El día que faltaba


A pedido de varios interesados traemos, como lo hicimos en Navidad, un cuento.

Alude a una circunstancia de esas que parece que se viven una vez al año, pero que finalmente -como todo- se dan una vez sola en la vida.


Al acercarse un nuevo festejo de Fin de Año él remarcaba, al menos en su memoria, que todo tiempo pasado había sido mejor.

¿Desde cuándo comenzaron a andarle mal las cosas? No lo sabía a ciencia cierta.

Tal vez se debía todo a su separación, como punto de partida.

El venir al sur no había sido una elección fácil y no estaba seguro si la determinación inicial o final, fue de él o de la esposa. Lo cierto es que ella que siempre quería irse, cuando se divorció echó anclas en este pueblo, mientras crecía en él la necesidad de desaparecer de la isla… pero no tenía la libertad económica para hacerlo, y el coraje que, en su momento, lo trajo aquí.

Comenzó a encerrarse en sí mismo y fue perdiendo a la vez las compañías que él creía que nunca le iban a faltar.

La mujer por el contrario acaparó el afecto y la presencia de los hijos, ocupó destacados lugares en la vida pública cuando el territorio se provincializó, y así terminó jubilándose estupendamente. En aquel momento a él le pareció que ella rejuvenecía día a día.

Y él, siguió durando.

En unas vacaciones decidió regresar a su casa. Una sobrina ocupaba lo que había sido la casa de los padres. Lo recibió con temor de lo que podía reclamar, pero él sólo iba a buscar afecto. Preguntó por las antiguas pertenencias y le dijeron que estaban en un galponcito. Allí fue y comprobó los estragos que había hecho sobre ellas las inundaciones. Casi no se atrevió a tocarlas, pero en un momento vio un almanaque que lo remontó a ciertos ritos del ayer. Se trataba de uno de aquellos que entregaba la Cooperativa, y que año a año renovaba su taco.

Enseguida fue acumulando memoria sobre esa experiencia, y el hecho que en cada mañana, antes de salir al colegio, el padre les hacía sacar la última hoja del mismo, leer lo que decía –el primer año versos de Martín Fierro- y él, que era el mayor, debía memorizarlo.

En Río Grande continuó con ese rito en cuanta oportunidad tenía de conseguir almanaques de ese tipo. El de este año traía refranes; y ahora debía pasar a cobrar su jubilación, a retirar el almanaque que le tenían reservado en la verdulería y a comprar algunas cositas para amenizar la despedida del año viejo.

Las cifras del cajero automático no eran muy diferentes a las que pensaba percibir como aguinaldo, era el primero como pasivo, puesto que su jubilación era reciente. Su ex que se había retirado laboralmente mucho más temprano y tenía haberes suculentos, había hecho venir para estas fiestas incluso a un hijo que estaba lejos, cenando todos en uno de los nuevos restaurantes.

Él armaría la fiesta en la cocina, y allí viendo un poco de televisión y conversando en la medida que se le prestara atención, esperaría la medianoche con el mayor de sus nietos, que lo hacía su confidente en temas del corazón.

A la salida del Banco se encontró con un antiguo compañero de la escuela primaria, que curiosamente había elegido como destino también este sur. Y él fue quien lo tentó para probar suerte en el casino. No había entrado nunca, al menos en este, en el otro había hecho una visita un rato antes de la inauguración invitado por un ex alumno que trabajó en su construcción. No creía que la suerte podría cambiar con el juego, pero creía que podía medir sus gastos.

Adentro del salón había una población fluctuante que llegaba por poco tiempo y se iba, como para mejorar su circunstancial capacidad financiera ante la fiesta que se venía encima, o como para reventarlo todo.

A él le tocó lo primero. ¡Y cómo le tocó!

Nunca había tenido tanta plata en sus manos desde que hubo que vender la propiedad para que, cumpliendo con las exigencias de la esposa, se repartieran por partes iguales los bienes gananciales.

Nunca.

El amigo se quedó un rato más con él, le dio algunos consejos sobre algunos juegos, y finalmente partió diciendo: ¡La suerte del debutante!

Cuando cambió sus fichas sintió alegría y desesperación. Partió hacia la tienda que desde hace tantos años le daba crédito y se vistió de nuevo dejando en el lugar toda su ropa vieja. En otro negocio adquirió electrodomésticos que no sabía bien para que servían, el esperado LCD, meta de estos tiempos… Y para eso tuvo que hacer un viaje en su auto a casa cuando ya no le quedaba mucho lugar en el mismo para nuevas compras.

Tras la descarga de todo aquello -que había hecho envolver en paquetes de regalo- pensó que su nieto tendría allí más de una sorpresa. Entonces vio que el teléfono parpadeaba con una llamada en el contestador:

-Abuelo... Esta noche no la paso con Ud. Me arreglé con la Camila y voy a casa de sus viejos. ¡Feliz Año Nuevo! ¡Mañana paso a verlo!

De pronto sintió que todo lo ganado lo había perdido. Trató de reponerse abriendo una nueva botella de un viejo whisky, pero no cambió su estado de ánimo. Intentó ver cómo se instalaba su nuevo televisor y cómo funcionaban los artefactos, pero la letra de las instrucciones le parecía pequeña… e ilegible.

Y así al final se fue a la cocina a tomar unos mates.

Prendió la radio y buscó una que tuviera transmisión local. Casi todas estaban enganchadas con alguna de Buenos Aires.

Recorrió las paredes de su pequeña casa, y en la cocina el almanaque le había hecho recordar que no había pasado a buscar el del año entrante.

Y así llegó la medianoche.

Siempre se brindaba por los presentes y los ausentes.

Ahora seguía mateando más allá de las 12 campanadas del viejo cu-cú.

¿Le habrían guardado el almanaque de taco en la verdulería?

De haberlo tenido, ya hubiera colocado el almanaque nuevo y descubierto la hoja que indicaba el 1 de enero. Pero la cosa no era así. Era el mismo almanaque que había desglosado durante todo el año del Bicentenario, y con el que había recuperado viejos refranes, y aprendido algunos nuevos.

De pronto sintió la necesidad de hacer lo que no había hecho nunca: retirar la hoja que marcaba el 31 de diciembre, para ver si decía algo del otro lado… Y así lo hizo.

Para asombro suyo apareció un día inexistente: ¡el 32 de diciembre!

No podía ser que el mate le estuviera haciendo tan mal. ¿Qué significaba todo eso en su vida de soledad?

El 32, al fin de cuentas, era en el mundo de los sueños el que representaba el dinero.

Pero en sus manos estaba la hoja del 31. La miró por el dorso, la hoja tembló en sus manos, y siguió temblando cuando al mirar puedo leer: “Afortunado en el juego, desafortunado en el amor”.

El tiempo pareció detenerse… Hasta que alguien tocó el timbre, y el perro no ladró... porque sería un conocido.

2 comentarios:

Pali dijo...

Gracias Mingo por hacernos recordar que siempre la vida está de nuestro lado, sólo que no la vemos muchas veces, sólo vemos lo que necesitamos de momento, sólo vemos lo que tendría que ser... Pero la muerte tan sabia nos sacude de vez en cuando para recordarnos que la vida existe, que la vida vale y que por alguna razón estamos en ella. Gracias por siempre, estemos donde estemos...

cristina dijo...

Me encantó!