Arnoldo Canclini en su libro EL FUEGUINO, Jemmy Button y los suyos, da cuenta en forma documentada y novelada de la existencia de aquellos nativos que fueron llevaros por Robert FitzRoy, en la Beagle, a un aprendizaje de vida inglés.
De por medio cuenta lo que pasó cuando cuando recalaron en Montevideo y los tres jóvenes canoeros del fin del mundo fueron llevados a un lenocinio en la capital de la Banda Oriental del Río de la Plata.l
Hacía algunos meses que la tripulación no tocaba
puerto en una ciudad más o menos civilizada
el permiso para bajar a tierra recién llegaría al día siguiente. Pero
algunos de los marineros pensaron que eso era injusto, pues no creían que se
podía deber a los rumores de alguna epidemia en el lugar. Urdieron un plan para
eludir la guardia y escaparse a visitar cierta casa que uno de ellos, conocedor
ya de la ciudad, había visitado en otra oportunidad.
El sujeto enseguida encontró cómplices y a uno de
ellos se le ocurrió llevar a los fueguinos varones para aumentar la diversión.
¿Cómo reaccionarían los salvajes en una casa de citas? Por cierto, era una
cuestión interesante. Los tres lo aceptaron, porque ellos también estaban
saturados de la navegación y sentían cierto tufillo a aventura; además no
tenían la menor idea de dónde iban, porque en su tierra no había ni lejanamente
algo parecido a la prostitución. Así fue cómo York, Boat y Jemmy se dejaron
guiar por los atrevidos hombres que se exponían a un castigo de gran severidad.
Caminaron algunos cientos de metros por calles muy
oscuras. El conocedor golpeó a una puerta y enseguida le abrió una muchacha
mulata que lo identificó. Sabía algunas palabras en todos los idiomas de las
tribulaciones que tocaban allí, ya que eso era parte de su modus vivendi.
-Hello, my dear!
–dijo en tono sugestivo, que despertó la virilidad del marinero.
Con gestos ampulosos y palmaditas en los brazos y las
nalgas de los más cercanos, los hizo pasar a una especie de sala, muy poco iluminada.
Jemmy comenzó a sentirse incómodo. De detrás de una cortina, apareció una mujer
vestida de colores chillones y con un peinado extravagante. Ésta comenzó a
hablar en voz muy alta, aunque no se molestó por hacerlo en inglés.
-Hola, hola, ¿cómo les va a mis muchachos? Pero antes
que alguien pudiera contestar, abrió los ojos desmesuradamente y comenzó a
chillar. Aunque los fueguinos se ocultaban detrás de los otros, el único foco
de luz encendido estaba exactamente encima de ellos. Era como si se hubiera
querido iluminar exclusivamente a York, cuya figura se hacía muy ostensible y
con aspecto atemorizador.
-¿Qué es ese negro sucio que traen? ¡Ésta es una casa
de gente! –gritó en forma estridente.
El aludido era muy duro de oído para el inglés y no
sabía nada de castellano, pero al ver el dedo levantado hacia él, en ese tono
de voz, la palaba “negro” –tan parecida a las que usaban cuando querían
despreciarlo a bordo- le hizo surgir una furia incontenible. Jamás una mujer lo
había apostrofado en ese tono. Nadie habría esperado su reacción. SE abrió paso
entre dos marineros que lo separaban de ella y, en menos de diez segundos, le
había dado un bofetón en la cara, haciéndola caer al suelo, con la boca y la
nariz sangrando.
Los ingleses se lanzaron sobre él y dos muchachos que
entraron apresuradamente trataron de ayudar a la víctima, pero el indio se
había descontrolado y comenzó a repartir golpes a diestra y siniestra, dejando
el piso a cuantos se le acercaban. La mujer se arrastró para cobijarse detrás de
sus defensores, aunque parecía que nada podía contener al gigante. Pero Boat y
uno de los marineros lanzaron voces y, sin razón alguna, York se detuvo
jadeante. Todos salieron corriendo de la casa y no se detuvieron sino a
doscientos metros del barrio.
Allí les vino el temor de las consecuencias de su
acción. Si el comandante se enteraba de la aventura y sobre todo de que habían
implicado a sus protegidos, les esperaba no menos de una docena de azotes. Se
miraron cuidadosamente y notaron que Jemmy tenía un raspón en la mejilla. Les
hicieron serias advertencias de que no debían decir nada a ningún oficial y los
tres estuvieron de acuerdo, ya que a esa altura comprendían bien que se habían
involucrado en algo indebido. En realidad, al día siguiente, FitzRoy estaban
tan impresionado por el diálogo en la casa del cónsul que no notó nada, amén de
que el muchacho se las ingenió para eludirlo.
2 comentarios:
Hola Mingo!
La pluma de Arnoldo Canclini - autor fallecido el 10 de junio de 2014 -, nos dejó variados textos sobre historia fueguina. Una gran parte de su obra se centró en los aspectos concernientes a los misioneros anglicanos ingleses, quienes habían llegado a la Isla en el siglo 19 con el fin de evangelizar a los aborígenes yámanas, acercándolos a la vez a las normas y conductas que organizaban la vida del hombre civilizado. Alrededor de esta temática, Canclini publicó varios textos de importante circulación. Ejemplo de ello, es una colección de cuatro libros de la Editorial Marymar - hoy desaparecida aunque sobreviviendo con el nombre de CEFOMAR Editora - a los cuales Canclini tituló con los nombres de los principales misioneros anglicanos: Allen F. Gardiner, Waite H. Stirling, Tomás Bridges y Juan Lawrence.
