Al recuerdo de Lorena Chantal
Prieto,
con quien alguna vez compartí la vista de la
Tierra del Fuego desde lo alto del Cabo Domingo.
Un gigante de arena se arrastra desde la estepa en
un intento por alcanzar el mar. Elevándose gradualmente, se acerca de a poco a
las frías aguas. Lucha, se esfuerza. Pelea contra las fuerzas de la naturaleza
para alcanzar su propósito. Finalmente, el océano inmenso se convierte en su
compañía para siempre.
El Cabo Domingo se encuentra al norte de la Isla
Grande de Tierra del Fuego junto al Mar Argentino. Estoy en su base, caminando
en dirección a la playa. Me pregunto cuántos momentos de la historia guardará
este cabo misterioso con corazón de arena, piel de sal y ojos de faro.
Las nubes se estiran sobre un pálido celeste. Mis
ojos pronto encuentran el último trozo del cabo que se desploma cerca del mar.
Es una colosal pared en tonalidades de ocre, áspera, polvorienta. Se ven en
ella surcos, líneas que guardan casi perfecta distancia entre una y otra. Acaso
podrían ser renglones sobre los cuales se escriben en tinta marina las
sensaciones de quienes llegan hasta aquí, sus impresiones, sus vivencias. Tal
vez cada partícula de polvo que compone este promontorio se encuentre
impregnada de algún aspecto humano: un pensamiento, un recuerdo.
A los pies del cabo, miles de pequeñas piedras
recubren la playa. Más cerca del océano, un grupo de enormes rocas en parte
hundidas en la arena invitan a tomar un descanso. Me siento sobre una de ellas
de espaldas al mar. Pronto, el llamado mudo del gigante me desafía a observar
el paisaje de esta parte de la geografía fueguina desde las alturas. Y hacia
allí voy…
Una cerca baja acompaña mi subida por un sendero
que se mueve casi en el filo del cabo; me rodean pastizales amarillentos que recubren
su viejo espinazo. Lentamente voy llegando al punto más alto. El viento de
pronto aparece para dificultar mi subida, me empuja con fuerza, como si por
algún mandato se hubiera propuesto no dejarme avanzar. Pero mi voluntad persiste
y sostengo la marcha. Solo quedan algunos metros. ¡Son los últimos pasos! ¡Los
últimos! ¿Cómo será la vista desde allí arriba?
Continúo subiendo. Solo es cuestión de segundos… Al
fin, lo logro. Aquí estoy, en la parte más alta del Cabo Domingo. Al frente, el
mar luce sereno, hipnotizante con su color verdeazulado. Veo el acantilado a unos
pocos metros más adelante. Me acerco lentamente al límite. Un paso, otro, y
otro más. Se estremece mi estómago, se estruja inevitablemente. Me detengo. La barranca tiene una caída de
un poco más de setenta metros. Abajo, la playa se ve descolorida, solitaria.
Desde mi posición veo una pequeña embarcación que cruza
frente a la costa dejando una estela interminable. Se dirige hacia el sur. Lleva
en su mástil una insignia con tres franjas horizontales en colores rojo, blanco
y azul. Millas más adelante, las corrientes furiosas y las olas altas del Estrecho
de Le Maire pondrán a prueba la destreza de su capitán y de quienes lo secundan.
¿De dónde vendrá? ¿Cuál será su puerto de arribo?
Sobre la cubierta distingo algunos marinos que van
y vienen ocupados en su faena cotidiana. Se ayudan entre sí. Otros pocos se
encuentran reunidos junto a la borda. Parecen dialogar, pero sus voces no pueden
alcanzar la playa sino convertidas en el rumor incesante de las olas.
Repentinamente, algo ocurre. El contorno de la
embarcación se vuelve borroso, difuso. El barco comienza entonces a perder su
forma. Lo veo estirarse lentamente y luego comprimirse de igual manera una y
otra vez mientras su derrotero continúa inalterable.
Poco a poco el barco va desapareciendo, apenas si
puedo divisar su silueta deforme,
imprecisa. Tras un último parpadeo, ya no lo encuentro. Lo busco hasta donde
alcanza mi vista. A un lado y al otro giro mi cabeza; no puedo hallarlo. Pareciera
que una mano gigantesca emergió en un santiamén de las profundidades y lo
atrapó con sus poderosos dedos para llevarlo al fondo de un abismo azul. No hay
rastro alguno en la superficie; ni objetos ni hombres pueden verse. Nada a la
deriva.
A los pocos instantes, sorpresivamente vuelvo a encontrar
a la embarcación en viaje. La veo intacta, conservando su rumbo sur como si
nada extraordinario hubiera ocurrido. Son momentos de confusión y desconcierto.
Transcurren algunos segundos. El extraño fenómeno
vuelve a ocurrir: el barco desaparece luego de perder su forma, pero enseguida lo
tengo otra vez frente a mis ojos.
