Tenía otras historias pensadas para
ilustrar este reencuentro, pero sobre la marcha, algunos damnificados me fueron
relatando las situaciones que complotaron contra su felicidad en el momento de
hacer pié en nuestra querida isla.
Por eso postergué mi primer caldo de
cultivo, y armé con lo que me venían contando en este verano, una suerte de
ropa vieja de angustias y desesperaciones.
Vestir al desnudo
Llegó de la mesopotamia, desabrigado. Le
habían contado de un lugar lejano de nombre extraño donde se podía comenzar de
nuevo, y juntando lo poco que tenía, y vendiendo lo que constituía su heredad,
en la mitad de tomó por primera vez un avión. Después supo que no quedaría
cerca del lugar donde lo habían contratado: había que andar mucho hasta llegar
al aserradero donde podría hacer las cosas que había aprendido desde joven,
aunque ya no estuviera en la selva. Y así conoció el Lago.
Alguien con un poco más de experiencia
fueguina se le hizo su amigo, y con el bajaron a Río Grande con el primer
cheque. El hombre quería divertirse y lo llevaron donde le escurrieron el
sueldo entre caricias. Había pensado al menos en comprarse ropa, para devolver
esos trapos viejos que el amigo les había prestado, y que el aceptó
–ineludiblemente- porque eran más abrigados que los suyos.
Pero lo cosa no podía seguir así. El amigo
había girado religiosamente la mayor parte de su sueldo a su familia, y el lo
había halagado con las primeras copas. Después no se acordaba de mucho más.
Ya en el camino de regreso al Lago –habían
pagado al taxista el recorrido previamente- se juró sentar cabeza al próximo
mes. Y fue para entonces cuando se quedó y le recomendó al amigo que le
comprara ropa adecuada, en una tienda de la que todos hablaban. El amigo era de
un mismo porte, y volvió después de un fin de semana con todo lo encargado,
vistiendo de pies a cabeza. Pero no era ropa de trabajo, era como para
presumir. Y ambos convinieron que debería seguir con la ropa restada un mes
más, y después la emparejarían... después de todo todavía no llegaba el
invierno.
Cuando se dio la nueva salida el amigo lo
convención en que el podía hacerle las compras, y así en no se iba a tentar en
vicios. Y más aun, le pidió la ropa nueva, que estaba sin estrenar, así en la
tienda iban a ver que lo productos eran de ellos y probablemente –por ser tan
buen cliente- todo le iba a salir un poco más barato.
Estuvo esperando su regreso el lunes, pero no
apareció. Para el miércoles que estaba muy inquieto, pasó a enterase que amigo
había pedido las cuentas porque se volvía para sus pagos.
Entre amigas, entre hermanas.
En la pensión podía hacerse de muchas amigas,
pero se conformaba con que fueran buenas compañeras. Que no se estorbaran una a
otras, que respetaran los horarios de descanso. Que no se entrometieran en los
efectos personales, y que hubiera limpieza.
Que las tres fumaran, y con ello no se pudiera
esta en la pieza, fue un ley impuesta desde el primer momento.
Por las noches, en medios de nostalgias y
desvelos, se hablaba de lo que había quedado lejos, y así supo que una de ellas
vivía muy cerca de la hermana.
A ese lugar no había ido más que un par de
veces, la relación con el cuñado no había sido nunca muy buena, más bien no
sabía como la hermana podía soportarlo. Tal vez por el solo hecho de tener tres
chicos, uno de los cuales era su ahijado, y en esas circunstancias es difícil
liberarse. Con la amiga concluyeron que aquí en el sur podía comenzar de nuevo,
pero claro, eso sería mas adelante, cuando ella podría salir de la pensión y
alquilar una casa. Entonces tal vez podría hacerla venir, a ella y los críos.
La amiga la convenció que lo primero sería que nadie en la familia
supiera donde estaba, así después tampoco se generaría una pesquisa por parte
del infeliz del cuñado. Ella se acercaría a conocerla y saludarla, y a
sondearla si quería ser partícipe de la aventura. Durante un año o dos se
podría preparar todo, y la amiga que tenía el régimen de vacaciones más
extenso, la vería con antelación a su salida de la isla, que se orientaría
hacia otros parajes.
