RASTROS EN EL RIO. 2 de agosto de 1992. “Y está el miedo, que es lo que da más identidad a los pueblos que el coraje”.


El río fluye de una edad a otra y las historias de su gente transcurren en la orilla. Transcurren para ser olvidadas y para que el río siga fluyendo.
                                                                                                   Milan Kundera.

Siempre le tuve más miedo al cuco que al diablo. Y en mis primeras confesiones encontré dudas al tener que contestar si se había tocado, me había dejado tocar o por mi parte toqué. Yo atribuía mis faltas al gran placer que tenía simplemente en jugar a la mancha venenosa.

La muerte estaba cerca, aunque nunca alcanzaron a ser los velorios esa fiesta que tanto hadado motivos al folklore y al humorismo, pero los muertos se velaban en casa, y como las casas eran pequeñas se pedía prestada la de un compadre, la pensión o el club. Los muertos llegaban descubiertos a la iglesia donde se echaban responsos en esa lengua solemne que repetíamos sin conocerla, y envueltos en el vaho del incienso ascendías con el cántico del Tantum Ergo, o “La paz de lo santos concede a las almas que en penas y llanto imploran perdón...”

La advertencia de la muerte pretendía limitar nuestras incursiones invernales que nos llevaban muy lejos, o nuestros paseos estivales a lo largo de la costa con el riesgo de la marea.

El miedo estaba allí, en los misterios de la mente de los niños, en el acicate de orden que imponían los mayores, que supongo que –también a su modo-tendrían miedo.

Por eso hoy voy a escribirles rastreando en mi memoria sobre mi miedo de niño, ese que también compartían otros de mi edad y que resultaba terrible cuando salía de la boca de una madre que ante nuestras travesuras decía:

-¡Me voy a morir!
-¡Ya van a ver cuando yo les falte..!

Nuestras madres especulaban con su ausencia o nos atemorizaban con relatos en los cuales el niño desobediente era secuestrado por los gitanos, aunque secuestrado no era la palabra; esa se asignaba para casos que habían conmovido a nuestros padres en su juventud, como “El caso Lindberg” o “Martita Schulz”,  aquí lisa y llanamente se nos decía que nos podían robar.

Pero los gitanos no aparecían nunca en este pueblo bien provisto de hojalateros, y falto aun de un parque automotor atrayente. Así que se generalizaba el llamado “Viejo de la bolsa”, que solía ser algún inocente borrachín, o como decía mi amigo Raúl –aunque él es de otros suelos- un “changarín” que resumía las depravaciones innombrables.

De conversar con el Petiso Andrade, con un té frío de por medio, nos acordamos de un poema de Laura Vera, en que manifiesta sus temores infantiles ante Manguay: “Doce del mediodía/ hora de sopa densa,/ -¡Toma toda la sopa/ que allá viene Manguay/ Y Manguay siempre pasa: / enfundado en las manchas/ de un perramus eterno,/ botines embarrados/ y algún bulto en el hombro,/( barba de algunos días/ y cabellos muy cano./ Su gran porte encorvado/ su perdida mirada/ -a veces muy celeste/ y otras casi aguachenta/ pronto me fascinaron./ Mi viejo de la bolsa:/nunca te tuve miedo,/ ya casi adolescente/ te vi hosco y gruñón./ Un día las comadres proclamaron a coro:/ -que Manguay era rico,/ que guardaba un millón.../ mirá como vivía/ que italiano... que inglés.../ Creo que nadie supo tu humanidad escondida/ solo se que cumpliste muy bien con el papel.

Manguay era solo el marginal que podía asustar a algunos niños, pero que para los grandes era otra cosa; así lo describió el Petiso en su libro:

“Recuerdo a Manguay , que después terminó por vivir en Ushuaia, este hombre tenía una obsesión, no agarraba nunca con la mano la manija de una puerta, se ponía un guante izquierdo, y cuando lo perdía escondía la mano en la manga y con ella hacía la agarradera. Una vez pasó por una casa y viendo un corderito apropiado para su apetito, lo enlazó con una soga y al pasar frente a la Comisaría –el vivía sobre la playa- lo detuvieron por ser esa una actitud sospechosa. Manguay no reclamó el corderito, calladamente reconoció el delito, pero eso sí, exigía que le entreguen la soga porque: -¡La soguita es mía! Nunca trabajó, cosa que veía la vendía, y parece que no le faltaban clientes, salía para afuera como zepelinero.

El cuco era un ánima para los más pequeños. El podía estar en la despensa, a la que nos gustaba tanto meternos  para incautar alguna deliciosa provisión que se reservaba para otro momento. El cuco estaba siempre en la oscuridad. Que problema cuando por ser más grandes debíamos salir a hacer nuestras necesidades al fondo, y el cuco parecía asomarse en la noche sin estrellas o en las turbulencias ópticas de la escarcha. Y contra él no había remedio.

Muchos padres se esmeraban en que los hijos no creyeran en estas cosas que después les intranquilizaba el sueño; pero el aprendizaje se producía de conversar con otros amiguitos que no entraban en nuestras razones de la misma forma que nosotros entrábamos en sus temores; y así también, ya más crecidos, aprendíamos con ellos las malas palabras que no se escuchaban en casa, o su significado, y el laberinto excitante de lo sexual en el que escasamente se nos orientaba en el hogar.

En resumen: ¡que gran culpa la del otro en eso de andar metiendo miedo!

