En ocasión de tramitarse el hermanamiento entre nuestro
hermanamiento con el ayuntamiento de Algeciras, población de España cercana al
enclave británico de Gibraltar, publicamos una serie de seis entregas de lo que
fue un frustrado operativo terrorista durante la Guerra de Malvinas, integrando
en el mismo efectivos de nuestra Armadas con efectivos de la organización Montoneros.
He dado con una publicación propia de la Armada que alude al
tema, se trata del libro de Jorge Bóveda, sobre La odisea del Submarino Santa
Fe, que presenta el caso como un intento de llevar la guerra al territorio
europeo.
Bóveda escribe con la seriedad de la referencia de los
hechos militares, despojado de la enjundia patriotera, y su lectura, aquí propuesta,
puede remitir al interesado a nuestra viejas notas.
Por estas fechas el almirante Anaya había concebido dar un
golpe de mano en una de las principales bases navales del enemigo: Gibraltar.
Con ese propósito se envió subrepticiamente a España un grupo de 3 hombres al
mando de un oficial retirado de la Armada con el objeto de hundir algún barco
auxiliar o de guerra, trasladando así el campo de batalla al continente
europeo. Este grupo había sido concebido en plena crisis con Chile y estaba
conformado por Máximo Nicoletti, Nelson Latorre y un tercero sólo conocido por
su sobrenombre de “El Marciano”, todos buzos con conocimientos en explosivos y
ex montoneros que habían cobrado notoriedad a raíz de exitoso atentado que
habían perpetrado el 23 de agosto de 1975 contra el destructor tipo 42
Santísima Trinidad que se hallaba en las etapas iniciales de construcción en el
Astillero Río Santiago.
La ventaja que ofrecía este grupo comando era que en el caso
de ser capturado no podría vinculárselo directamente con la Armada, pudiéndose
alegar que habían actuado por razones patrióticas en forma independiente. Su
infalible método radicaba en no dejar nada librado al azar: conocían los
blancos a atacar en detalle, contaban con refugios seguros, tenían
conocimientos previos del terreno donde actuarían, conocían bien las vías de
entrada y salía al blanco, disponían de inteligencia sobre los objetivos, etc.
Pero estos elaborados planes no estaban previstos respecto
de la flota británica, la cual no configuraba una hipótesis de conflicto para
la Argentina. En este contexto se pensó inicialmente en atacar algún buque
auxiliar en Montevideo o Brasil, pero eventualmente surgió la idea de dar un
golpe más audaz en Europa.
Consultados los buzos sobre la factibilidad de la operación,
éstos informaron “que si lograban hacer llegar las cargas a Madrid la operación
era factible”. Pocos días después llegaban a España, por valija diplomática
(sin conocimiento de la Cancillería), tres minas italianas con 20 kilos de
trotil y sus mecanismos de relojería. “Era una operación para llegar, ejecutarla
en dos días e irse” declaró a la prensa, años después, Nicoletti.
Pero “en los hechos” la orden de atacar demoró más de un mes
y medio en virtud de las intensas negociaciones internacionales que se llevaban
a cabo para detener el conflicto. Otro factor preocupante lo constituían los
frecuentes controles en las carreteras españolas, producto del inminente
comienzo del mundial de fútbol, donde se temía algún atentado terrorista por
parte de ETA, la conocida organización clandestina vasca.
Fue recién durante la segunda semana de mayo, que el grupo
recibió luz verde para elegir el blanco y el momento. Pronto advirtieron que en
Gibraltar no había buques británicos de manera permanente. Los buques de guerra
se presentaban un día y desaparecían al siguiente sin seguir un patrón fijo.
Cuando pudieron acercarse lo suficiente constataron que tan sólo había un
pequeño minador con casco de madera, que no justificaba un ataque.
Poco después entró a la base naval británica un
superpetrolero de bandera liberiana que representaba a los ojos del grupo un
jugoso blanco. Requerida la pertinente autorización a Buenos Aires la misma fue
denegada sobre la base de que no sólo se trataba de un barco neutral, sino que
el derrame de petróleo que con toda seguridad se produciría a consecuencia del
ataque contaminaría las aguas y playas circundantes, generando un daño
ecológico de inmensas proporciones, todo lo cual daría pie a una reacción
internacional adversa a la Argentina que sería hábilmente explotada por el
enemigo. Algunas horas después se presentaron dos fragatas inglesas que
aparentemente se alistaban para sumarse a la flota enemiga que ya operaba en el
Atlático Sur.
Hacia las 16:00 del 10 de mayo el bote con
Nicoletti y un compañero debía ingresar a la bahía de Algeciras para dar el
golpe. Pero el destino les tenía preparada una sorpresa. Poco antes de iniciar
el ataque fueron detenidos por la policía local, que los tomó equivocadamente
por delincuentes comunes al no poder justificar una anomalía en la libreta de
cheques secuestrada. Grande fue la sorpresa del comisario local cuando en
privado nuestro hombre le reveló su condición de oficial naval argentino.
Enterado del propósito real de la misión el Primer Ministro Español, Calvo
Sotelo, a la sazón en plena gira proselitista, con el fin de evitar un
incidente diplomático, hizo descender de su avión de campaña a 8 integrantes de
su comitiva, embarcando en su lugar a nuestros buzos rumbo al aeropuerto de
Barajas con una discreta custodia. Allí abordaron un avión de línea que los
devolvió finalmente a Buenos Aires. Días más tarde el Canciller argentino, Dr.
Costa Méndez, recibió un llamado de su par español indagando sobre este
particular episodio. Consultado Anaya, que estaba al corriente del regreso de
los buzos, pudo responderle –sin mentir- que ninguno de los nombres indicados
por la autoridades españolas correspondía a pers
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