Del Boletín Salesiano NOTICIAS DE NUESTRAS
MISIONES -TIERRA DEL FUEGO
Adquisición de una
nave para la Misión
Con fecha 20 de julio de 1891 Monseñor José Fagnano,
Prefecto Apostólico de la Tierra del Fuego, escribía de Puntarenas al Revmo.
Señor Don Rua, manifestándole el progreso conseguido en la Misión de San Rafael
establecida en la isla de Dawson (Tierra del Fuego), y le añadía:< Por
desgracia algunas veces el retardo en recibir los víveres llena á los indígenas
de inquietud, y temo que esto llegue alguna vez á causar consecuencias
deplorables. Para evitar semejante peligro me parece no solo conveniente sino
necesario adquirir una goleta de la cual disponer en tiempo oportuno para el
transporte de provisiones. Repetidas veces ocurre que sin poder conseguir una
barca ni marineros, con inmenso pesar nuestro, debemos esperar semanas y mas
semanas llenos de aflicción por la suerte de nuestras Misiones…
Revmo. Sr. Don Rua, por el bien de la Misión, de nuestros
hermanos y de los pobres salvajes yo no puedo vivir tranquilo hasta no salvar
esta necesidad. Una goleta ó pequeño buque de vapor es indispensable para el
servicio de la Misión de San Rafael.
A las súplicas de Monseñor Fagnano para conseguir un barco
uniéronse entonces las de Don Rua, y, gracias á la caridad de nuestros Cooperadores,
se pudo comprar un barco, no de vapor, como habría sido de desear, sino de vela
y demasiado pequeño para resistir á las
tormentas de los mares australes.
He aquí una carta en que el R. P. José María Beauvoir nos da
noticias de la conducción del mencionado barco.
De Chiloé á la Tierra
del Fuego.
Puntarenas, 12 de mayo de
1892.
REVMO. SR. DON RUA:
Después de una ausencia de cerca de siete meses, me
encuentro de nuevo en Puntarenas en la buena compañía de los queridos hermanos.
Y tomando la pluma en los ratos libres que me deja el cuidado de los niños
educandos le daré breve noticia de mi último viaje, emprendido por orden del
muy amado Prefecto Apostólico, Mons. José Fagnano, para comprar una nave para
el servicio de la Misión de Tierra del Fuego. Tendré así ocasión de de dar un
testimonio público de la extraordinaria protección de María Santísima
Auxiliadora, en señal de viva gratitud por haberme librado varias veces en tal
viaje de inminente naufragio.
Habiendo partido de Puntarenas el 30 de septiembre del año
pasado, no pude volver hasta el 1° de abril del presente. Como á las 4 de la
tarde de este día, catorce personas embarcadas en la nave tan deseada,
dejábamos al puerto de Dalcahue, en Chiloé, y, aprovechando el viento
favorable, enderezamos rumbo por los canales del archipiélago, hacia el mar
Pacífico.
De paso nos detuvimos apenas en Coraco, tierra natal de
nuestro piloto, y en Melinka, una de las islas Guaitecas, residencia del
Gobernador marítimo. Por fin, á los 5 días de viaje entramos en el grande
Océano.
¡Ay de nosotros! Que apenas tocamos las aguas del Pacífico
comenzó á bailar azogadamente el barco sin aquietarse en treinta horas: un
viento fuerte de la parte de oeste, una espesa niebla y una lluvia desecha
pusieron á prueba la paciencia de los tripulantes. Las olas que se
levantaban como montañas jugaban con
nuestro pobre barco y amenazaban con tremendo fragor sepultarlo de un momento á
otro en los profundos abismos. ¡Tristísimo recuerdo! ¡Cuántos gemidos y cuánto
espanto en aquellas horas mortales! Pasó la mañana y la tarde y el día entero
sin que disminuyese un punto la furiosa tempestad. Llegada la noche, aumentó la
zozobra: azotada la nave por un horrendo golpe de mar, sintiese un fracaso
indecible: era la vela mayor que caía al agua con la entena correspondiente, al
mismo tiempo que se destrozaban en parte las demás. Fue menester arriar las que
quedaban y seguir á merced de las olas á palo seco.
