y
expliqué lo que había pasado a mi madre que en ese instante miraba por la
ventana como el carro verde y Pesteño terminaban de repechar la cuesta.
Mamá no
dijo nada, observó cómo estaban hechas las facturas, y trató de explicarse cual
sería la receta. En los días subsiguientes ensayó hacerlas en casa y algunas,
las tortitas negras y las medialunas, le salieron bastante parecidas.
Yo
mientras tanto ya había comentado entre
nuestras relaciones el tema de Pesteño y sus obligaciones, y que pronto
lo tendríamos con nosotros. Argumentaba que entonces iría con el caballo a la
escuela, como hacían los hermanos Kóvacic que venía montados desde su chacra, y
mi padre se reía puesto que vivíamos a media cuadra del colegio.
Fue así
que no pasó mucho tiempo y el carro del reparto paro para hacer su entrega a
las monjitas, pero en este caso sobre la acera de casa. –Andá a traer un jarro
grande chamigo. –¡Como dijo? -¡Qué traigas un jarro grande! Que con el
caballito te vamos a dejar también algo de leche.
Yo volví
con el hervidor, y regresé cerro arriba temblando para evitar un derrame. Mamá
solía poner sobre la mesa la lata de leche condensada, que es la que consumían
los grandes, en tanto que para los chicos se preparaba leche Nido, 8 cucharadas
colmadas bien batidas que iban a la fiambrera.
Mi madre
andaba entre comadres y cuando llegó se sorprendió. No le gustaba la leche
local, una vez compró y al vaciar el tarro –la mujer del reparto- apareció en
el fondo del mismo un pedazo de carne, como de bofe, dijo mi madre.
Pero esa
leche era de primera calidad.
Y estaba
mejorando nuestra calidad de vida gracias a Pesteño.
Por la
noche, cuando fui a dormir, escuchaba que en su cuarto mis padres hablaban. El
tema era el caballo y los regalos que nos dejaba. No tenían idéntico parecer
sobre qué hacer en este caso: papá quería que siguiera la cosa, mamá decía que
eran tan pobre para mendigar de esta forma, y que había que ver cuáles eran las
intenciones. Intenciones era una palabra cuyo significado no conocía, tal vez
una condición propia de los caballos.
Estábamos
en tiempo de vacaciones, largas y solitarias vacaciones de verano, cuando mamá
me dijo que me preparara. Tomó su cartera, sus guantes, se acicaló un rato
frente al espejo de tualé y cartena y en mano, pañuelo en la cabeza,
arrastrándome de una mano me señaló que iríamos al cuartel.
¡Que
emoción, le devolveríamos la visita a Pesteño! ¡Toda una sorpresa para él!
Subimos
por Mackinlay, mamá aprovecho la salida para que conociera
el nombre de las calles de ese sector, y al llegar a la guardia preguntó
por el oficial. Al rato estaba con nosotros un uniformado joven y entusiasta.
Yo quedé afuera del recinto, y el hombre mostró su preocupación. Mamá me dijo
que me iba a llamar cuando fuera necesario. Y fui espectador de todo lo que
pasaba desde una ventana.
Llegó el
conductor del carro y el oficial le habló, el muchacho saludó a mi madre
extendiéndole la mano –nunca se habían visto- pero ella no le devolvió el
saludo, comenzó a hablar, sacándose trabajosamente los guantes, y se ponía
colorada. El oficial conversó y creo que la apaciguó. El conscriptó explicaba y
elevaba el tono de la voz, sin que a la distancia pudiera entender lo que
decía. Mi madre hablaba y tartamudeaba. El oficial contenía su risa.
Finalmente
conversaron más serenamente. Mamá fue invitada a sentarse. El conscripto a
retirarse, mamá le extendió la mano con intención de darle luego un abrazo,
pero el conductor del carro la esquivó.
-Debe
estar hablando para que nos entreguen el caballo. Y él que debe haber aprendido
a quererlo no quiere que lo traigamos. Pensé para mis adentros.
Continuaron
hablando el oficial y otro uniformado gordo que salía del cuartel con traje
azul. Lo volvieron a llamar al conscripto. Lo volvieron a despachar. Saludó
haciendo una venia. Y mi madre ahora risueña le devolvió el saludo militar.
Después
me llamaron para que pasara al escenario que termino de describir. El oficial y
el gordo mi saludaron amablemente. Y me informaron que Miño y Pesteño estarían
en casa el domingo siguiente.
Mamá me
dijo que Miño era el amigo de Pesteño, que Pesteño tenía todavía un tiempo para
cumplir con la milicia, y que la dejaron tranquila con respecto a los regalos
que me venía haciendo el correntino –esa parecía ser la nacionalidad del
conductor del carro- hombre muy bien conceptuado y sobre el cual no podríamos
tener duda alguna con respecto a las intenciones. Los conscriptos del reparto
estaban autorizados a hacer entregas gratuitas a quien simpatizara con ellos,
lo que tenía prohibido era sacar unos pesos vendiendo su pan o su leche.
Al salir
si había viendo antes ya estaba calmo. De paso por el almacén de Gliubich y
Ormiston compramos algo extra para los
visitantes del domingo. Yo pregunté sobre que iba a comer Pesteño, y mamá me
dijo que había mucho pasto para emparejar en el sitio.
El
domingo no quería ir a misa porque todavía no habían llegado los invitados.
Pero era necesario que me firmaran la asistencia si este año quería entrar en
el catecismo para la Primera Comunión. Después de la bendición salí raudamente
y allí, frente a la casa, esta Pesteño, su amigo, papá y mamá. Había traído el
caballo de la brida, y en el galpón
había otros aperos con lo que en animal quedó preparado para que yo subiera en
él. Miño llevándome de la soga. Y yo muerto de risa. Rumbeamos para la iglesia
donde ya comenzaba la misa de once, la principal, y entonces hicimos la
presentación oficial de mi cabalgadura.
