Creo que allá por el año 1960, cuando mi
familia volvió a vivir en Río Grande, el primer paseo de reconocimiento hecho
de la mano de mi padre terminó en el sillón de la peluquería. Esta
circunstancia se repitió durante mi infancia. Llegaba un sábado, mi padre
preguntaba si estaba listo, y me había lavado la cabeza, fregado el cogote y
limpiado las orejas lo mejor posible y partíamos los dos para la amansadora
capilar.
No puedo recordar los temas de conversación
que se desarrollaban en ese recinto, pero eran muchos entre los mayores. Los
chicos nos comportábamos de otra manera porque el peluquero era bastante
chinchudo, un peluquero de aquellos que si te portabas mal –y malportarse podía ser simplemente moverse cuando la máquina
nos pegaba un tirón- suspendían el corte y te mandaban de vuelta con la
escalera correspondiente ante la risa de todos.
¡Ni que pensar si aparecía un piojo!
Las revistas eran un montón informe para
curiosear. En su gran mayoría ejemplares de El Gráfico que llegaban en barco y
servían para ponernos al día en imágenes sobre lo que trabajosamente nos
informábamos por la radio. Por suerte a veces las finanzas andaban bien,
entonces en el negocio de al lago se podía comprar una historieta, con una lectura
más afín a nuestra fantasía.
El tiki-tiki de la maquinita, el peine fino,
los enormes botellones y su pulverizador que formaban fila frente al espejo,
junto a un frasco industrial y turquesa de Lord Cheseline, eran parte de la
escenografía. Las sillas dispares, el perchero, el calentador a velas, los
ceniceros, eran los otros ingredientes. El invierno empañando el vidrio donde
podíamos dibujar o escribir a escondidas, si no nos veía el peluquero, y el
frío nos esperaba afuera cada vez que nos blanqueaba la cabeza en una media
americana.
Todavía no afloraba la moda de los Beatles y
lo de los Hippies, que causarían las primeras luchas generacionales por el pelo
libre. Antes cuando un niño se portaba mas solían llevarlo ante el peluquero
con algunas exigencias: -“Déjele un mechón para agarrarlo más fácil”, o se
confinaba al niño rebelde a la vergüenza del corte “a cero”.
Me han dicho en El Sureño que hoy es el día
del peluquero. Vuelvo a mi memoria –y en la de otros- sobre este oficio ligado
a la pulcritud de la gente. Algunos nombres resultarían significativos:
Antonio Fava, instaló su peluquería sobre la
que fue la de Pacheco; y junto al mismo –librería de por medio- “La Guacha”
Vargas hacía la competencia.
En el hotel de Julio Andrade –el papá de Cano-
Ulloa, de triste final cuando ya oficiaba de zeppelín, comenzó a peinar la
suerte.
Luis Mansilla, peluquero de Aeronaval, seguía
–después de hora- en la calle Espora, allí donde terminaba el pueblo, con los
cortes de pelo en su propio domicilio. Mansilla es aquel al que llamábamos
“Cachaña”.
Las guarniciones militares disponían de
peluqueros propios entre el personal de servicio, no obstante ello de allí paso
a obtener un oficio Cayetano Salazar –el Chango- colimba tucumano que por los
años ’60 instala su peluquería sobre la calle Perito Moreno. ¿Cómo no se podía
aprender a cortar el pelo, con 500 cabezas de veinte años disponibles todas las
semanas! El Chango, en los años en que la relación pelo largo y disciplina se
puso tensa en el colegio Don Bosco, recibía en horario escolar a los que
acataban las directivas; el joven partía a lo de El Chango, allí le dejaban el
cogote como le gustaba a la señorita Tita, y a fin de mes con la cuota de la
cooperadora llegaba la cuenta.
Entre la gente que más recuerda la vieja
policía aparece el nombre de Lombardo. Yo también pasé por su tijera cuando
atendía a los particulares en casa de Alonso, pero lo una vez sola, me daba
risa porque era tartamudo y tenía miedo que se enojara, porque era policía.
Tijera, tijera no, que se dice no. Lo habitual
era una maquinita –la del tiki-tiki- de la cual conservé una por herencia
familiar, dado que en el campo la peluquería era un servicio recíproco. Una
máquina de esas era la que usaba el padre Zink, en sus años de parroquia urbana.
Más de una vez lo vi llegar a Cirilo Tomas y su hijo mayor los sábados por la
tarde al salón parroquial; después el petiso y el cura se perdían en un truco.
Dicen que en la Misión el Cura Gaucho seguía con su práctica, aunque allí
competía con las virtudes de Don Jorge Eterovich.
La tecnología avanzó con las máquinas
eléctricas que exigían de los peluqueros nuevas técnicas de expresión corporal,
para no terminar enmatambrado con los clientes que miraban temerosos como
pasaba el cable frente a sus ojos.
Hubo un tiempo en que muchos nos desconectamos
de la peluquería. Apareció un peine de plástico que con algunas Gillettes dio
pie a que las mujeres se ensañaran con nuestras pelambres a cambio de una
patilla más larga, o una colita de pato a la que no estaban acostumbrados
nuestros tradicionales coiffeur. Estas navajas no tenían nada que ver con las
Arbolito o Esquiltuna que servían para emprolijar los detalles poniendo una
cuota de suspenso al finalizar cada corte profesional, y con las cuales se
filtraba ese poquito de sangre que se remediaba con el alcohol del agua
colonia, y que si llegaba a la camisa motivaba los justificados rezongos de las
lavanderas. Mi padre se afeitaba en casa, no eran muchos los que concurrían
habitualmente a la peluquería para que lo embadurnen en público; eso sí: él
–cada tanto- llevaba sus seis Hein Boker & Co. Para que el perito peluquero
al asentarlas se las dejara a punto de sus exigencias matutinas.
Las peluquerías siempre fueron cosa de
hombres, hasta que apareció por los años 70 Diógenes Montalba, que en su
negocio que estaba en Estrada entre San Martín y Perito Moreno inauguró la moda
unisex.
Me han dicho que Mecha Dura sigue cortando el
pelo en su casa. Y que Antonio Fava, que ahora vive del taxi, conserva en su
hogar el sillón con el que trabajaba al lado de Zorjan. Antonio es protagonista
de un hecho singular cuando le tocó cumplir una promesa jubilando luego de 30
años de servicios a Don Máximo Chaparro, al que desde aquel momento continuó
esquilando gratis.
Hubo otro que se jubiló, pero por la calvicie,
pero de él hablaremos en uno de estos encuentros en El Sureño.
En fa foto: Antonio Fava y Víctor Bórquez.
1 comentario:
Hola Mingo!
Buscando en las páginas del libro “A hacha, cuña y golpe”- en el cual por cierto uno se sorprende por sus datos curiosos y poco conocidos algunos, lo cual valoriza aún más su contenido - encuentro una breve mención a un peluquero referido en tu artículo. El dato nos lo da Aníbal H. Allen, quien llegara a la Tierra del Fuego en el año 1939. Cuenta Allen:
“Pacheco era un peluquero, guitarrista y cantor, y era “el diario del pueblo”. Mientras le cortaba el pelo a uno cuando venía del campo, se enteraba de todo lo que había ocurrido en Río Grande, de día, de noche, en cualquier momento. La peluquería estaba en 9 de Julio y Perito Moreno, que en ese momento era el centro comercial de Río Grande”.
Un abrazo Mingo!
Hernán (Bs. As.).
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