Ambrosio Ascencio, originario de Llanquihue
(Chile), era el capataz de la Estancia Las Hijas, y jocosamente podemos afirmar
que era parte del inventario del establecimiento. Muy joven llegó a Tierra del
Fuego y se conchabó como peón en esa misma estancia, allá por el año 1935,
cuando su propietario, el Dr. César Vallejo, la fundó. Los años transcurrieron
desde aquel 1935, y Ascencio creció en la estancia habiendo llegado a conocerla
en detalle en toda su extensión.
Por propia gravitación y por su singular
honestidad y fidelidad, llegó a ser capataz y fiel colaborador de la señora
Dolly.
Cuando lo conocía contaba con 50 años y ya
estaba imbuido del orgullo de ser capataz, lo que aumentaba su autoestima a
niveles gigantescos. Para sí mismo este hombre era más importante que la misma
estancia, la cual sobrevivía gracias a su “irremplazable capacidad
profesional”, la que si bien no era tanta, podemos afirma que fue, durante toda
su vida, un pilar sincero de la actividad productiva. El orgullo, producto de
su autoestima, lo motivaba para acciones que rayaban en lo cómico, pues él se
consideraba idóneo en todos los temas
relacionados con la estancia y su hábitat.
Permaneció soltero toda su vida, viviendo en
la estancia. Los viajes a su tierra
natal, no fueron más de dos. La señora Dolly era casi una diosa para él, a
quien brindaba fidelidad de esclavo. La estancia y su propietaria eran la razón
de su vida.
Ascencio –así se lo conocía, por su apellido-,
era muy educado y respetuoso, sobre todo con las damas, a quienes trataba con
deferencia y reverencia señorial.
Poseía su propio vocabulario, producto de su
escasa instrucción escolar, y muletillas idiomáticas de su tierra natal que
“achilenaban” mucho su entonación. Si se le “ecapaba” una palabra inadecuada
frente a damas, cuya presencia no había advertido, nos decía: “¡Pucha, pucha,
por que no me dijite que estaba la señora!” Cuando se iba y despedía, siempre
decía: “Saludos a todos el que me pregunte”.
Era un experto conocedor de toda la extensión
y superficie de la estancia, en la que por ser boscosa era muy fácil
extraviarse. Cuando íbamos al bosque con Ascencio, para recorrer o rodear hacienda,
él marchaba adelante “revoleando” su viejo machete, hablando en voz alta, y
mientras explicaba su técnica de baqueano, daba golpes fibrosos contra los
troncos para marcar la ruta que él conocía de sobra.
Montaba en su viejo y crinudo caballo tan “baqueano”
en el bosque como él, al que había bautizado con el nombre de “El curacacho” y
con la compañía inseparable de “El hachazo”, su perro barbucho y desprolijo.
Ensillaba su caballo con un harapiento recado, a esa montura nosotros la
denominábamos irónicamente “recado Pirelli”, debido a que estaba atado y
remendado con trozos de cables eléctricos.
Su indumentaria para el bosque era un
pasamontañas azul que colocaba en su calva cabeza sin ninguna elegancia, un
saco desintegrado por roturas y enganchones producidos por las ramas, un
pantalón jean muy zurcido y unas botas de goma gastadas y agujereadas.
En nuestras recorridas, marchaba al frente con
orgullo, comandando un grupo que, conjuntamente con los peones,
conformábamos unos diez jinetes que harían
el rodeo bajo su mando.
Antes del amanecer, cuando llegábamos a la
entrada de la mancha de monte para iniciar el rodeo, hacía encender una hoguera
donde nos calentábamos mientras esperábamos la luz del día. En esa espera,
hablaba sólo él, continuando con las directivas, más o menos de este tenor:
“-Tu Miranda, por el límite de La Criolla, con
los perros.
-Tu
Ojeda, por el otro lao, hasta el esquinero de los corrales y nos esperas allí,
en la vega del guanaco, cuidando el piño.
-Usted,
Don Carlo, Richard, Barría y ustedes entran al monte cuando io grite y sigan gritando hasta salir por el bajo ‘e la
vega.”
¡Y que Dios nos ayudara! Y así nos formaba,
con una separación de cien metros entre jinete y jinete, mirando al bosque. Él,
en medio del grupo, levantaba el rebenque y gritaba fuerte, esa era la
señal para iniciar la marcha e
internarnos en la espesura.
