Era
nuestro tiempo de catequesis cuando el padre Zink advirtió que si bien, para
todo el mundo, estábamos preparándonos para la primera comunión, antes nos
teníamos que preparar para la penitencia.
¿Penitencia
sería que nos pararan en un rincón con un bonete cónico y mirando hacia la pared,
preferiblemente un esquinero?
¿O en una
situación más cruel que permanezcamos arrodillados sobre granos de maíz?
¿O que se
nos deje sin recreo en la escuela, y en la casa sin el postre?
¿O que
tengamos que caminar para escarnio de todos cubierto con largas y fantasmales
túnicas, con una vela en la mano, y golpeándonos con la otra el pecho?
Entonces
seríamos penitentes, como aquellas montañas que en Cuyo se llaman así porque,
según me dijeron, parecen aquellos arrepentidos de la vela escalando las alturas.
¡Es
increíble lo que puede pensar un niño en ciertas condiciones de
adoctrinamiento?
¡Es
increíble que todos los chicos hayamos pensado prácticamente lo mismo?
Pero el Padre
vino a advertirnos que la penitencia era la confesión, que significaba un diálogo
con el sacerdote que escuchando nuestros pecados, y nuestro serio
arrepentimiento, prescribiría un castigo, una sumatoria de oraciones, tras lo
cual habríamos limpiado la chimenea.
En el
colegio ya no había chimeneas en uso, algunas quedaban de la época de la leña y
el carbón pero el pueblo estaba inaugurando desde hacía unos pocos años el
sistema de gas natural por redes, y dentro de las chimeneas pasaba un caño de
ventilación por donde se aireaban los calentadores a velas permitiendo que las
emanaciones no afectaran nuestra salud y fueron liberadas a los altos y fuertes
vientos del sur.
Alguno
dijo: Padre, ¿cómo es eso? ¡Ya no se usan más las chimeneas!
El cura
dijo que tendríamos que caminar media cuadra, y entramos de sopetón en casa de
la costurera que tenía su taller tan cerca, y que poseía además una chimenea
que alimentaba con leña. La mujer estaba nerviosa, no se terminaba de
acostumbrar a las informalidades de este cura que todavía no era visto como el
cura gaucho, simplemente porque en la ciudad no tenía caballo.
Se dieron
las explicaciones del caso, y ella asintió a facilitar su hogar para el
experimento. Seríamos una docena de chicos en una casa a la que no conocíamos,
el hijo de la costurera, él algo mayor que nosotros y estaba de pupilo en la
misión. La madre cerró la puerta que daba al cuarto de este joven, para que no
entráramos a curiosear, y dijo que alguno tendría que ir al fondo romper
algunos esqueletos de cinzano allí amontonados, y con esa madera se haría el
experimento. La chimenea de la casa estaba destinada a momentos ceremoniales,
íntimos o solemnes, y para eso se había conseguido una madera roja –la habían
comprado en un barco- pero la otra estaría bien, para el experimento.
Muy pocos
de nosotros sabíamos hacer arder una fogata, pero el cura era práctico y
resuelto. Mientras desarrollaba su tarea hablaba del aire que permitía la
oxigenación de la llama, hasta que el recinto se comenzó a llenar de humo. La
dueña de casa corrió a abrir una ventana, ventana que no se habría hacía un buen
tiempo, y con el tirón se desprendió parte de la masilla seca de alguno de los
vidrios.
Ya no
escuchábamos lo que el cura nos decía, nosotros también no alejábamos de la humazón
y al rato estábamos a fuera, con el cura que nos arreaba otra vez al colegio,
explicándonos nuevamente el cuadro sacramental de la penitencia “y la
necesidad de tener la chimenea limpia” si queríamos mantener nuestro fuego
interior.
En
resumen, si no estábamos ventilados de todo pecado no podríamos recibir al
cristo sacramentado.
Cuando
falleció el Padre Zink, hace una década, el doctor Bitsch me pidió que
escribiera algo sobre él y yo recordé las virtudes de su primera confesión. ¡Cómo
también recordé sus cálculos mentales!
Pero
ahora viene al caso un episodio menor que ocurrió unos años después.
