EL RÍO.15. Ascencio. (Capítulo 8 del libro Rumbo a Policarpo, de Juan Carlos Rosello)








Ambrosio Ascencio, originario de Llanquihue (Chile), era el capataz de la Estancia Las Hijas, y jocosamente podemos afirmar que era parte del inventario del establecimiento. Muy joven llegó a Tierra del Fuego y se conchabó como peón en esa misma estancia, allá por el año 1935, cuando su propietario, el Dr. César Vallejo, la fundó. Los años transcurrieron desde aquel 1935, y Ascencio creció en la estancia habiendo llegado a conocerla en detalle en toda su extensión.

Por propia gravitación y por su singular honestidad y fidelidad, llegó a ser capataz y fiel colaborador de la señora Dolly.

Cuando lo conocía contaba con 50 años y ya estaba imbuido del orgullo de ser capataz, lo que aumentaba su autoestima a niveles gigantescos. Para sí mismo este hombre era más importante que la misma estancia, la cual sobrevivía gracias a su “irremplazable capacidad profesional”, la que si bien no era tanta, podemos afirma que fue, durante toda su vida, un pilar sincero de la actividad productiva. El orgullo, producto de su autoestima, lo motivaba para acciones que rayaban en lo cómico, pues él se consideraba  idóneo en todos los temas relacionados con la estancia y su hábitat.

Permaneció soltero toda su vida, viviendo en la estancia. Los viajes a  su tierra natal, no fueron más de dos. La señora Dolly era casi una diosa para él, a quien brindaba fidelidad de esclavo. La estancia y su propietaria eran la razón de su vida.

Ascencio –así se lo conocía, por su apellido-, era muy educado y respetuoso, sobre todo con las damas, a quienes trataba con deferencia y reverencia señorial.

Poseía su propio vocabulario, producto de su escasa instrucción escolar, y muletillas idiomáticas de su tierra natal que “achilenaban” mucho su entonación. Si se le “ecapaba” una palabra inadecuada frente a damas, cuya presencia no había advertido, nos decía: “¡Pucha, pucha, por que no me dijite que estaba la señora!” Cuando se iba y despedía, siempre decía: “Saludos a todos el que me pregunte”.

Era un experto conocedor de toda la extensión y superficie de la estancia, en la que por ser boscosa era muy fácil extraviarse. Cuando íbamos al bosque con Ascencio, para recorrer o rodear hacienda, él marchaba adelante “revoleando” su viejo machete, hablando en voz alta, y mientras explicaba su técnica de baqueano, daba golpes fibrosos contra los troncos para marcar la ruta que él conocía de sobra.

Montaba en su viejo y crinudo caballo tan “baqueano” en el bosque como él, al que había bautizado con el nombre de “El curacacho” y con la compañía inseparable de “El hachazo”, su perro barbucho y desprolijo. Ensillaba su caballo con un harapiento recado, a esa montura nosotros la denominábamos irónicamente “recado Pirelli”, debido a que estaba atado y remendado con trozos de cables eléctricos.

Su indumentaria para el bosque era un pasamontañas azul que colocaba en su calva cabeza sin ninguna elegancia, un saco desintegrado por roturas y enganchones producidos por las ramas, un pantalón jean muy zurcido y unas botas de goma gastadas y agujereadas.

En nuestras recorridas, marchaba al frente con orgullo, comandando un grupo que, conjuntamente con los peones, conformábamos  unos diez jinetes que harían el rodeo bajo su mando.

Antes del amanecer, cuando llegábamos a la entrada de la mancha de monte para iniciar el rodeo, hacía encender una hoguera donde nos calentábamos mientras esperábamos la luz del día. En esa espera, hablaba sólo él, continuando con las directivas, más o menos de este tenor:

“-Tu Miranda, por el límite de La Criolla, con los perros.
 -Tu Ojeda, por el otro lao, hasta el esquinero de los corrales y nos esperas allí, en la vega del guanaco, cuidando el piño.
 -Usted, Don Carlo, Richard, Barría y ustedes entran al monte cuando io grite y  sigan gritando hasta salir por el bajo ‘e la vega.”

¡Y que Dios nos ayudara! Y así nos formaba, con una separación de cien metros entre jinete y jinete, mirando al bosque. Él, en medio del grupo, levantaba el rebenque y gritaba fuerte, esa era la señal  para iniciar la marcha e internarnos en la espesura.