Durante las cinco o seis horas que
marchábamos, no veíamos a nadie, sólo escuchábamos los gritos de los compañeros
lindantes, cuya intensidad auditiva era la referencia para saber si estábamos
más o menos en la misma distancia inicial y no habíamos perdido el rumbo. Era
una solitaria marcha por el monte alto y agreste, con mucha cantidad de árboles
y ramas caídas. Además de gritar permanentemente para ahuyentar las ovejas
hacia fuera, era necesario estar atento para que las ramas atravesadas no nos
desmontaran.
Esas horas de marcha y gritos eran,
aparentemente, las más tediosas y cansadoras, no veíamos a nuestros compañeros
ni a las ovejas que corrían en la espesura.
En uno de esos rodeos, tuve oportunidad de
encontrar rastros de las enseñanzas de cacería que el zorro colorado daba a sus
cachorros; aparecían ovejas, capones y corderos degollados pero no comidos,
sólo se trataban de prácticas de caza, como enseñanza de supervivencia de los
padres a sus crías.
Al finalizar la tarea en el bosque, salíamos
por lo general a alguna vega, donde había llegado gran parte de la hacienda, y
así en ese paisaje maravilloso, volvíamos a encontrarnos con la realidad y
éxito del rodeo. El balido de las ovejas y el ladrido de los perros llenaba de
música el paisaje.
Ascencio, orgulloso, reunía a sus legionarios
y nunca faltaba algún peón forastero que se perdía, en consecuencia debíamos
esperar hasta que saliera al claro. Regresábamos al casco de Las Hijas, entre
las dieciseis y diecisiete horas, muy cansados, pero dispuestos a repetir la
tarea al día siguiente en otro cuadro del campo. Volvíamos arreando el piño
hasta los corrales de aguante que circundaban el galpón de esquila. Durante el
regreso, Ascencio cabalgaba adelante revoleando el rebenque, al estilo del más
napoleónico de los generales, nosotros éramos su tropa.
Para designar ciertas cosas, tenía un
vocabulario propio, surgido siempre de la similitud que la cosa tenía con la
vida rural del bosque. Cuando se refería a su camioneta Ford, la cual mostraba
en su carrocería la mano de su dueño, denominaba de esta manera algunas de sus
piezas mecánicas:
“Estuve ‘onde Pina (el mecánico) y dijo que
tengo que cambialle el picapato que está malo” (se refería al rotor del
distribuidor, que tenía un formato semejante a un pico o azada).
“Me dijo Pina que está malo el palo chueco
(refiriéndose al cigueñal, que tiene un formato sinuoso)
“No, la camioneta esta guena, pero pierde el
agua por el rayador” (era en este caso el radiador)
Las herramientas y medios de reparación más
utilizadas por él eran un pedazo de cámara de auto, al que denominaba “pata de
chancho” y un trozo de alambre. Con esta técnica reparaba cañerías, conexiones
y otros daños menores. Su pobre camioneta tenía los muñones de la direcciones
de la dirección atados con esas gomas y
asegurados con un alambre para evitar
que se desprendieran. Nosotros, muy insensatos, éramos transportados en ese
vehículo por la cordillera, cuando Ascencio nos acercaba a punto de partida de
algún trayecto de exploración o para “bajar al pueblo”.
Una singular anécdota de Ascencio, ocurrió en
una oportunidad en que carneábamos un cerdo grande, tarea que realizábamos, él
como director técnico, dos chilotes y yo...
En esa época,
era novedad en materia de medicina, el primer transplante de corazón
realizado por el Doctor Cristian Barnard, en Sudáfrica, noticia que llegó a los
lugares más recónditos del mundo, y entre esos escuchas, se encontraba
Ascencio, para cuya autoestima no había diferencia entre lo que hacía el Dr.
Baranard y nosotros, desarmando el cerdo a campo abierto.
Después de pelar el chancho, lo abrimos por el
pecho y allí brotó la inspiración de Ascencio, quien de inmediato se identificó
con el científico y comenzó a explicarnos sobre el sanguiñolento corazón del
cerdo, lo que él suponía hacía el doctor en los transplantes de sus paciente
cardíacos.
Metía el cuchillo, cortaba las arterias y
venas, mientras se dirigía a nosotros diciendo:
“Pucha, que esta cuestión es harto fácil, se
corta acá y aiá, se ata con el otro, y iá está pegao el nuevo. ¡Es fácil la
cuestión!”
Lo gracioso es que nosotros tres, parados
alrededor del difunto paciente porcino, no nos reíamos ni emitíamos opiniones,
mirábamos los revoltijos de Ascencio en el tórax del cerdo como si realmente el
Dr. Barnard nos diera una clase. Eso enorgullecía más a nuestro improvisado
maestro, que no tenía límite en sus explicaciones.