Una vez más fijo la vista en la nave. La veo
adelantarse serena, avanzando paralela a la costa desteñida. La miro con máxima
atención. Al fin, un reflejo repentino de tiempo se lleva al espectral navío
para siempre. Solo queda el mar, y el recuerdo de un libro que alguna noche me
contó sobre audaces navegantes que en pequeñas embarcaciones a vela se
aventuraban hacia mares desconocidos y nuevos territorios. Un archipiélago
remoto. Una gran tierra de estepa y montañas con cascadas de plata; un enjambre
de islas heladas, algunas cubiertas por bosques profusos, otras desnudas, rocosas.
Y entre estas islas, laberínticas calles de agua: el Onashaga, el Yagashaga, el
Waiman Ashaga y tantos otros canales.
Repentinamente llegan dos aves y se posan sobre el
lomo del gigante de arena. Son visitantes cotidianos que le traen vistas
capturadas en vuelos de ensueño. Caminan tímidas entre el pastizal cerca del
acantilado. Pronto se marchan. ¿Qué imágenes habrán traído esta vez?
A mi espalda el campo se extiende por kilómetros en
matices de amarillo; suaves ondulaciones se ven aquí y allá. Todo el paisaje se
muestra similar hacia el oeste. Una ruta cercana me trae un recuerdo urbano,
una reminiscencia visual y acústica que pronto se desvanece. Marquesinas
nocturnas de luces multicolores y ensordecedores bocinazos enseguida se
disuelven en la quietud de los campos amarillentos que rodean al cabo.
Aquí arriba el viento arrasa salvaje en una
carrera sin fin. El Horroken Hayen, aquel viento que el pueblo selk’nam creía
había resultado victorioso en una contienda de vientos, parece continuar viajando
en la isla. Por alguna razón se resiste a abandonarla. Trae consigo voces de
otros tiempos: nombres y topónimos nativos que en otra época se escuchaban en
estas tierras australes. Voces que viajan en el mismo canal sonoro de las
ráfagas y que solo el visitante atento es capaz de identificar.
Los nativos onas o selk’nams ocupaban antiguamente
este sector de la isla. Ellos llamaban “Iartó” al Cabo Domingo. Ese fue su
nombre primitivo. En los últimos años del siglo 19, el sacerdote salesiano José
Fagnano había dispuesto levantar una misión junto al río Grande con el fin de
catequizar a aquellos aborígenes. La llamó “Nuestra Señora de la Candelaria”. Pero
su proyecto demandó no pocos esfuerzos. Incendio y mudanza. La perseverancia
venció a los tropiezos. De aquella época sobrevive una pequeña capilla que mira
hacia el mar no muy lejos de aquí.
Por aquel tiempo, en 1897, el mismo José Fagnano
había propuesto edificar un santuario en la parte alta del Cabo Domingo. En
respuesta a su pedido se construyó entonces una capilla de madera. Pero aquella
ermita ya no existe, sólo queda una vieja fotografía en blanco y negro que la
recuerda. En su lugar, hoy se levanta una estructura prismática triangular que
alcanza los seis metros de altura. Es el Faro Cabo Domingo: “los ojos de Iartó”.
Esta señal se compone de tres varas de hierro
verticales que parten de cada uno de los vértices de una base triangular. Dos
de estas varas están unidas entre sí con angostas tablas dispuestas horizontalmente
una sobre la otra desde abajo hacia arriba de la estructura. El grupo de estas
maderas más próximo a la base está pintado en color blanco; las tablas que se
ubican inmediatamente más arriba son negras, mientras que las últimas, en la
parte alta, repiten el color de las inferiores. Blanco – Negro – Blanco: esta
es la disposición de los colores que identifican a la distancia a este faro que
comenzó a funcionar allá por 1933.
Mi andar anterior por la isla me permitió descubrirla
con sus paisajes de cumbres nevadas, glaciares y bosques cerrados; aquí, en
cambio, dominan la estepa, los campos con sus lagunas y las tierras planas
cruzadas por estrechos ríos que van a morir al mar. Uno de ellos rodea
sinuosamente al cabo. Desde arriba veo sus aguas que devuelven delicados
brillos plateados. Una cinta de luz en la comarca; un antiguo obsequio para Carmen
Sylva.
La tarde empieza a despedirse silenciosa en Onaisín. El descenso es rápido y pronto
me encuentro otra vez en la playa fría. Todo el paraje parece irradiar cierto
misterio: el faro, el mar, el viento, los extensos campos alambrados.
Antes de regresar a Río Grande, la localidad más
cercana, mis ojos toman la última fotografía del Cabo Sunday. Quedan mis sensaciones escritas en los renglones de
su frente vieja y arrugada; cuando me vaya ya no serán mías, se volverán arena
y sal. Signos inalterables de todos los tiempos.-
25/04/2020.
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