A poco nos vimos delante de un escollo gigantesco. Parecía
llegaba nuestra última hora; la consternación fue general; el peligro
inminente.
Sin medio alguno en lo humano para evitarlo, todos invocamos
el socorro del Cielo. Las jaculatorias nos venían espontáneas á los labios: ¡Jesús mío, misericordia! ¡Oh María,
concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos á Vos! ¡María, auxilium
Christianorum, ora pro nobis!
Y María vino en nuestro auxilio.
El piloto, rendido de fatiga, bañado de agua y de sudor,
haciendo todo el esfuerzo posible para gobernar el timón, gritaba de tiempo en
tiempo: ¡Valor amigos míos! Mas luego
murmuraba en voz baja; No hay escapatoria; estamos perdidos.
Pero no, que, á Dios gracias, la barca tomó rumbo hacia alta
mar, y sólo al aclarar el día nos dirigimos á la costa.
Deseamos llegar al puerto Otwai, en el promontorio de Tres
Montes; pero impelidos por el viento continuamos aún nuestro viaje todo el día
á palo seco, pasamos el golfo Penas (ó de las penas) y, por fin, llegada la
tarde, conseguimos anclar en Puerto de Ballenas, donde
pudimos tomar el reposo de que tanto necesitábamos.
Restablecidos un tanto, continuamos viaje á la isla Black
donde nos detuvimos para confortarnos corporal y espiritualmente. Digo
espiritualmente porque toda la
tripulación, para cumplir una promesa hecha á María durante el peligro, se confesó
y al día siguiente, Domingo de Ramos, recibió la santa Comunión. Los que no
pudieron hacerlo en ese día no tardaron
mucho en cumplir su promesa, inclusive el piloto, el cuál asistía con
frecuencia á misa y á recitar á coros el rosario conmigo y la marinería.
Continuamos camino, y entrando en el estrecho inglés ó
Angostura anclamos en la isla Víctor, donde tanto por causa del viento
contrario como para reparar los daños sufridos nos detuvimos una noche y un
día.
El jueves, aunque el tiempo no era mejor, pasamos á la isla
Saumarez, donde abundaba la nieve.
En el puerto de Grappler encontramos una canoa con ocho
indios, á los cuales á más de regalarle algunos vestidos y varios embelecos los
invité á acompañarme; pero no pude conseguirlo, espero ser más afortunado si
los encuentro de nuevo.
El Sábado Santo el tiempo continuaba tan malo como en los
días precedentes, y sin encontrar buen fondeadero casi nos estrellamos contra
una roca; nos pusimos, en consecuencia á la capa durante la noche. Luego que
rayó la aurora seguimos por el canal con gran peligro de extraviarnos á causa
de la niebla, y á las tres de la tarde llegamos á Puerto Bueno.
Este puerto es más que bueno, es excelente: lo visité todo,
no obstante la lluvia, y me pareció encantador, un gran parque real con
graciosas islas, senos, caídas de agua y prados bellísimos. Nos es, pues,
extraño que toquen aquí casi todos los buques que viajan por los mares. En este
puerto encontramos recuerdos del buque de guerra italiano Américo Vespucio y de los mercantes alemanes Gula Suez y Roma. Habríamos
deseado detenernos siquiera un día, pero en el interés de llegar cuanto antes á
Puntarenas, al día siguiente, si bien era de Pascua de Resurrección, apenas
celebrada la misa y pronunciado un corto sermón, levantamos anclas y nos
dirigimos á la punta Hamilton á la rada Deep á donde llegamos á los cuatro
días, y luego, pasando por sirtes y escollos, á un puerto seguro en el canal de
Tamar, aun sin nombre conocido y que llamé de María Auxiliadora.
El 21 de abril soplaba un fuerte viento sud-oeste, y como el
piloto no conocía el lugar, vacilaba en darse á la vela; pero examinado un poco
el fondo, nos resolvimos á partir y en breve nos hallamos en el estrecho de
Magallanes que nos recibió con viento tan propicio que conseguimos andar como
sesenta millas en menos de cuatro horas.
Se nos dilataba el corazón al pensar que nos acercábamos á
nuestra querida Misión. Pero ¡ay! á cuantos peligros está expuesta acá la vida
del navegante…A cada momento puede sobrevenir una borrasca imprevista, dar en
una peña ó en algún bajo y salir de este mundo.
