Los habitantes de la Tierra del Fuego en el Jardín de Aclimatación.


Conocida es la relación aquella de los aborígenes fueguinos que eran exhibidos como animales en Europa. La situación ampliamente criticada desde la perspectiva de los derechos humanos no alarmaba a buena parte de los contemporáneos a estos hechos, que veían en ello una interesante recreación y una forma de hacer ciencia.

A tal fin una lectura descriptiva:

Los habitantes de la Tierra del Fuego en el Jardín de Aclimatación.

Por Girad de Bialle.

(Traducido de la “Revue Scientifique de la France el de l’Étrangers” para los “Anales del Ateneo”)

En el número de los pueblos, o bien dicho, de los grupos humanos colocados en los últimos grados de la escala de la civilización, pueden ser contados sin injusticia a su respecto los habitantes del archipiélago situado en el extremo Sud del Continente Americano, entre el estrecho de Magallanes y el temible océano que azota al Cabo de Hornos con sus olas formidables, -o sean los indígenas de la Tierra del Fuego, nombre que e á a aquel archipiélago. Se losa ha llamado Fueguinos porque su patria es designada igualmente con el nombre de Tierra del Fuego por los hispanoamericanos de Chile y del Plata. –Bougainville, en el siglo último, en su bello viaje alrededor del mundo, les llamó Pécheres, “porque, dice, fue esta la primera palabra que pronunciaron al “acercársenos y que sin cesar repetían”. En realidad, estos desgraciados salvajes, cuyo lenguaje no se conoce, y que parecen no haber llegado al estado social caracterizado por la constitución de la tribu, no tienen denominación étnica, y desaparecerán (no pasan del número de 300, según se asegura) sin haber tenido jamás, ni aún en forma más rudimentaria, una existencia nacional. Llamémoslos, pues, fueguinos, cono se hace de ordinario, y pasemos al examen de sus caracteres etnológicos.

Lo que primero llama la atención del observador, en presencia de los fueguinos del Jardín de Aclimatación, en el aspecto sud-americano, -permítasenos la frase.-de su fisonomía general.-Cualquiera que haya considerado con alguna atención los tipos andinos, sean en si mismos o en fotografías, no podrá dejar de reconocer la sorprendente semejanza que hay entre los fueguinos y los Quichuas del Perú o los Aimaras de Bolivia. –Parece, pues, indudable, que los unos y los otos provienen de un tronco común; -pero, mientras que los Quichuas y los Aimarás, colocados en mejores condiciones de desenvolvimiento social, o enérgicamente impulsados adelante por una influencia civilizadora extraña y desconocida, llegaron a a un grado de cultura bastante elevado, los antepasados de los fueguinos permanecieron en su estado casi primitivo. –Expulsados por algún misterioso acontecimiento de la comarca más próspera que debió ser su morada originaria; arrojados sin duda bajo el clima inhospitalario de la triste y estéril Tierra del Fuego por las razas nómadas, belicosas y atrevidas de las Pampas sud-americanas, por los Patagones, por ejemplo, que son todavía hoy sus opresores hereditarios, aquellos infortunados indígenas experimentaron una especie de degeneración, convirtiéndose en los salvajes miserables y abyectos que hemos tenido ocasión de conocer.

En su estado actual y tales como los vemos en el Jardín de Aclimatación, los fueguinos están lejos de figurar con ventaja en la lucha por la existencia. Bajo el punto de vista sociológico, como lo hemos dicho más arriba, no se reúnen en tribus; forman solo algunas pequeñas aglomeraciones de individuos que cazan y pescan juntos, pero que no están unidos por ningún vínculo social. Los once indígenas que han sido exhibidos en París, forman uno de aquellos grupos, y su conductor asegura que el hombre de más edad que los otros que se encuentra entre ellos, no es un jefe y que no se puede saber si las mujeres que hacen parte de la banda, son las esposas de estos o aquellos, o si viven todos en completa promiscuidad. Se ignora igualmente la filiación paterna de los niños o mas o menos edad, que figuran en el grupo. Es el más fuerte, naturalmente, que están sometidas las mujeres, convertidas así en sus esclavas. Son para ellas los trabajos más penosos; llevar las cargas, buscar las conchas de molusco, recoger las bayas y los hongos, mantener al fuego, remar en las piraguas o ir a nado- bajo el frío y la lluvia, a agotar, el agua que se ha acumulado en las mismas (Bougainville, Viaje alrededor del mundo).

