Ella tenía muchos ahijados, pero pocas comadres.
Es claro, su soltería prolongada, los bienes heredados, la expectativa para saber que manos de quien podría quedar todo eso fue facilitando la construcción del cerco afectivo de bautismo y sus derivaciones.
No debía olvidarse la fecha de cumpleaños de cada uno y cada una, no debía ignorar los compromisos rituales al llegar ellas a los 15 y ellos a los 17. A las señoritas les correspondía un vestido que debería estar a su costo. A los señoritos los primeros pantalones largo, que debían ser costeados por el padrino.
Pero ella cosía. Y entonces concentraba el placer para que cada vestido fuera el mejor de todos los que había hecho en su vida, y si bien se daba con el padrino que pondría la tela para los muchachos, ella resolvía tempranamente la confección de esa prenda masculina que jerarquizaba hasta alcanzar la categoría de hombre a su ahijado, su muchacho… Frecuentemente aparecía el padrino, y algunos primos mayores, o tíos solteros, y el de los pantalones largos salía a conocer la noche, y la noche significaba en este caso el rito de iniciación por el cual el muchacho debía mostrar lo macho que era. Y allá iba, tembleque en sus temores, el ahijado de ella, rumbo a algún prostíbulo.
En la mayoría de las casas se la conocía en su condición de costurera. Los jueves, en que no trabajaban, solían visitarla a la hora de la siesta, cuando nadie salía por las terrosas casas del pueblo; entonces le encargaban prendas de vestir que formaban parte de su ajuar de seducción, ropa de calle, sobria ropa de calle que igual las indisimulaban, y –lo más frecuente- coser lo descocido, recuperar botones perdidos, y en algunos casos reforzar algunas costuras brutalmente vulneradas en los trámites previos a la ejecución de algunos de sus encuentros. Cuando llegaba el ahijado las clientas se daban cuenta sobre la procedencia de los pantalones: calidad de la modista tanto en ropa de mujer, como de varón, sensibilidad femenina… Lo cierto que ellas mismas procedían a despojar al iniciado de sus pantalones, los de la madrina, a doblarlos prolijamente sobre el respaldo de una silla, antes de continuar con la cuestión. Los muchachos salían descuajeringados del cuarto de la “tía”, pero con los pantalones incólumes.
Yo estaba en edad de recibir esa prenda trascendente cuando comencé a hablar con ella acerca del dolor y de la muerte. Y pensaba sobre cual sería el origen de mis anhelados pantalones.
1 comentario:
¡hermoso segundo encuentro... ojalá mi papá pudiera leerlo! ¡Gracias Mingo!
Publicar un comentario