Un escrito de LUIS ALBERTO MURRAY, publicado en Clarín el 11 de septiembre de 1988.
En la cuarta década del siglo aun en curso, consagró su voz
inconfundible en la radio, donde impuso, como se verá, una modalidad solidaria
sin precedentes. El cuento certero y la novela-dignos de relectura, aunque sus
obras matrerean hoy en librerías de lance—tuvieron en él un cultor de nivel
cuando menos no inferior al de sus crónicas y entrevistas más difundidas.
De su bibiliografía, no precisamente escasa, aun en especial
memorable El alma de los perros por la originalidad del tema y el patetismo de
sus protagonistas humanos casi sin excepción vagabundos ente voluntarios y
vocacionales., y La ciudad de los locos, suerte de anticipación de la
literatura fantástica iniciada entre nosotros
por Holmberg y el Lugones de Las fuerzas extrañas. Párrafo aparte merecen
La muerte blanca, que podría haber sido escrita en los días que corren, como
que su tema es el de la cocaína.
Simpatía e impertinencia
En 1907, de regreso de una gira europea, reunió en un
volumen grandes reportajes enviados a la legendaria revista porteña Caras y
Caretas. Eleonora Duse, Sara Berthard, el Papa Pío X, Guillermo Marconi y entre
otros muchos personajes célebres
Gabriele D’Annunzio, le contestaron interrogantes casi siempre
confidenciales o poco menos.
Le sobraban garra y delicadeza para que nadie dejara de responderle.
En el caso del gran poeta italiano, por entonces encumbrado hasta el
endiosamiento, ocurrió algo pintoresco. Cuando Juan José Soiza Reilly le
preguntó si no pensaba viajar a la Argentina –donde sus lectores eran
legión- el autor de La figlia di Yorio,
tras reflexionar unos segundos, dijo con tono displicente: “No sé si ese país
está preparado para comprenderme”.
El periodista estuvo por agredir físicamente al vate (al que
llevaba unos cuarenta centímetros de talla) pero se contuvo. Tal como cuenta al
fin de la crónica, prefirió encasquetarse la galera, empuñar su recio bastón y
retirarse sin saludar al “encantador impertinente”.
Alguien que no lo quería sugirió que más de una entrevista
era fraguadas. En todo caso, , se las arreglaba para poner en boca del
personaje lo que, con toda probabilidad, hubiese dicho al ser consultado… Algo
semejante a “A la manera de..” del poeta Conrado Nalé Roxlo a través de su
seudónimo humorístico Chamico, supremo
as del “pastiche”.
En 1948 la revista trisemanal Aquí está reunió a Soiza Reilly y su colega y
amigo Héctor Pedro Blomberg, el poeta de los puertos, mucho más conocido por
sus letras de milongas, valses y tangos (“El adiós de Gabino Ezeiza”, “La
pulpera de Santa Lucía”, “La que murió en París”)
La idea era que uno le hiciera un reportaje al otro, y al
día siguiente se estableciera la reciprocidad. Ambos productos resultaron
sabrosos como profesionalmente insuperables.
Solo que, según nos confió tiempo después el poeta del
rosismo “permitido” en sus tiempos, Blomberg se entrevistó a si mismo con la
firma de Soiza, y este hizo lo mismo con
la de su entrañable camarada. ¿Y qué? De la más severa lectura de los dos textos,
surge ante todo que no se permitieron ningún adjetivo laudatorio. Esto es lo
que debió hacer sospechar a los editores de la empresa Sopena, españoles de
gran oficio pero inocentes como niños de pecho para las triquiñuelas de
aquellos casi septuagenarios.
Mi cuarto de hora.
Una puntual enciclopedia nos anoticia que Juan José Soiza Reilly , fruto de sangre de Portugal e Irlanda, se desempeñó en diversos cargos burocráticos. Primero estudió para maestro, sin imaginar que llegaría a merecer el título pero en la muy distinta instancia del periodismo. Fue profesor de historia argentina en una escuela superior comercial de mujeres, secretario de la Convención Constituyente de la provincia de Santa Fe, en 1921; director de la biblioteca de la Facultad de Derecho de la misma ciudad… Nada especialmente apasionante, como puede apreciarse.
Pero entre los años 30 y 40, su voz bronca y su verba
vertiginosa (tantas palabras por minuto,
casi sin “furcios”, como las que hoy dispara Víctor Hugo Morales) se hicieron
indispensables a un inmenso auditorio, conquistado de una vez para siempre
desde las primeras dos o tres semanas.
Había nacido por lo menos para la radio argentina un
fenómeno atípico.. En quince minutos se enumeraban, pedidos no pocas veces
desesperados, de toda clase de elementos de trabajo, de estudio, de
rehabilitación para minusválidos, inclusos de primera necesidad (como
alimentos-vendas, zapatos, pasajes de ferrocarril).
Era el único programa solidario en medios de comunicación –Radio
Belgrano a la noche- sin un solo aviso, ni otro tema que la imperiosa urgencia
de gente desamparada. Corrían tiempos todavía difíciles a partir de la crisis
mundial y nacional del 30. Las enfermedades sociales –con la tuberculosis al
tope- empujaban al pobrerío a “morideros” sin esperanzas: el paludismo era
endémico en Tucumán, el mal de Chagas se lo empezaba a estudiar, ignorándose
aún su etiología, no había casi obrero de frigorífico sin bronquitis crónica.
Las dolencias venéreas ocupaban a más de
un tercio de los médicos. Los “dispensarios” municipales de la capital
entregaban gratuitamente, a las madres sin recursos algunos, “hasta” medio kilo
de leche en polvo.
La respuesta masiva no se hizo esperar al periodista convertido
en incansable pregonero de carencias a cuál más dramática. “Doña Rosa de Tal,
que vive en Tres Arroyos –vociferaba Soiza Reilly- ¡Si nos está escuchando,
sepan que está en camino la maquinita de coser que pidió!”
Si doña Rosa por cualquier motivo no estaba oyendo el
programa, algún buen vecino se comedía a comunicarle la novedad. Si se trataba
de camas de hospital, se incluía el pasaje luego de hacer el trámite
reglamentario en el respectivo establecimiento. O el viaje a las moderadas
sierras cordobesas de Cosquín, por entonces casi única respuesta a la tisis
pulmonar.
Cuando Eva Perón comenzó a proyectar la Fundación de Ayuda
Social, que tras su muerte llevaría su nombre hasta septiembre de 1955, alguien
le preguntó: “¿Algún parecido a la audición de Soiza Reilly”, “Si –fue la
respuesta- Algo parecido: pero multiplicado por cien mil”.
La concreción del vasto programa torno anacrónica la empresa
fraterna a través de un micrófono; era un quiosco al lado de una catedral. Así
fue como la última noche de salida al aire su creador pudo decir, con más
verdad que nunca: “Terminó mi cuarto de hora”.
Al conocerse en marzo de 1959 su fallecimiento, mucha gente más o menos anciana bendijo su nombre. La gratitud no suele ser ingrata con la auténtica caridad. Aunque se dé por cuentagotas.
En las imágenes: Caricatura de Hermenegildo Sábat. Fotografía de su visita a Ushuaia, en 1933 junto a Cayetano Santos Godino: "El Petiso Orejudo".
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