El momento en la línea de tiempo fueguina en el cual aparece el grupo de fueguinos que fueron llevados por el Capitán Fitz Roy a Inglaterra en 1830, fue abordado por Arnoldo Canclini a lo largo de los años en diferentes trabajos.
Del libro citado en el artículo, “El fueguino. Jemmy Button y los suyos”, transcribo un extracto del capítulo inicial titulado Encuentro, en el cual el autor realiza una mirada posible sobre cómo pudieron haber ocurrido los hechos que derivaron en el sobrenombre Jemmy Button asignado a un aborigen fueguino.
“Aquella mañana, Omoylume salió a caminar por la playa como todos los días (...). Era el 11 de febrero de 1830 (...). Mientras caminaba al azar por la playa, pensaba en arrojar alguna piedra a una bandada de avutardas o de pingüinos para mejorar de ese modo su dieta, ya que no estaba seguro de cuándo regresaría su padre, que había ido con otros a perseguir una manada de guanacos (...). Un niño de doce años como él ya debía ser capaz de proveer algo y eso era lo único que le preocupaba.
Aunque algunos lo llamaba Show-lu-a, también le habían puesto Omoylume, y luego se crió en Wula, la gran isla en que vivían casi siempre. Aquel lugar, del que iban y venía periódicamente, era Wulaia, o sea la bahía de Wula, aunque él realmente había pasado sus primeros días en Wul-isk, el islote que estaba enfrente, y que ocultaba la vista del gran canal Onashaga.
Pero avanzada la mañana, una aparición surgió detrás del islote. Era una nave de dimensiones colosales (...). (...) Encima tenía una serie de grandes objetos blancos y planos que se hinchaban con el viento. Se veía una serie de hombres que iban de un lado al otro (...).
(CONTINÚA EN EL SIGUIENTE COMENTARIO)
(VIENE DEL COMENTARIO ANTERIOR)
Rápidamente, los indios que estaban en el lugar se reunieron en la costa. No pasaban de una docena (...). Observaron atentamente cuál era la actitud de aquella gente extraña, con sus rostros blancos como pecho de pingüino y sus cabellos como las hojas cuando están secas. Pero se veía poco de ellos, ya que estaban cubiertos hasta el cuello con lo que parecían ser ropajes.
Los hombres subieron apresuradamente a sus embarcaciones, tomando los remos, mientras las mujeres se escondían entre los primeros árboles. Omoylume miraba la escena, con pena de perderse la experiencia. Pero un tío suyo, que ya estaba a punto de partir, lo vio y lo llamó:
-¡Eh, muchacho! ¿Tienes ganas de ir a ver?
-¡Voy corriendo¡ ¡Espérenme!
Remaron con brío (...). Llegaron casi hasta tocar la nave y comenzaron a gritar con todas sus fuerzas. Desde arriba, les hacían señas y se dieron cuenta de que pretendían algún intercambio. Uno de ellos tenía dos grandes pescados y los levantó sobre su cabeza como ofreciéndolos.
Cayó un par de sogas por el costado de la nave y comprendieron que era una invitación. Llevando en la boca su mercadería treparon con agilidad. El muchacho se fue hacia un costado y comenzó a mirar por un orificio. Un hombre muy erguido, que tenía una casaca azul y algunos objetos dorados encima, quiso dialogar con él, pero no resultó posible. Su tío le preguntó:
-¿Te gustaría quedarte un poco más para seguir espiando?
-Quizás. Respondió dubitativamente el muchacho.
“(El que vestía de azul) sonrió, mirando con simpatía al jovencito. Luego, pareció como que notara que tenía un botón a punto de caerse y se lo arrancó. Entregó el pedacito de nácar al indio, quien tuvo la idea de que era una especie de compensación por la visita de su sobrino. A nadie se le ocurrió que estaban comprando o vendiendo a alguien. De hecho, cuando a los pocos días volvió el padre de Omoylume, se enfureció con su hermano:
-¡Vendiste a mi hijo por esta tontería!
- Yo no lo vendí. Él quiso quedarse y el hombre me dio esto.
Pero aquel botón de nácar estaba destinado a la fama. Para los marinos, “Omoylume” era algo demasiado complicado. Por eso le pusieron un sobrenombre, con el cual el muchacho pasaría a la historia. En su idioma, el inglés, “Button” significa “botón”, y esa palabra sonaba buena como apellido. Alguno pensó en un nombre muy común, o esa “James”, pero, como era un niño, escogieron un diminutivo. Así fue como el pequeño fueguino llegó a ser conocido, y a su tiempo a ser famoso, como Jemmy Button”. (Canclini, Arnoldo: “El Fueguino. Jemmy Button y los suyos”. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1998).
Digamos también que en el área geográfica a la cual refiere Arnoldo Canclini, la cartografía actual incluye una isla que lleva el nombre “Button”, ubicada en el Seno Ponsonby, al sur del Canal Murray.
Un abrazo Mingo!
Hernán (Bs. As.).
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