El cine
local exhibía la cinta de Walt Disney llamada Mary Poppins. Y fue por ello que
algo después nos pusimos a conversar sobre lo visto –por entonces se jugaba a
representar lo que se venía en el cine- y con ello apareció la Canción del
deshollinador.
Alguien
recordó la metáfora de “limpiar la chimenea”, y pensamos a la vez que el Padre
Zink podría darnos un sermón sobre este tramo de la obra cinematográfica.
Así nos
pusimos de acuerdo que si el día estaba al lindo, el sábado siguiente podríamos
ir a la Misión, el nuevo destino del cura, donde lo sorprenderíamos con un
¡Viva River!, y tal vez nos dejara andar en uno de sus caballos.
El
viernes la se puso linda la primavera, y el sábado arrancamos un puñado de
adolescentes para allá. Íbamos la mayor parte en bicicleta y el viento imponía
condiciones a la marcha.
Cuando
nos fuimos acercando, un buen tiempo adelante en el camino, tiempo que no
podíamos calcular porque entonces nadie tenía reloj; vimos al cura arreglando
un alambrado, como se tratara de entretenerse sabiendo de nuestro viaje.
¡Qué
momento tan alegre!
Fuimos
hasta la cocina donde pidió que se nos preparara cascarrilla, sacamos nuestro
equipaje de comida. Preparada por nuestras madres en una cantidad que hubiera
permitido sobrevivir varios días. Y nos dimos a hablar de cosas pueriles. ¡El
cura no se acordaba bien de cada uno de nosotros! De allí que todos éramos
Gauchito, Gauchín, Amigazo, Campeón.
Pero en
un momento cuando bendijo la merienda –al término de la ingesta- se puso
serio y nos preguntó: -¿Cuánto hace que no limpian la chimenea!
Nos
miramos entre nosotros, no atinamos una respuesta inmediata, estábamos en el
secundario y ya no existía la misa semanal, ni el control dominical de la
asistencia al culto. Fue entonces que uno más encarado que yo comenzó a
contarle la película, y la duda que nos había asaltado, sobre la chimenea que
había que mantener limpia y la tarea del deshollinador al que se lo veía sucio
pero alegre cantando y bailando en las terrazas de Londres.
El cura nos llenó de preguntas porque no había visto la
película, no había escuchado el tema por la radio como le afirmamos se podría
hacer, porque ese tema y otro de nombre extensísimo era los éxitos del momento.
Le hablamos de la señora que volaba con su paraguas, de los
chicos con padres que no se preocupaban mucho por ellos, las cosas que nos
fuimos acordando desordenadamente. Era la primera vez que participábamos, sin
saberlo, en un cine debate.
El cura suspiró un par de veces y entonces dijo: -¡Gauchitos
miren la hora! Van a tener que pensar en volver, tendrán viento a favor en este
caso, pero no se enloquezcan pedaleando. Y con respecto a lo que me dicen, de
la película y la canción, a mí me parece que está claro. El deshollinador es
un tipo de suerte, y esa suerte se traslada al que le dé su mano. Yo por ser
cura soy como el deshollinador, el que les limpia la chimenea, solo con la
chimenea limpia se puede recibir al Señor, que es la mayor suerte que puede
tener un cristiano. Así que gracias por venir a darme esta mano, pero
recuerden: -Si no tienen a este cura cerca habrá otro, que los ayude a oxigenar
el fuego de sus vidas.
Si no lo dijo así, lo dijo parecido.
Todos quedamos como en silencio. El cura nos pidió que
dejáramos lo que no habíamos comido, sería para muchos chicos pupilos, con
padres en Patagonia, que tomarían lo que nos sobraba como un gran regalo.
Esa era al fin una buena penitencia, o no.., porque era dar
solamente aquello que nos había sobrado.
Al rato ya subíamos a nuestras bicis, el viento no dejó
escuchar algunos gritos provocadores hacia el cura, como los que al alejarse le
dijeron: ¡Viva Boca!
Pero el viento si nos trajo la alegre voz de aquel maestro,
que nunca había visto la película de Disney, pero que sin embargo, agitando su
boina, nos decía –como la otra canción de la cual en ningún momento habíamos
hablado:
-¡Supercalifragilistico –espialidoso!
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