Si el médico era un pan de Dios, el enfermero o practicante era un inquisidor de primer orden al manejar un instrumento de tortura: la jeringa. Mi mayor miedo se concentraba entonces en la figura de Pedro Bay, quien además de enfermero era policía, y por ello –si llorabas te podía llevar preso-; luego continuaba Paleta Saldivia, al que yo por lo flaco llamaba “Tablita”, y él se reía mientras me aplicaba la intramuscular, mientras yo temblaba pensando como se vengaría si no le gustaba su nombre; después estaba Vicente Barría Clausen, quien me impresionaba con su enorme estatura y unas manos que creía de carnicero. Pero el simple trámite de vacunarnos nos tenía intranquilos, cuando no llorosos, para burla de los mayores que se creían faquires en este trámite. Ni que decir de la amenaza representada por el irrigador o el empacho.

Nuestras madres devotas nos amenazaban con situaciones concretas de distanciamiento del hogar:
-Si te portás mal, ¡te mandamos a La Misión!
-Si no estudiás, ¡te irás de comparsa a la esquila!

La Misión era levantarse temprano, comer lo que venga, estudiar compulsivamente, el sermón cotidiano, la agresión de los más grandes sobre los más chicos.

La esquila era ingresar antes de tiempo a la edad adulta, ser tratado en forma grosera, vivir sucio, comer mal, dormir entre cueros, y volver con mucha plata... pero no para uno, sino para la casa.

Doña Jovita fue de esas, lo envió a a Guillermo castigado a La Misión, y después el h ijo no quería seguir estudiando en el pueblo.

Canito, que era un barrabás, no sintió como un castigo la libertad de andar como gente grande en el mundo de la esquila.

Los miedos llegados a tiempo comenzaba disiparse pero mientras duraban era el mecanismo psicológico que empleaban los padres, con más eficacia que el chicote, ese que se colgaba siempre en un lugar visible.

¡Qué miedo le tenía al chicote! Estaba allí colgado en la cocina de la pensión. Lo había trenzado uno de los inquilinos en sus ratos de ocio; hombre de campo, habilidoso para el cuento, que relataba la ferocidad de loa herramienta de siete patas que ponía en manos de mi madre. Bueno para el cuento, también, se fue un día sin pagar. Mi madre andaba intolerante por ello, y alguna minúscula picardía mía estuvo a punto de inaugurar sobre mi cuerpo al instrumento construido por el prófugo. Otros pibes de mi edad eran intimidados con el cinturón. Nos contaban que le habían pegado con la hebilla, o con la mano abierta: como se le pega a una mujer, o aun niño...

Pero regresemos al conjunto de los miedos menos contundentes.

Los sermones de los religiosos abundaban tanto en castigos a los desobedientes, que ingresar a la iglesia cuando no había nadie era una proeza similar a la de entrar en un cementerio de noche. La Virgen podía aparecer y con ello vaya a saber cada castigo...
Lo santos tapados en la Semana Santa escondían al mismo diablo, que por otra parte sabíamos que andaba suelto no sólo en Carnaval –donde andaba suelto y alegre- sino también entre el Viernes Santo y el Domingo de resurrección, donde se ponía fatal con los pecadores.

Otro miedo terrible que se despertaba en nosotros era el miedo a la condena eterna. Nuestros pecados tan difíciles de evitar nos conducirían al infierno. Y si lográbamos salvarnos seguramente que allí irían a parar nuestros seres más queridos. Nuestros padres, nuestros tíos, nuestros abuelos, no tenían para nada aquella conducta santificadora en que nos embarcábamos entre la Comunión y la Confirmación; ellos ni iban a Misa, como lo exigía la Santa Madre Iglesia, ni ayunaban si no se los recordábamos, tenían una falta de virtud humana y hasta pensábamos con tanta prédica insustanciada que podían ser masones y blasfemos, y con ellos pasto del fuego del averno. Por suerte, algunos más prácticos, confesamos y comulgamos durante nueves meses los primeros viernes de casa mes, y creíamos con ello ya tener asegurada nuestra salvación.

Las niñas no aparentaban tener miedos distintos a los nuestros. Nunca oí hablar de la Fiura, del Trauco, que como el Pombero correntino tiene la mitología chilota para limitar actitudes del deseo y justificar a los hijos no queridos. Si recuerdo aquello del dolor que acompaña el parto, como una advertencia para que las jovencitas se midan en lo que hoy es placer y mañana condena.

No era casual que nos metieran miedo con la policía, ni con los ladrones, era como que ambos podían afectar el mundo de los adultos, no así el de los pequeños.

Donde si sabíamos del miedo –julepe directamente- era en el cine. Ni que contar lo que podía pasar en una película de Drácula, que casi siempre era de las prohibidas por la tremenda carga erótica que tenía el mordisco en el cuello. Yo era de los que se atemorizaba con la bruja de Blancanieves, así que imagínense como elegía mi programa cinematográfico;: preguntando por la calificación que daba la iglesia y que divulgaba hasta por teléfono el Colegio María Auxiliadora. Pero el miedo cinematográfico no estaba ligado a la muerte en duelo en el oeste, o en el frente de batalla, el miedo esencial era del de los muertos que caminan, los muertos que se levantan, los muertos vivos.

Un buen día, por el sólo hecho que estábamos creciendo, advertíamos el miedo más terrible, ese que anidaba en el alma de muchos de nuestros mayores: el miedo a la soledad. Y de la mano de nuestros impulsos aparecía el miedo al otro sexo, a ese mundo prohibido pro los convencionalismos, estimulado por los pícaros, ignorado por la infancia...


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