Cuando se trató de fotografiar al grupo del Jardín de Aclimatación, los preparativos de la operación y el aspecto del objetivo, les causaron un verdadero terror, que fue difícil disipar. El más aciano de los hombres del grupo, el que ejerce sobre él una especie de autoridad bastante vago no consintió en sentarse sino colocado detrás de las mujeres, con las cuales se hacía así una muralla contra el peligro que sospechaba pedía existir en el aparato fotográfico. En fin, cuando las fueguinas son viejas y el hambre acosa cruelmente a aquellos tristes indígenas, se las mata para comerlas, al paso que se economizan y conservan los perros, porque estos animales sirven para coger las nutrias, y las mujeres viejas no sirven de nada, como lo decía con una ingenuidad feroz, el joven interrogado por M.Low;-“El joven contó en seguida la manera como se procede para matarlas. Se las tiene sobre el humo hasta que estén sofocadas, y describiendo este suplicio, imitaba riendo los gritos de las víctimas o indicaba las partes del cuerpo que se consideraban como las mujeres”. –(Darwin, Viaje de un naturalista alrededor del mundo.)

Se afirma que una de las mujeres del grupo del Jardín de Aclimatación roía una tibia humana en el momento en que ella y sus compañeros fueron encontrados por la tripulación del buque que los ha transportado a Europa. Malquiera que sea la veracidad de este último detalle, los fueguinos no deben ser considerados como caníbales inveterados. Si ciertos casos de antropofagia se manifiestan ente ellos, es sólo cuando el hambre los acosa demasiado rudamente, y matan a uno de entre ellos para comerlo sino en circunstancias análogas a aquellas en que europeos sitiados o náufragos han sólido hacer otro tanto. En la Tierra del Fuego no pasa nada semejante a esas grandes hecatombes humanas, a esos banquetes espantosamente refinados en que los naturales de las islas de Fidji se regalan con la carne de sus esclavos y de sus prisioneros, preparada de cien modos diversos para halagar su sensualidad, su glotonería; -nada de semejante tampoco a esas expediciones de los Nyam-Nyams y de los Monbutus del centro del África, que, a pesar de poseer numerosos rebaños y campos fértiles y bien cultivados, van a atacar las poblaciones de sus vecinos, vociferando como grito de guerra: “¡Carne! ¡Carne!”.

El fondo de la alimentación de los fueguinos es de los más miserable: el país lúgubre que habitan, húmedo y frío, produce pocos vegetales comestible: cierta yerba amarga cuya flor se asemeja a la de nuestros tulipanes (P.Nyel, cartas edificantes, 1705), la baya de un arbusto enano y un hongo parásito de la haya (Darwin): he ah{i todo lo que una tierra ingrata les ofrece. Bajo aquel clima en que la temperatura varia solamente entre +19 y -1 centígrados, según Darwin, es indispensable sus alimentación más fuerte y sustancial, y es al mar donde los fueguinos van a buscarla. Aquellos indígenas son esencialmente ictiófagos; el pescado hace sus delicias, y cuando lo comen, lo que no le es fácil, puesto que no tienen redes y las líneas de pescar que poseen son lo más rudimentario que puede concebirse, no se toman á menudo el trabajo de hacerlo cocer: lo comen crudo y casi vivo aún. (Wallis).

Pero, para ellos, la buena, la excelente, la maravillosa fortuna llega cuando alguna ballena muerta viene a encallar en la costa; entonces, la banda dichosa que tiene la suerte de hacer este descubrimiento, se arroja sobre aquella masa de carne, la devora, se harta ávidamente de ella, olvidando en ese festín de carne, putrefacta la mayor parte de las veces, las angustias de un hambre que por lo general nunca es aplacado. Sin embargo, los fueguinos, se asegura, tienen la previsión de hacer reservas para los malos tiempos; entierran en la arena grandes pedazos de ballena, y en tiempo de escasez vuelven a buscar aquel alimento desagradable, en estado absoluto de descomposición. Pero no tienen con frecuencia buenas fortunas semejantes, y el alimento cotidiano de aquellos indígenas consiste principalmente en moluscos. Los del Jardín de Aclimatación pasan el tiempo en comer almejas que se los distribuyen con abundancia; las esparcen sobre las cenizas calientes de su hogar, y una vez que se abren, rompen el molusco. Como todos los comederos de mariscos de concha, tienen los diente gastados desde temprana edad, como lo prueban las mandíbulas de los adolescentes y de la joven del grupo que hemos examinado. Cazan también la nutria, la foca, el perro marino, y en las regiones vecinas de la Patagonia, la vicuña o guanaco; pero, a pesar de su destreza en el tiro del arco, la escasez de esos animales no les permite contar mucho con tales cacerías para variar y, sobre todo, fortificar su alimentación.