Así en cada regreso a la pensión la amiga
llegaba con una dolorosa descripción de la vida de su hermana, a la vez que
acusaba el recibo en una pequeña esquela
de los dólares que había ahorrado para su regreso. Así un verano, así un
invierno, así otro verano. Le había pedido a la hermana que fuera guardando los
valores en un tarro, y los enterrara en algún lugar más bien secreto de su
patio.
Un año la amiga no volvió. No hubo mayores
noticias, porque ella la que más sabía era la que más la extrañaba.
Fue entonces cuando se decidió –recelosa- a
viajar al encuentro de la hermana. La casa y el lugar era como el que le había
venido contando la amiga desde siempre, la postergada vida de la hermana lucía
mucho peor que en sus descripciones, pero ella sí, superando las tentaciones
que habían originado múltiples problemas de la casa, entre ellas la enfermedad
y muerte de una de las sobrinas, había guardado el dinero en una caja, abajo de
unos ladrillos. El dinero, que no eran los dólares que le había mandado ella,
sino plata argentina, desmerecida por una de esas tantas inflaciones que nos
fueron curtiendo el alma.
Hogar dulce hogar
Con la plata del primer año se compró el auto.
Con la del segundo se pasó de la pensión a la casa alquilada. Para el tercero
se tenía que dar el gran salto, y comenzó a buscar una casilla, una vivienda
que aunque no tuviera terreno propio le sirviera para ir echando raíces
definitivamente en este sur.
El que se la vendió era un hermano de un
compañero de trabajo. La señora no se había ambientado, la había enviado al
norte, pero ahora extrañaba. ¡Ya no se podía quedar acá!
Primero quería vendérsela con todo, pero a él
no le faltaba nada de lo que el otro podría ofrecerle. En el mismo camioncito
en que hicieron su mudanza el vendedor llevó sus pertenencias a una compra y
venta donde le adelantarían algunos pesos sobre la consignación, y después la
familia se cobraría el resto.
En la fiesta de la nueva casa participó el
comprador, el vendedor y varios compañeros de trabajo.
Para la fecha de las vacaciones el vendedor
estaba de vuelta aquí, y pasó a saludarlo, con el dinero de la casa y los
dineros que se juntó de liquidar sus pertenencias, más la venta de su vehículo,
se había comprado uno liberado, al que había puesto con una batea en Gallegos
como para que no lo dañen tanto las piedras del camino y pueda sacarle en el
norte mejor precio.
El comprador se ofreció para llevarlo hasta
Gallegos, de paso no iría solo. Durante el viaje uno a otro fueron contándose
sus sueños y proyectos.
Un mes más tarde se planteaba un regreso con
la sola preocupación de las boletas de pago que se habrían ido amontonando bajo
la puerta durante su ausencia, cuando llegó la gran sorpresa: en el lugar donde
debía estar su casa, su casa no estaba.
Preguntó entre el vecindario y allí se dio
cuenta la escasa familiaridad que había construido con ellos. La gente no
quería hablar, pero al fin una mujer soltó la lengua: ¡Se la llevaron a ese
otro sector, el que lo hizo dijo que se la había comprado y que así ocuparía su
terreno!
No le fue fácil dar con la casa, las
construcciones eran todas similares y a la suya la habían retocado un poco
entre carpintería y pintura. El ocupante, no pareció sorprenderse en demasía, y
a la hora de realizarse la denuncia respectiva mostró papeles de compraventa
idénticos a los suyos –aunque el los perdió por haberlos dejado en la casa- con
la misma persona como vendedor, y en una fecha posterior a cuando el lo dejara
en Gallegos. ¡Hasta figuraba en los papeles un monto de transacción superior al
suyo! Decía el nuevo dueño, que el no se retiraría para nada de la casa, que en
todo caso había sido sorprendido en su buena fe!
Comprar buzones...
A la hora de rememorar nuestra existencia
fueguina solemos destacar de inmediato la superación de la soledad, los rigores
del clima, la adquisición del costoso desarraigo. Pero --después de algunas
vergüenzas-, también las trastadas, engaños chanchullos y otras desilusiones a las que nos hemos
visto sometidos.
Situaciones que en muchos casos casi
comprometieron nuestra voluntar de quedarnos aquí, que en algún momento pueden
ser objeto de perdón pero nunca de olvido.
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