Ella creía que cuando alguien moría sin experimentar dolor era porque Dios se lo había querido llevar y que en premio a su bondad no lo había hecho sufrir.
La receta divina era de aplicación incuestionable para ciertos seres queridos y queribles que había demostrado durante toda su vida un espíritu incuestionable.
Pero cuando se preguntaba dónde estaba el mérito de la muerte de un niño que partía por una muerte súbita, sin haber aquilatado nada bueno, ni nada malo en su haber, ella respondía que Dios debería haber agrandado el cielo, y ahora había más espacio para los angelitos.
Cuando la muerte era prolongada y dolorosa podía ser el castigo propinado por el Cielo, a quien tal mal se había portado en la Tierra. ¡Y estaba pagando sus culpas!
Claro que en algunos casos alguien malo, malo, moría sin sufrimiento –tal vez un accidente violento que se lo llevó “ipso facto”, e “ipso facto” era una de las tantas palabras latinas que usaba para dar autoridad a sus conceptos- entonces era que Dios no le había dado la oportunidad de reconciliarse con él.
Pero podía ser que una persona abnegada tuviera un largo tiempo de dolencias antes de partir, y sus sufrimientos escapaban a todo paliativo médico. Entonces era que se estaba probando a la familia, viendo si podían ser tan buenos como él, y a él se lo encaminaba hacia un espacio de santidad.
Una vez le pregunté que tipo de muerte le gustaría tener. Y me dijo que no quería morir de ahogada, ni quemada.
Entonces le inquirí su opinión sobre la cremación.
Con un gesto detuvo el diálogo, ¡llegaban las comadres!
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