Después
una vuelta a la manzana, y mamá estaba golpeando del fierro para entrar a la
comer.
El animal quedó pastando de lo lindo, y nosotros admirándonos del
correntino: ¡Cuánto apetito podría tener un cristiano! Se habló poco mi padre
hizo una suerte de oración, todos dijimos algo, yo recuerdo mi plegaria:-Por
qué Pesteño termine pronto con su servicio militar.
Fe esa
tarde uno de los días más felices de mi vida, al menos de mi reciente vida
riograndense. Y esta experiencia se fue viviendo en muchos otros domingo.
Mamá
copiaba al dictado lo que Miño quería contar a su casa, Miño no sabía leer y
escribir y a su regreso prometía dejar de ser analfabestia, al día siguiente yo
tenía por misión llevar la carta al correo. Bien pronto llegaron respuestas. Y
era mi padre el que se las leía. En algunos casos se iban al fondo del patio, y
mientras fumaban un cigarrillo le comentaba algunas relaciones escritas que
parecían ser un tanto privadas. Yo ya me animaba a andar solo sobre Peteño, eso
sí, en el interior del enorme patrio.
Hasta
que un día dejaron de venir. Nos quedamos con la mesa preparada y a mitad de
semana Miño, ahora de civil se presentó en casa: El caballo que había demostrado ser muy bueno en los
repartos había sido embarcado en una BDT rumbo a corrientes, para que le
enseñara antes de retirarse, como se realiza esta tarea con responsabilidad. El
miliquito también terminaba su servicio, y durante algún tiempo estaría junto a
su caballo en Curuzú Cuatiá.
Al despedirnos
en casa lloró hasta el gato.
Pasaron un
par de meses y llegó la primera carta. La escribía el maestro que estaba
enseñando a Miño sus primera letras. Había terminado el servicio y si bien le
habían ofrecido continuar como soldado el prefirió retirarse para ayudar a la
familia en una pequeña hacienda. A Pesteño lo seguía viendo, lo habían
entusiasmado también en seguir como Caballo Patria, pero esto en el
ejército, y esto no le gustaba a él
porque era un caballo de la Armada.
Otra
carta nos dijo que el caballo estaba licenciado, y durante un tiempo estaría en
la finca hasta que se dispusiera su retoro en el primer barco con el que
hiciera combinación, llegado –inexorablemente (vaya palabra)- al puerto de
Ushuaia donde tal vez tendrían que ir a buscarlo. Pero la gran sorpresa era que
la carta estaba escrita por Miño, al dictado de su maestro, pero por Miño…,¡al
fin!
Especulamos
que durante el invierno no sería conveniente el regreso de Pesteño, que las
travesías eran bravas, y que sufriría mucho. Eso lo hicimos ver en correo a
Miño, donde los tres integrantes de la familia escribimos cada uno su parte.
Pero la
respuesta se demoró largamente. Un día
nos llegó escrita a máquina una carta firmada por una mujer, era la esposa del
maestro. Nos decía que vivían una situación de intranquilidad. Que Pesteño, en
la finca de los Miño, se había enterado de que había un camino hacia Río
Grande, y en un descuido se había escapado, y así le habían perdido el
rastro rumbo a Río Grande do Sul, en
Brasil. Miño sintió gran culpa y salió atrás de él, dejando familia, trabajo y
estudio, y que tal vez no lo volveríamos a ver más –a Pesteño- puesto que
andaba por la región una cuadrilla de gente mala que juntaba caballos para
hacer fiambre.
Todos
quedamos mudos por la noticia, y yo un poco más. Estaba a pocos días de hacer
mi comunión. Yo me imaginaba con mi traje elegante, mi moño y mi misal saliendo
de la iglesia a lomo de Pesteño, pero esto ya no sería así, esto y muchas cosas
no serían más así…
El
tiempo transcurrió, me acostumbré a las cargadas de los amigos que me
preguntaba por la existencia de mi caballo, escuchaban las respuestas y luego
se reían. Un día se cansaron, y yo comencé a olvidarme definitivamente.
Cuando
creía que la historia había terminado una carta escrita en portugués selló la
información que podíamos esperar sobre mi querida cabalgadura. Hubo que buscar
quien la tradujera y con mucho esfuerzo lo hizo María Carusso, la mujer de
Ramiro Granja, uno de los gallegos que había instalado una fábrica de mosaico
en el terreno lindero donde alguna vez pastó Pesteño. La carta decía que
Pesteño había llegado hasta la finca de Río Grande do Sul, hace algunos años, y
que atrás de él llegó Miño, reclamando por el animal, así lo conoció y
escucharon la historia tan entretenida del caballo que venía del fin del mundo
(fin do mundo). Que ella se había casado con Miño que ya esperaban en segundo
bebé, que ya tenían una hija pero que si este era varón se llamaría como yo.
Que Pesteño había sido un gran seductor, y que tenía varias crías. Se había
acostumbrado al calor, aunque a veces cuando llegaba cierto viento del sur se
inquietaba mucho, no andaba arrastrando carros, y le gustaban los frijoles. Ya
estaba un poco viejo para comprometerlo en una larga travesía, pero allí estaría
esperándome el día que quiera ir.
Pasado
unos días busque la carta y fue escribiendo una respuesta pensando tal vez que
alguno de los Granja podría traducirla. Eso lo hizo Ramiro, pero al finalizar
me pregunto. ¿Minguito, no tiene remitente?
Yo ya
había crecido bastante, bastante más que esta historia que vine a contarle a mi
nieta Lucina Rafi, un lunes de merienda en La Fueguina.
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