Papel y tabaco

En el año 1971 inicié en la Escuela Superior de Periodismo, de la Universidad Nacional de la Plata los estudios de una carrera corta que finalicé el 27 de diciembre de 1973. Por entonces, siguiendo una de las primeras Guías del Estudiante me di cuenta que se podía lograr una capacitación en eso que formaba parte de mi gran diversión durante el secundario: hacer la revista del colegio.

La experiencia fue arrolladora, y el tiempo pasó más rápido de lo que pensaba. Por entonces las áreas humanísticas de la universidad platense, la Periodismo podía incluirse en ese segmento, se mostraban más preocupadas en hacer la revolución que capacitar profesionalmente a sus alumnos.., y yo transité por esos caminos entre sueños y realizaciones.

Muchos compañeros iban quedando en el camino, y la desprotocolarización de las aulas llevó a que no hubieran actos de colación de grados; igual un 12 de marzo de 1975 recibí mi diploma como Licenciado en Ciencias de la Información, y luego hubo una gran fiesta en la pensión donde vivía -9 número 594- donde por años nadie se había recibido de nada.

¡Qué hacía yo entonces todavía por La Plata? Si bien mi proyecto pasaba por dedicarme a lo laboral del periodismo estaba cortado por el Servicio Militar. La asunción del General Calcagno había generado una excepción para todos los que tenían prórroga universitaria, pero su pronto desplazamiento llevó a la conducción del arma ejército, la que me tocaba por sorteo, a tener que pasar por la revisación médica obligatoria, que se demoraba. Por lo tanto mientras aguardaba la firma del ITS que me dejaría fuera de la formación militar inicié en 1974 la oferta de capacitación que existía en la misma Escuela: el Profesorado en Ciencias de la Comunicación, donde era más evidente la formación en investigación que la pedagógica. Al de eso terminé por aprobar mi última materia de un segundo (o quinto) año el 22 de diciembre de 1975; y a retirar el título recién en 6 de mayo de 1979. Cuando ya había corrido mucho agua bajo los puentes de Río Grande a donde había vuelto y me había servido de lo aprendido para ser primero profesor en el Instituto Don Bosco y luego locutor en LRA 24.

Y se darán cuenta que quedan de por medio muchas cosas por contar, pero esta no es mi autobiografía autorizada, es solamente un momento emotivo que viví hace algunos días.

Mi primer título, demorado por problemas en la designación del guardasellos en la Presidencia de la conflictiva universidad de esos días, fue guardado en un tubo negro de plástico, y por entonces, como una forma de preservarlo de la acción de los insectos se decía que nada mejor podría resultar que colocar en su interior un buen cigarro. El tabaco tenía mejor fama en todos los órdenes por entonces, y también en este caso como conservador del papel, ante posibles termitas.

El cigarro elegido vino de lejos. Oscar Urruty, un farmacéutico que fue a pasar su luna de miel del otro lado de la cortina de hierro, al casarse con su novia de años: Michova (la que bautizaba así también su farmacia en City Bell), me trajo de regalo un Habano cubano –el viaje se había hecho desde la isla caribeña- junto a una historieta de Disney comprada en Yugoslavia; en recuerdo de mis ancestros, y como una demostración ante el muy difundido “Para leer el Pato Donald”, -de Ariel Dorfman y Armand Mattelart- tratando de demostrar hasta donde llegaba el imperialismo por entonces.

Pero eso fue para el primer diploma. El segundo se enrolló con el primero y muchos años después, siendo concejal en Río Grande, el viajero que fue a Cuba fue el menos izquierdista del cuerpo: Osvaldo Pagano; y su cigarro ocupó un segundo cilindro donde quedó uno de los diplomas académicos y el de la Junta Electoral que avalaba mi designación.

Y así pasó el tiempo.

Hace unos días, a pedido del CFI, y por unos trabajos que espero den a luz en este Año del Bicentenario, debí abrir los envases ya hermetizados por el tiempo con la finalidad de fotocopiar los papeles. Y sí apareció el primer cigarro, el del 75, algo despuntado por tantos ires y venires. Me ayudaba en la tarea de componer las copias mi prima Verónica Angelosanti, la de los ojos güeros, que todavía se mantiene en las filas de los fumadores. A ella le conté esta historia fulmigante, y después pensé que luego de 35 años bien podríamos darle al cigarro su función inicial: entonces la Nica comenzó la fumata añeja que cierra esta historia, y de cuyo final tal vez daremos cuenta algún día..

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