Con sus relatos Ascencio, lograba cautivarnos.
Vale explicar la definición de universo que el
capataz elaboró para su propia enciclopedia:
Mirando el firmamento claro de una noche
austral, comenzamos a meditar sobre la inmensidad del universo, el más allá y
el límite de nuestros conocimientos sobre el tema.
La descripción de Ascencio fue categórica, al
preguntarle qué interpretaba él como firmamento, nos dijo:
“Pucha, que el cielo es como un barril lleno
de estrellas.”
A lo que nosotros preguntamos:
“¿Y después del barril que hay?”.
“Gueno, ...es todo espesor.”
Para Ascencio era un barril repleto de
estrellas y del lado de afuera “todo espesor”. ¡Terminante y absoluto!
Ascencio era muy respetuoso de Su Dios, a
quien confiaba todas sus acciones. Según él, Dios, para ejercer el control del
comportamiento de los hombres, tenía un libro “harto grande” de tapas duras,
donde anotaba “todas las cuestiones e’los viejos (hombres) e’ la tierra”. Al
preguntarle cómo hacía Dios para manejar semejante libro y pasar sus inmensas
hojas, nos explicaba que lo hacía con “una tremenda estaca e’madera e’pálo”, la
cual oficiaba también de señalador del libro.
Para Don Ascencio el registro de la Justicia
Divina se asentaba en un libro grande como el cielo cuyo señalador era una
tremenda estaca de madera.
El bosque era el único referente en la vida de
este hombre puro. Estas anécdotas, comentadas a la noche frente al fogón, se
transformaban en hermosos sainetes fueguinos que Ascencio elaboraba en la
seguridad de su imaginación autoestimada.
Envejeció en la estancia y de aquellos tiempos
en que se recolectaba la leña con un carrito catanga y dos bueyes mansos, se
pasó a un carro tirado por un tractor al que se le aplicaba una toma de fuerza
para aserrar la leña
Pasaron los años, pero Ascencio fue siempre el
general que comandaba la villa y así acompañó un día a sus peones a buscar leña
al monte. La correa plana de la transmisión a veces patinaba y debía
aplicársele resina. Él no dejó a nadie hacer esa tarea que trató de efectuar
con la máquina en marcha. Enganchó la manga de su camisa que arrastró su mano
derecha bajo la polea. En su vejez perdió su mano pero no su espíritu imaginativo ni el amor a ese terruño
adoptivo.
Ya jubilado, la muerte lo reclama en su
aposento, una vieja cama debajo de la cual guardaba los tesoros de su
imaginación, hebillas, jergas viejas, tientos, pedazos de lazos u cabestros,
hojas rotas de cuchillo. Muere en soledad pero supongo que feliz por sus logros
en la vida.
La noche de su muerte nevó intensamente, a
caballo debió darse aviso al destacamento policial del Puente de la Justicia
sobre el río Ewan, y se hizo imposible sacarlo por el estado de los caminos. Se
demoró la salida del cuerpo de Ascencio de la Estancia, cuya alma de general
quijotesco aún no quería abandonar el escenario de su vida.
Tal vez hoy, su alma vague por los
maravillosos encantos de los bosques que lo vieron fantasear y trabajar.
1 comentario:
Hola Mingo!
Muy colorido relato sobre la vida de Ambrosio Ascencio en su rol de capataz en la Estancia Las Hijas. Interesante por permitir al lector descubrir a la persona y también conocer su desempeño cotidiano en el ámbito de la estancia.
Encuentro en el libro “Tierra del Fuego” de Rae Natalie Prosser Goodall una referencia a la estancia que fuera el hogar de Ascencio. En esa obra, la autora señala que la sección a la cual pertenece la Estancia Las Hijas tenía un nombre ona: Tishcollishca. Asimismo indica que el campo primero era arrendado por la Estancia Viamonte, y que luego, en 1926 fue ocupado por Eduardo Schutt, quien más tarde quebraría. Plantea la autora que el campo “estuvo abandonado hasta 1936, cuando César Vallejo comenzó a trabajarlo nuevamente”. (Prosser Goodall, Rae Natalie: “Tierra del Fuego”, Ediciones Shanamaiim, 3º Edición, 1978).
La dueña de la Estancia Las Hijas, en la época en que fue escrito este libro, tal lo como refiere su autora, era la viuda de César Vallejo: la Sra. Catalina Kelley de Vallejo.
Un abrazo Mingo!
Hernán (Bs. As.).-
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