Había sido en su
tiempo una de las mujeres más bellas. No sé si en el barrio, en el pueblo, en
la ruta complementaria donde se levantaba la estancia en la que permaneció por
largos años luego que la secuestrara el tío.
Porque la tía había
sido secuestrada por su marido, que a aventajaba en una década en la edad, y al
cual había conocido estando en prisión, dónde lo visitaba con solidaridad militante
–ese término es de ahora- hasta que un día le levantaron el encarcelamiento.
Entonces la pasó a buscar y se la trajo a la isla.
La tía era rubia y
de ojos claros, en aquel remoto tiempo de su llegada a nuestro lugar, y también
cuando con los años la conocí.
Pero para entonces
tenía una presencia desagradable en el rostro: los lunares estaban cargados de
pelos rígidos que te pinchaban al tratar de besarla. Y besarla era un rito ineludible.
Viejas peludas había
por doquier, y solían parecer con más frecuencia en los velorios a dónde íbamos
en compañía de nuestra madre que no ingresaba en esa categoría tal vez porque
se aplicaba de continuo una máscara facial de piedra pómez y limón.
La tía tenía en el
escote una cicatriz. Se decía que en otro tiempo en ese lugar existía un bello
lunar al que uno de sus nietos arañó siendo pequeño y desató una infección que
llevó a que fuera extirpado. El lunar era como un bello prendedor.
Besar a la tía, y al
conjunto de “tías” en medio de un velorio nos producía escozores en la piel, y
nos hacía preguntarnos porque no se afeitaban. Por entonces la tía tendía menos
de sesenta años, y según se decía mostraba los descuidos de la edad. Ya no
estaba en una etapa de su vida en que alguien iría a secuestrarla para traerla
a vivir en el confín del mundo.
Un día, al crecer,
me mostré molesto por los lunares peludos de la tía, y ella me incriminó por el
desaire. Me dijo que no me olvidara que yo era su sobrino y que con los años
también se me volverían peludos los lunares de mi cuerpo. A mí no me importunó
este anuncio, puesto que al fin siendo varón podría afeitarme con la Gillette o
la Legión Extranjera. Pero su anuncio se hizo realidad: en el lunar que llevo
en el entrecejo, en el que luzco al costado de una fosa nasal, y en cada uno de
los que aparecen en mis mejillas. Los pelos de estos lunares eran más- rígidos
que el bozo de las inmediaciones y molesto por su presencia –que sentía que se enganchaban
en todas partes- los arrancaba ni bien iban creciendo haciendo pinza con mis
dedos índice y pulgar.., con el tiempo eran de tal dureza que resbalaban con
esta acción y con ello era preciso tomar la pinza de depilar que estaban en el
estuche de manicura de mi madre.
Un día la tía murió
y fuimos a despedirnos de ella. La encontramos plácida y rejuvenecida en su ataúd
y al besarla advertimos que no tenía más lunares punzantes. Tal vez alguien se
encargó de maquillarla, dejándola en condición diferente a la que solía
molestarme.
Con los años
contraje la misma enfermedad que ella, y fui perdiendo el bello en los brazos,
y los lunares, aunque un par de ellos no se ven bajo mi barba.., todo producto
de la medicación intensa a la que he sido sometido.
No he visto viejas
peludas –cuncunas le decíamos a algunas- en las nuevas generaciones de mujeres
mayores; donde la cosmética parece mostrar mayores esmeros. Igual se conserva
esta costumbre de forzar a los hijos a besar a los viejos, lo noto y la tensa
reacción de los pequeños cuando se trata de darme un beso en la mejilla. A
veces, por condescendencia les ofrezco mi mano… Y procedo a hacer lo mismo
sobre sus pequeños dedos.
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