Obligado 519


Hubo un tiempo en que vivimos en la calle sin nombre y la casa sin número. Los maestros recién llegados quedaban consternados cuando al completar el registro los chicos solían identificar su domicilio de esa forma. Era un pueblo que crecía con cierta prisa y no existían mayores urgencias por esos datos de pertenencia.

De pronto en este regreso al blog recuerdo el libro aquel de Jacobo Timerman, que tenía su título pero que salió con otro en tapa para que no lo sacara de circulación la censura del Proceso: Preso sin nombre, celda sin número…

Pero hay que volver aquí, para poder volver a estar en otras partes.

Yo venía bien y patiné en el hielo frente al portón del vecino. Sentí un tremendo ruido dentro mío y mis vísceras comenzaron a descender como si quisieran salir de mi cuerpo. El pie izquierdo caía a su costado, arrastrando toda la pierna. Yo me acosté sobre el lado derecho y volqué la extremidad que creía rota sobre su compañera, suponiendo que la cosa pasaba por el cuello del fémur. Más tarde el médico afirmó que la fractura era a nivel pélvico y que iniciaría un período de recuperación de 120 días a partir del 19 de junio.

No vamos a hablar del dolor que cuando lo hubo fue intenso, ni vamos a referirnos a la paciencia que siempre fue escasa en todo este tiempo. Vamos a decir simplemente que hemos cumplido las dos terceras partes de la condena de esta suerte de arresto domiciliario, y que nos sentimos mejor.

Por eso podemos desandar los pasos de nuestra memoria, sentado de nuevo frente al teclado de la computadora, y recordando que aquí donde yo estoy, era en un tiempo una calle sin nombre y una casa sin número.

Es que aqui, te asignaban un terreno por manzana y lote, y entonces te traía la mejora* un maquinista vial, colocándola bastante al tun tun.

Durante un tiempo la casa estaba al lado de Tressa, la única vivienda de material de la cuadra. Y casi al frente de Cabeza Hinchada. Supongo que también en algún momento, algún vecino nos habrá usado de referencia. Últimamente suelo decir a veces que estoy frente al taller de El Entrerriano, en tanto que Jorge Sosa me confesó que él muchas veces dice: “Tengo el negocio frente a lo de Mingo”.

La casa estaba antes en Fagnano 777, y mi madre tenía un terreno sobre la calle 25 de Mayo. Por una circunstancia que no voy a detallar ahora -para no hacerla tan larga- en vez de mover la vivienda hacia el terreno materno, fue dirigido al de la tía y así seguimos hasta que un día “me lo vendió” a mí.

Mi casa tiene todavía el número que trajo mi padre cuando regularizó ciertas cosas en la Municipalidad… Recuerdo que llegó con un pequeño paquetito de papel madera, atado por mayor seguridad con hilo sisal, y sobre la mesa lo descubrí mientras papá buscaba un martillo para colocarlo enfrente. No sólo que ya teníamos un lugar en el mundo, sino que sabíamos cómo se llamaba.

Había una anotación que decía que el nombre completo era Rafael Obligado, pero allí terminaba mi erudición sobre el tema. Un tiempo después alguien vino y dijo que la calle del Aeroparque, en Buenos Aires, se llamaba igual; y yo otro día en la Biblioteca averigüé que se trataba de un poeta, autor de un libro que después del Martín Fierro era de lo más importante en reflejar las cosas criollas. Un libro que hablaba del payador: Santos Vega. Entonces la memoria ayudó y volvimos sobre un libro de lectura de segundo grado, que hace muuucho estaba guardado, donde aparecía una poesía que había servido para que yo aprendiera la palabra “fragmento”: “Cuando la tarde se inclina sollozando el occidente, corre un sombra doliente sobre la pampa argentina…”.

Paso un tiempo y fue noticia que el Gobierno encaraba una campaña para estimular el conocimiento de los autores nacionales en todo el país. Se concurría a las oficinas de correo y allí te facilitaban un catálogo con todos los libros disponibles los que, de encargarse se recibían y pagaban a contra reembolso. Papá hizo la gestión y al tiempo hubo que ir a buscarlo y pagarlo:¡Teníamos en nuestras manos el Santos Vega!


El libro no era el Martín Fierro, no tenía ni su picardía ni un lenguaje campero, pero impactaba su escenario y cierta musicalidad que me invitó a aprenderlo de memoria.


El tío Marcial y el Chueco Pedro, lo sabían de memoria al poema de Hernández. Yo podía comenzar con este de Rafael Obligado: ¡y pude!


El libro sigue entre nosotros: la misma chapa enlozada de entonces sigue identificando la casa..., la casa donde seguiré cumpliendo mi arresto domiciliario por razones de mejor hueso.

He comprobado que ya no recuerdo todas las estrofas del Santos Vega, pero tal vez, si lo hago ahora, ¡podré volver a memorizarlo!:

“Y cuando el sol ilumina con luz brillante y serena, del ancho campo la escena, la melancólica sombra huye besando su alfombra, con el afán de su pena”.



*mejora: Construcción a medio terminar.

3 comentarios:

caly dijo...

...Que linda historia Mingo, cuantos recuerdos!! Que bueno que hayas regresado al blog, se te extrañaba!! Un gran abrazo!!

Mariángeles dijo...

¿Quiere decir que ya te puedes sentar? Parece increíble que una acción así sea un hito en tu recuperación. ¡Viva la silla! Por cierto, resulta que la vida me cruzó con Clara Obligado, escritora, maestra, cómplice y amiga. Y ella es... ¡la biznieta de don Rafael Obligado! Ella enseña, entre otras cosas, a escribir, en su Taller de Ecritura Creativa (pionera de este menester en Madrid). Qué cosas. Mucho ánimo.

Anónimo dijo...

RESPUESTA DE MINGO

Ya dosy mis pasitos, y ahora viene la atención kinesiológica porque en todo esto se me ha achicado el traste, así que cuando me siento me faltan alerones para estabilizarme.

Algo leí del Taller de Escritura y buscaré su espacio en Internet.

En Tierra del Fuego comenzaron los vientos, comenzó la primavera...