Durante las cinco o seis horas que marchábamos, no veíamos a nadie, sólo escuchábamos los gritos de los compañeros lindantes, cuya intensidad auditiva era la referencia para saber si estábamos más o menos en la misma distancia inicial y no habíamos perdido el rumbo. Era una solitaria marcha por el monte alto y agreste, con mucha cantidad de árboles y ramas caídas. Además de gritar permanentemente para ahuyentar las ovejas hacia fuera, era necesario estar atento para que las ramas atravesadas no nos desmontaran.

Esas horas de marcha y gritos eran, aparentemente, las más tediosas y cansadoras, no veíamos a nuestros compañeros ni a las ovejas que corrían en la espesura.

En uno de esos rodeos, tuve oportunidad de encontrar rastros de las enseñanzas de cacería que el zorro colorado daba a sus cachorros; aparecían ovejas, capones y corderos degollados pero no comidos, sólo se trataban de prácticas de caza, como enseñanza de supervivencia de los padres a sus crías.

Al finalizar la tarea en el bosque, salíamos por lo general a alguna vega, donde había llegado gran parte de la hacienda, y así en ese paisaje maravilloso, volvíamos a encontrarnos con la realidad y éxito del rodeo. El balido de las ovejas y el ladrido de los perros llenaba de música el paisaje.

Ascencio, orgulloso, reunía a sus legionarios y nunca faltaba algún peón forastero que se perdía, en consecuencia debíamos esperar hasta que saliera al claro. Regresábamos al casco de Las Hijas, entre las dieciseis y diecisiete horas, muy cansados, pero dispuestos a repetir la tarea al día siguiente en otro cuadro del campo. Volvíamos arreando el piño hasta los corrales de aguante que circundaban el galpón de esquila. Durante el regreso, Ascencio cabalgaba adelante revoleando el rebenque, al estilo del más napoleónico de los generales, nosotros éramos su tropa.

Para designar ciertas cosas, tenía un vocabulario propio, surgido siempre de la similitud que la cosa tenía con la vida rural del bosque. Cuando se refería a su camioneta Ford, la cual mostraba en su carrocería la mano de su dueño, denominaba de esta manera algunas de sus piezas mecánicas:

“Estuve ‘onde Pina (el mecánico) y dijo que tengo que cambialle el picapato que está malo” (se refería al rotor del distribuidor, que tenía un formato semejante a un pico o azada).
“Me dijo Pina que está malo el palo chueco (refiriéndose al cigueñal, que tiene un formato sinuoso)
“No, la camioneta esta guena, pero pierde el agua por el rayador” (era en este caso el radiador)

Las herramientas y medios de reparación más utilizadas por él eran un pedazo de cámara de auto, al que denominaba “pata de chancho” y un trozo de alambre. Con esta técnica reparaba cañerías, conexiones y otros daños menores. Su pobre camioneta tenía los muñones de la direcciones de la dirección atados con esas gomas  y asegurados con un alambre  para evitar que se desprendieran. Nosotros, muy insensatos, éramos transportados en ese vehículo por la cordillera, cuando Ascencio nos acercaba a punto de partida de algún trayecto de exploración o para “bajar al pueblo”.

Una singular anécdota de Ascencio, ocurrió en una oportunidad en que carneábamos un cerdo grande, tarea que realizábamos, él como director técnico, dos chilotes y yo...

En esa época,  era novedad en materia de medicina, el primer transplante de corazón realizado por el Doctor Cristian Barnard, en Sudáfrica, noticia que llegó a los lugares más recónditos del mundo, y entre esos escuchas, se encontraba Ascencio, para cuya autoestima no había diferencia entre lo que hacía el Dr. Baranard y nosotros, desarmando el cerdo a campo abierto.

Después de pelar el chancho, lo abrimos por el pecho y allí brotó la inspiración de Ascencio, quien de inmediato se identificó con el científico y comenzó a explicarnos sobre el sanguiñolento corazón del cerdo, lo que él suponía hacía el doctor en los transplantes de sus paciente cardíacos.

Metía el cuchillo, cortaba las arterias y venas, mientras se dirigía a nosotros diciendo:

“Pucha, que esta cuestión es harto fácil, se corta acá y aiá, se ata con el otro, y iá está pegao el nuevo. ¡Es fácil la cuestión!”

Lo gracioso es que nosotros tres, parados alrededor del difunto paciente porcino, no nos reíamos ni emitíamos opiniones, mirábamos los revoltijos de Ascencio en el tórax del cerdo como si realmente el Dr. Barnard nos diera una clase. Eso enorgullecía más a nuestro improvisado maestro, que no tenía límite en sus explicaciones.

