Uno
Terminaba el año 60 y terminaban los arreglos
en la que sería mi casa. Los carpinteros, un hombre mayor y un aprendiz
terminaban de levantar un pequeño tabique que en la galería separaría lo que
por un lado sería la puerta de entrada a la vivienda –doble puerta vieja
reforzada con una chapa de hierro lisa- y el rincón donde iría el calentador de
hierro, todavía no adaptado a gas.
Entonces llagó mi padre con lo necesario para
participar de una ceremonia elocuente: había que colocarle a la casa su
corazón, y este no sería otro que una botella de tinto, de ese que se compraba
al granel desde la misma pipa del barril, pero eso si: con el corcho protegido
por una cabeza de lacre, esa que prolijamente mi padre terminó de esculpir al
calor de una vela y ante la curiosidad de mis ojos de niño.
Los carpinteros esperaban su pequeña
recompensa, había otra botella igual que pasó rápidamente de boca en boca de
los adultos hasta agotarse. Yo no estaba en edad de saborear lo que a ellos les
deleitaba, pero si me advirtieron que quedaba como testigo de la ceremonia, y
que con los años no debía olvidar donde estaba el “corazón de la casa” y en
caso de realizarse una reparación que la descubriera debería compartir el vino
con los carpinteros del momento, y repetir la ceremonia...
Dos
Yo era un chico de cuidar mis juguetes pero
con algunos había tenido mala suerte. Un número importante de ellos, los
correspondientes a mi primera infancia, había sucumbido a los esmeros de algunas
primas. Eran muñecos de goma, de esos que tenían un pitito en la parte
inferior, pitito que sonaba quejoso cuando se lo apretaba y transitaba de
adentro para afuera un caudal de aire.
Algunos de ellos ya habían perdido su
musicalidad porque yo en mi curiosidad, con mis dedos mucho más pequeños había
procedido a meter el silbato para adentro, y no había forma de sacarlo. Pero el
problema fue que las primas procedieron a llenar una bañadera e hicieron del
hecho, y con jabón Rinso, un lavado general con consumió la consistencia de la
goma, en otras palabras se pudieron casi de inmediato.
En medio de mi angustia se salvó uno solo de
ellos: Fermín: un corderito de jardinero azulino, que con su pitito hundido me
acompañaba a la hora de dormirme.
Vaya a saber en que andaba pensando cuando,
tira a Fermín para acá, tira a Fermín para allá, este fue a caer dentro del
espacio de pared que se estaba cerrando y donde quedará apresada por un tiempo
inimaginable “el corazón de la casa”.
Cuando se dio el hecho alerté al menor de los
carpinteros pretendiendo que desclavara un par de tablas y lo sacara. Yo había
intentado llegar con mi pequeña mano y mi delgado brazo en incómoda posición
pero no había conseguido sacarlo. Pero el muchacho no fue solidario con mi
preocupación. Me miró con ojos de vino, y terminando rápidamente el claveteo me
consoló diciendo que ahora “el corazón” tenía quien lo cuide.
Sobre las tablas vino un revestimiento marrón,
que se llamaba técnicamente “celotex”, y allí a cierta altura seguía presente
ante mis ojos imaginantes el Fermín, que por lo que habían dicho la punta de
mis dedos había caído de cabeza.
Tres
El golpe de estado de 1976 llegó como si no lo
estuviésemos esperando. Mi primera reacción ante la noticia fue no levantarme.
La siguiente pensar en que podía llegar a pasarnos, a pasarme.
Como no nos pasaba nada-no éramos ni lo
peligroso ni lo importante para que nos vinieran a buscar- decidí tomar algunas
prevenciones del caso: había ciertos escritos que debían quemarse. Libros,
revistas..
En el patio, del lado de la quinta había un
tacho en el cual parte de la basura se quemaba para luego abonar la tierra. Mi
paquete correría la misma suerte. Si fuera por mí que importaba, pero yo no
podía comprometer a mi gente...
