Con la construcción de su primer pavimento Río
Grande prometía alcanzar una fisonomía cinematográfica. Y lo recuerdo
advirtiéndome al mismo tiempo que para mí siempre había sido un pueblo de
película, con sus calles ripiosas y sus casas de madera, con su viento
implacable, era la imagen trasunta en el sur de lo que mostraban las películas
de cow-boy.
Pero el asfalto era otra cosa, y comenzaba a
ocupar su lugar en el segmento interior de la algunas de las calzadas de las
dos avenidas principales.
Primero había llegado el movimiento de suelo.
Sacar una parte de esa tierra y sustituirla de otra que haría de cama al
cemento. Luego el trabajo de los hombres armando el hierro. Y entonces se
concretaba la pavimentación propiamente dicha, con el esparcido y el alisado
del material –material sólido, le decíamos al Pórtland- y algo más tarde una
capa protectora de tierra acompañando el fraguado.
Entonces los constructores avanzaban y dejaban
tras de sí al oscuro hombre de la casilla, ese mal vestido y mal afeitado, que
solía andar con un palo y un silbato espantado a los elementos antisociales con
que contaba el pueblo: los perros, los niños y los borrachos... en ese orden
decreciente de importancia.
Conciente o inconscientemente éramos de los
que tratábamos de dejar nuestra huella en el cemento, como las estrellas de
Hollywood en su salón de la fama. Y allí estaba el hombre oscuro, desdoblado en
el sereno que a la noche nos amenazaba –también con discurso cinematográfico y
gansteril- de meternos los pies en un balde de cemento y arrojarnos al río
desde el muelle.
La amenaza era disuasoria. Y por ello yo temía acercarme a cometer mi
tropelía individual.
Ella se reía de mi timidez, casi todos los
chicos había intentado al menos incrustar una piedra desde lejos. Pero yo
entonces era un amante del orden. Y ella la una voz, una mirada y una figura
que me perturbaba en la despedida de mi infancia.
Un día, mientras se demoraba el colectivo
verde que venía a buscarla a la salida del colegio de las monjas, me tomó de la
mano y me llevó. Podría haberme llevado al fin del mundo, pero ya estábamos
allí. El sereno se ocupaba en ese momento de forzar la ancha boca de un tacho
con abundantes maderas como para derretir la noche que se acercaba lentamente.
Ella sin soltarme de la mano me llevó a un espacio donde dejó estampada su
fresca mano. Y yo coloqué sobre esa mano la mía que se estampó haciéndola
desaparecer, dada la diferencia de tamaño.
Hay tardes de verano y primavera en que vuelvo
a pasar por el lugar, ella se fue de mi vida, no mucho después de aquel momento
que he vuelto a recordar, se fue en un colectivo verde para no volver a verla.
Pero su mano, estampada en el viejo cemento, nivelada por la última lluvia
fueguina y transformada a la vez en una mágica mano de agua, recupera a mi
contacto el calor que tenía su otra mano, esa que no me soltó en ningún momento
mientras el hombre oscuro –tan oscuro como mi padre- silbaba una canción de
amor, por entonces de moda...
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