Con sus relatos Ascencio, lograba cautivarnos.

Vale explicar la definición de universo que el capataz elaboró para su propia enciclopedia:

Mirando el firmamento claro de una noche austral, comenzamos a meditar sobre la inmensidad del universo, el más allá y el límite de nuestros conocimientos sobre el tema.

La descripción de Ascencio fue categórica, al preguntarle qué interpretaba él como firmamento, nos dijo:
“Pucha, que el cielo es como un barril lleno de estrellas.”
A lo que nosotros preguntamos:
“¿Y después del barril que hay?”.
“Gueno, ...es todo espesor.”

Para Ascencio era un barril repleto de estrellas y del lado de afuera “todo espesor”. ¡Terminante y absoluto!

Ascencio era muy respetuoso de Su Dios, a quien confiaba todas sus acciones. Según él, Dios, para ejercer el control del comportamiento de los hombres, tenía un libro “harto grande” de tapas duras, donde anotaba “todas las cuestiones e’los viejos (hombres) e’ la tierra”. Al preguntarle cómo hacía Dios para manejar semejante libro y pasar sus inmensas hojas, nos explicaba que lo hacía con “una tremenda estaca e’madera e’pálo”, la cual oficiaba también de señalador del libro.

Para Don Ascencio el registro de la Justicia Divina se asentaba en un libro grande como el cielo cuyo señalador era una tremenda estaca de madera.

El bosque era el único referente en la vida de este hombre puro. Estas anécdotas, comentadas a la noche frente al fogón, se transformaban en hermosos sainetes fueguinos que Ascencio elaboraba en la seguridad de su imaginación autoestimada.

Envejeció en la estancia y de aquellos tiempos en que se recolectaba la leña con un carrito catanga y dos bueyes mansos, se pasó a un carro tirado por un tractor al que se le aplicaba una toma de fuerza para aserrar la leña

Pasaron los años, pero Ascencio fue siempre el general que comandaba la villa y así acompañó un día a sus peones a buscar leña al monte. La correa plana de la transmisión a veces patinaba y debía aplicársele resina. Él no dejó a nadie hacer esa tarea que trató de efectuar con la máquina en marcha. Enganchó la manga de su camisa que arrastró su mano derecha bajo la polea. En su vejez perdió su mano pero no su espíritu  imaginativo ni el amor a ese terruño adoptivo.

Ya jubilado, la muerte lo reclama en su aposento, una vieja cama debajo de la cual guardaba los tesoros de su imaginación, hebillas, jergas viejas, tientos, pedazos de lazos u cabestros, hojas rotas de cuchillo. Muere en soledad pero supongo que feliz por sus logros en la vida.

La noche de su muerte nevó intensamente, a caballo debió darse aviso al destacamento policial del Puente de la Justicia sobre el río Ewan, y se hizo imposible sacarlo por el estado de los caminos. Se demoró la salida del cuerpo de Ascencio de la Estancia, cuya alma de general quijotesco aún no quería abandonar el escenario de su vida.


Tal vez hoy, su alma vague por los maravillosos encantos de los bosques que lo vieron fantasear y trabajar.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Mingo!

Muy colorido relato sobre la vida de Ambrosio Ascencio en su rol de capataz en la Estancia Las Hijas. Interesante por permitir al lector descubrir a la persona y también conocer su desempeño cotidiano en el ámbito de la estancia.

Encuentro en el libro “Tierra del Fuego” de Rae Natalie Prosser Goodall una referencia a la estancia que fuera el hogar de Ascencio. En esa obra, la autora señala que la sección a la cual pertenece la Estancia Las Hijas tenía un nombre ona: Tishcollishca. Asimismo indica que el campo primero era arrendado por la Estancia Viamonte, y que luego, en 1926 fue ocupado por Eduardo Schutt, quien más tarde quebraría. Plantea la autora que el campo “estuvo abandonado hasta 1936, cuando César Vallejo comenzó a trabajarlo nuevamente”. (Prosser Goodall, Rae Natalie: “Tierra del Fuego”, Ediciones Shanamaiim, 3º Edición, 1978).

La dueña de la Estancia Las Hijas, en la época en que fue escrito este libro, tal lo como refiere su autora, era la viuda de César Vallejo: la Sra. Catalina Kelley de Vallejo.

Un abrazo Mingo!
Hernán (Bs. As.).-