De los citados mamíferos es que sacan los elementos de sus trajes, muy simples por cierto. Lo mejor vestidos son los que pueden disponer de pieles de guanaco. Este es el caso de los del Jardín de Aclimatación, que se envuelven en sus capas de cuero, poniendo el pelo una vez para dentro y otras para afuera. Pero en la Tierra del Fuego los hay más miserables, que no tienen para cubrirse en aquel país lluvioso y donde nieva con frecuenta, más que una pequeña piel de nutria que se ponen sobre las espaldas y con la que abrigan la parte de su cuerpo más espuesta al lado de donde viene el viento. A pesar de esta lamentable pobreza, los fueguinos tienen el gusto del adorno: -sin hablar de la alegría experimentada por los del Jardín de Aclimatación al adornarse con cintas de color brillante y con bujerías de vidrio dadas por los visitantes, diremos que entre ellos, en su país, ni bien la práctica de picarse y pintarse el cuerpo no está muy desarrollada, sin embargo, goza de bastante estimación la costumbre de embadurnarse de negro, de blanco y de rojo. Se fabrican collares y brazaletes de plumas, de barbas de ballena y de conchas.

En cambio, el arte de la construcción permanece, por decirlo así, ignorado en la Tierra del Fuego. Las habitaciones de los indígenas, a pesar de la rudeza del clima, no son ni siquiera chozas, sino solamente cunas de follage orientadas de modo que la parte menos mal cerrada se halle contra el viento, se encienda el fuego en la abertura, y se amontonan allí mezclados los indígenas, apretándose los unos contra los otros par asentir menos lo efectos del fríos. –Los fueguinos no son, por otra parte, sedentarios; vagan famélicos a lo largo de las costas, buscando sin cesar un lugar rico en pescado o en moluscos que abandonan después de haberlo agotado. En sus migraciones, navegan más que lo que caminan y es rarísimo que osen aventurarse a cruzar el mar inclemente de aquellas regiones, en las pobres embarcaciones de que están provistos. Para tener una idea de ellas, figurémonos unas largas y malas piraguas de corteza de árbol, cuyos pedazos están unidos y como cosidos con juncos, trozos de madera torcidos en semi-círculos hacen las veces de cuadernas y mantienen en lo posible la forma grosera de la embarcación, cuyas junturas están calafateadas con musgo y arcilla. En el medio de la piragua, sobre un lecho de guijarros y de arena húmeda, arde el fuego, que cada banda fueguina se guarda bien de nunca dejar apagar y que transporte cuidadosamente con ella o que alimenta, como lo hace la del Jardín de Aclimatación, en un gran tronco que lentamente se consume.

No puede decirse que esos salvajes ignoren el arte de hacer fuego, pero en su patria brumosa y fría, la extinción del hogar es una verdadera calamidad, pues la dificultad de volver a encenderlo es grande a causa de no mostrarse frecuentemente madera no mojada, ni hojas secas.

El gran viajero Cook cuenta que los fueguinos emplean para producir el fuego, el método de percusión, en vez del de frotamiento, que es el usado por los salvajes de los climas cálidos. Golpean dos piedras sobre un montón un montón de musgo seco o sobre una pulgada de plumas muy finas que guardan para este fin y que les sirven, así, de yesca. Es, según parece, más bien a frecuencia de las hogueras encendidas así por los indígenas a lo largo de las costas de su archipiélago, que a la existencia de volcanes, a lo que se debe que aquella comarca haya sido llamada Tierra del Fuego por los primeros navegantes que la visitaron.