Pero mi padre me vio y me arrebató el paquete,
me mandó adentro y al rato volvió diciendo que ya estaba listo. Yo pensé que me
había evitado gentilmente ser el verdugo de tantos pensamientos afines, y que
había evitado que se me viera desde el vecindario en tareas que no me eran
propias, y por lo tanto sospechosas.
Esa noche papá trajo una botella de vino
Canale, tinto, y me apuró a compartirla entre los dos.
Cuatro
Mi padre falleció el día de San Cayetano de
1979. Dos o tres días antes de morir me llamó para pedirme con su ya débil voz
por mi madre, como si desconfiara que me ocupara de ella. Después me pidió
algunas disculpas innecesarias que irían de la mano con algunas cuestiones de
conciencia suyas, y me confió algunos secretos, no todos lamentablemente, sobre
su vida, sobre su comportamiento. Hasta que al final, con una sonrisa que no se
como sacó a relucir en tal duro trance, me informó en el galpón, en el forro de
la pared detrás de la fiambrera estaban esperándome mis libros prolijamente
protegidos envueltos en un viejo mantel de hule y en una bolsa de cemento.
Cinco
Dos primaveras más tarde trabajaban los
carpinteros en una ampliación de la casa cuando llegando a cierto tramo de la
pared les pedí la barreta y les conté la primera parte de esta historia. Íbamos
a descubrir el corazón, un tinto de veinte años. (iba a recuperar a Fermín);
pero no había tenido en cuenta que en el interín la casa había experimentado un
traslado y el movimiento había trizado finamente la botella en diversos
sentidos. Por eso cuando saqué la tercer tabla apareció en medio del polvo con
su silueta rojiza, pero cuando fui a tomarla del cuello me quedé con el lacre
en la mano, mientras el vino se convertían en una leve cascada que se filtraba
hacia el piso. Uno de los carpinteros, el mayor, mojó sus dedos en el torrente
y afirmó que no se había picado. Yo simplemente seguí buscando, por allí debía
estar Fermín, pero todo era polvo.. a no ser por una pequeña membrana de metal
que tal vez fuera el pitito.. que ya no sonaba más. Al muñeco se lo había
consumido el tiempo.
Seis
El 30 de octubre de 1983 se volvió a votar en
la República Argentina. Y yo había sido candidato, y por sumatoria de
voluntades: concejal electo en mi Río Grande.
Lo tiempos estaban cambiando.
Una de esas tardes, de vuelta a mi casa, pasé
derecho hasta el galpón que estaba tremendamente abandonado desde que se
perdiera su dueño. Con una barreta pequeña que levanté de un esquinero
descolgué la fiambrera que desde hace un tiempo protegía algunas latas de
pintura y me encontré con entablado que fuertemente claveteado me ofreció
muchas más dificultades para retirarlo. Allí fue apareciendo la bolsa de
cemento, pero para desazón mía no me iba a encontrar con mis Ortega Peña, mis
Hernández Arregui, mis Armand Mattelar.., las ratas se había mentido por la
pared de ondalit y se habían alimentado de toda esa pulpa dejando en su lugar
abundantes excrementos.
El riesgo había sido en vano.
Ya estaba por dejar todo como estaba, cuando
pensé que mi padre en igual circunstancia hubiera vuelto a colocar la fiambrera
en su lugar, y en eso fue que pude descubrir allí cerca de donde había estado
alguna vez mi tesoro literario una botella de tinto Canale.
Los tiempos habían cambiado, y yo no tenía con
quién compartir aquella herencia.
1 comentario:
Hola Mingo!
¡Excelente! Muy emotivo, y me gusta cómo está contado, en forma de breves capítulos. Capítulos que marcan momentos. Sinceramente me agradó mucho cuando lo leí en la edición de papel (gracias!). Su lectura va llevando a distintas sensaciones; surgen pasajes que dan lugar a la emoción, a la reflexión.
Buenísimo que ahora este texto que vio la luz hace un tiempo, ahora también forme parte de tu blog.
Un abrazo Mingo !
Hernán (Bs. As.).-
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