Nuestras pruebas no habían concluido, que otras no menos
duras nos estaban reservadas.
Después de una navegación propicia, con viento en poca hasta
las cinco de la tarde, se oscureció de improviso, vino la noche tan negra que
no nos veíamos unos con otros, una lluvia torrencial y un viento que despertó
de nuevo la más grande inquietud entre la tripulación. Anclar, sin conocer el
lugar, no era posible; continuar el viaje era en extremo arriesgado, á causa de
la vecindad del estrecho de la Angostura y del Chroket en una parte cubierta de
picos y rocas. ¿Qué hacer? Nos quedamos á la capa y con grandísimo temor nos
pusimos á voltegear de un lado á otro.
Más en esta situación terrible siéntese de repente un grito:
¡Escollo, escollo! Era nuestro hermano Porcina quien primero que todos
distinguía una gran roca contra la cual íbamos á estrellarnos. Un instante más
y nuestra barca se precipitaba en la punta norte de la isla Carlos III.
Se nos heló la sangre en las venas. ¡Fuerza, fuerza, virar
pronto! Grita el piloto. Y todos á una, sin pérdida de tiempo nos dimos á la
maniobra y conseguimos desviar el barco cuando ya estábamos sobre esa mole.
¡Bendito sea Dios! ¡Gracias sean dadas á María Auxiliadora quien dirigía
nuestros esfuerzos y nos demostraba una vez más la eficacia de su protección!
Salvado este peligro, apréciame que no podía temerse otro
tan pronto; continuamos toda la noche á la capa, y apenas comenzó á aclarar,
aprovechando el viento y la corriente favorables, alzamos velas y pusimos rumbo
á la isla Dawson, que ya divisábamos.
Bajo entretanto á mi camarote cuando oigo que me llaman para
preguntarme si la barca iba bien. ¡Cápita! Demasiado bien. Habíamos avanzado
más de lo necesario y entrado en el canal de Magdalena. Nos empeñamos en
retroceder, pero se declaró un terrible huracán que impidiéndonos la maniobra
nos obligó á dirigirnos hacia el promontorio de San Isidro. Habríamos querido
llegar entonces al puerto Famine; pero no bien había bajado de nuevo á tomar un
ligero alimento siento un fracaso que me puso el alma entre los dientes.
Nuestra goleta había embancado en un bajo de arena.
Las olas comenzaron á azotarla con gran fragor. La nieve
caía en abundancia y el viento soplaba impetuoso. Arriamos velas en el acto y
nos pusimos á impeler la nave afirmando palos en la arena. Todo esfuerzo era
inútil y corríamos gran peligro de que perdiera el equilibrio y se hundiese
allí mismo. Pasadas largas horas de vano trabajo, estábamos ya para embarcarnos
en una chalupa y salvar, al menos, la vida, cuando me vino una idea. Sin decir
nada á nadie, me fui á rezar el Rosario en
mi camarote y luego las letanía
lauretanas que concluí con la oración Acordaos
de San Bernardo ¡Oh portento! Apenas concluidas las oraciones la nave se
alzó como por encanto y quedó libre del bajo en que estaba presa. Era esta una
gracia señalada de María Auxiliadora y me atrevo á decir un verdadero milagro.
Continuando viaje el 23 de abril llegamos, por fin, todos
sanos y salvos á Puntarenas.
Tales han sido, Sr. Don Rua, las peripecias de mi viaje á
Chiloé. Si V. R. lo cree conveniente, puede hacer publicar esta carta en el Boletín Salesiano para que mejor se
conozca la protección bondadosa de María auxiliadora y para expresión pública
de mi agradecimiento y del de mis compañeros de viaje.
Gracias también á nuestros buenos Cooperadores, que nos han
proporcionado los recursos necesarios para conseguir el barco sobredicho de
tanto interés para el servicio de nuestra Misión de la Tierra del Fuego.
Monseñor Fagnano partirá conmigo bien pronto en ella á la
isla de Dawson.
Saluda con todo afecto á V. R.
Su afmo. Hijo en J. C.
JOSE MARIA
BEAUVOIR
Presb. Salesiano.
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