El mobiliario de los fueguinos no es más perfecto que su traje; se compone de algunas canastas ligeramente tejidas de juncos, que sirven para llevar a sus conchas y sus hongos; de vasos de corteza cosida como sus piraguas y de sus armas y útiles. En materia de armas, poseen hondas, así como arcos bastante cortos y de una considerable curvatura, de los que se sirven con mucha destreza; sus flechas, conservadas en sacos de piel de foca, están provistas de puntas de vidrio de botellas que obtienen de los marineros europeos y que arreglan hábilmente por medio de pequeños golpes y de numerosos recortes, según un procedimiento más o menos análogo al que los arqueólogos que se ocupan de las épocas pre-históricas llaman “solutréen”. Este arte de la talla del vidrio en punta de flecha parece no ser reciente entre los fueguinos; no es, en verdad, más que la aplicación a una materia nueva de un procedimiento empleado para labrar la obsidiana, que es una especie de vidrio natural producido por la acción volcánica, aún en actividad en Tierra del Fuego. Es igualmente con puntas de vidrio o de obsidiana, con lo que arman ciertos pedazos cortos de madera con un puño, y que casi pueden llamarse puñales. Como el hombre cuaternario, el fueguino emplea siempre los huesos de los animales en la fabricación de instrumentos; es así que tienen cuchillos de hueso que nos hacen el efecto de raspaderas para la preparación de los cueros, y arpones de dos o tres metros, cuyas largas y barbadas puntas son también de hueso.

A pesar de su salvajismo y de la posesión de un cierto número de armas, aquellos indígenas pasan por seres de una gran mansedumbre; si libran algún combate entre ellos, es bien raramente y entre dos bandas que usurpen su territorio respectivo. Los del Jardín de Aclimatación son muy dóciles y no causan ningún trabajo por indisciplina. Hablan poco y en un tono muy dulce y muy bajo, sin mover casi los labios, pues las palabras son apenas articuladas en la laringe y en la parte posterior de la boca. Su inclinación a la imitación ha sido señalada por todos los viajeros y nosotros hemos podido observarla en el Jardín de Aclimatación: no lejos del recinto donde los fueguinos estaban acampados, se encuentra el gran estanque de los cisnes y de los patos; un cisne de los llamados trompetas se puso a lanzar gritos que parecían un toque de clarín, sin que nosotros diésemos al hecho ninguna importancia, cuando de repente el mismo sonido se dejó oír a nuestro lado: era uno de los indígenas, que tranquilamente, sin moverse, sin salir de su posición acurrucada, se entretenía en imitar al cisne.

Un detalle característico de su estado de inferioridad es su manera de beber. En vez de llevar el vaso lleno de agua a sus labios y hacer pasar el líquido por la garganta, se inclinan sobre el cubo y aspiran lamiendo el contenido. Hemos visto a una de las mujeres madres, del grupo del Jardín de Aclimatación, conservan en la boca el agua así absorbida, y, para hacer beber a su hijo echársela en la de éste.

El espectáculo que no han ofrecido estos indígenas es, pues de los más instructivos. La población parisiense ha podido estudiar directamente, al natural, al hombre primitivo, y hacerse así una idea de lo que fueron los primeros pasos de la humanidad (1). –pues como hemos dicho más arriba y como lo habíamos ya escrito anteriormente (Los ueblos del África y de la América, pág. 134), “pocos pueblos nos representan mejor que los fueguinos lo que debieron ser los hombres cuaternarios”.

(1) Mr. Abel Hovelacque acaban justamente de dar a luz un libro en el que, siguiendo el método inaugurado por Sir John Lubbock, trata de reconstruir el estado del hombre primitivo antiguo, por medio de los datos suministrados por el estudio del “hombre primitivo contemporáneo”.

Aunque no podamos adherirnos a ciertas teorías de M. Hovelacque, que no parecen tener un carácter demasiado absoluto, no por eso dejaremos de recomendar ese libro (Les debuts de l’humanité), que contiene, respecto de lo que queda de salvajes verdaderamente salvajes en nuestro globo, detalles de los más interesantes, y noticias tan completas como es posible darlas.

1 comentario:

Eduardo Prina dijo...

Siempre interesante todo lo publicado en tu blog. Gracias