07. LOS PUENTES DE LA MEMORIA. “De cómo algún viejo de apariencia insignificante puede transportar un prestigio que no alcanza a gente no tan vieja pero afanosa en las apariencias”

 


Convengamos en que no va a salir de nuestros labios el nombre del viejo: es que fuimos cómplices de su mirada, cuando podo después del brindis –en el momento en que la fiesta prometía ponerse linda-, lo tomaron de un ala, lo abrigaron convenientemente y lo fletaron para su cuna.

 

Al viejo lo fueron, y en su lugar quedaron mucho más de cuarenta años de permanencia en nuestra isla.

 

Y remarcamos esto de nuestra isla, porque a esta hora del discurso popular, no vamos a reclamar más méritos para unos que para otros, pero eso sí: el viejo –sabemos que llamarlo así no lo ofende-, llegó por tierra a pata, salvando frontera, legalizó en tiempo sus documentos, se trajo a la paisana cuando dejó de ganarse la vida en el campo, armó su casa como pudo y arremetió con coraje para entregarle varios hijos a este suelo. Y uno de ellos –para que lo vamos a negar- con los celos de sus hermanos, lo tiene lleno de orgullo.

 

Y ahora se le dio esto, que la buena costumbre de reunir, una vez siquiera en este año –para la fiesta del pueblo., una gran comida con todos los que constituyeron la simiente de nuestro ayer, le permitió encontrarse aunque sea de por medio –“con todos esos otros”-, cerca de los que hace tiempo no veía.

 

Lo han vestido de galas que no pensaba merecer, le tiraron esa corbata vieja que él tanto quería, porque estaba unida a funerales y fiestas, y le reglaron otra menos brillante y menos austera. Le trajeron esos zapatos sin cordones, que le quedan un poco grandes, porque no hubo tiempo para llevarlos a cambiar, la camisa impecable a la que ya desprendió el botón del cuello, y ese pañuelito –eso que asoma en su bolsillo-, que es el único atisbo de una elegancia pretérita.

 

La patrona no concurre. Con ella todo resultó más difícil, no por el hecho de vestirla, sino porque teme a todo protocolo que no sea el de la cocina, así que dio el justificativo de un achaque, a quien preguntó por ella.

 

El viejo se había mirado en el espejo de la cómoda, con esos anteojos parchado que usa cada vez menos, porque ya no quiere ni leer, anteojos que por antiestéticos hubo que dejar al concurrir a la comida: -¡Estás guapo viejito!- se dijo con su sonrisa menos desdentada-¡Estas como te hubiera gustado estar (llegó y se fue una interferencia del alma) cuando el hijo se recibió allá lejos!

 

Si no eres de mi pueblo, o si no has estado en él en los últimos tiempos, se hace imprescindible que realicemos una advertencia: nuestro Intendente, que para el caso es bueno señalarlo, que resulta ser el primer nativo que nos manda en esta tierra de potestades importadas, ha reunido –año a año- a los viejos –sea cual fuere su condición social-, en una fiesta que comienza en la víspera del Día de Río Grande, alimentando de recuerdos a los que hambreados de esperanza armaron su destino en esta costa.

 

Muchos se quedan afuera, algunos resentidos de los que abrigan la exclusiva condición de próceres, de defensores de la soberanía, o quienes utilizan –sólo ellos- el calificativo de “pobladores”, de siempre significativos lustres. ¡Es que hay que tener por lo menos cuarenta años en la Tierra del Fuego para recibir un lugar de agasajo!

 

Y con los abuelos, los hijos y los nietos, en este encuentro de generaciones, se da una afirmación de identidad que imaginamos se ha constituido en un ritual inalienable.

 

Así que el veterano recibió la invitación –como Dios manda-; y de ésta se prendieron su hijo, “el tan querido”, la nuera, la hermana de está jamona como la madre, y el “querido consuegro”; una familia distinguida, pero que no hace mucho está entre nosotros y que no querían quedarse afuera en este encuentro con la posteridad.

 

Lo han llevado al abuelo, que por gentileza no puede abandonar su sitio, sus encumbrados parientes, para sentarse con aquellos otros muchachos de su tiempo, que seguramente recordarán por esas risotadas, los sinsabores de otros días: no va a poder arrimarse a aquella paisana a la que un día –sin más suerte- le puso el ojo, ni asombrarse de lo bien que se conserva el Petiso Andrade, y brindar con él. El viejo tiene que guardar las composturas; la nueva familia lo vigila, el hijo se muestra incómodo, porque sus ademanes y modos no son los de la academia Gaeta y ya cae en la confusión de colores de vinos y vasos.

 

La familia lo controla, lo gobierna, le deja estar peno no le deja hacer; el humilde paisano de otros días, hoy con su familia doctoral, no tiene potestad de hecho sobre el conjunto al que le ha dado –por compartir su entrada-, un ingreso a la cotizada condición de “poblador”.

 

Así que han apurado el trámite:

-Parece que el abuelo está cansado.

-No,¡que vuá estarlo si me dormí la siesta toa la tarde!

-Mire papá que estas noches de julio vienen frías, y no queremos que después de la farra no de un susto.

-Va a ser mejor que no coma tanto.., no está acostumbrado a estas cosas que se compran hechas, y a Ud.- siempre se le va la mano con los condimentos.

-Yo le llevo viejo, si no la abuela no va a descansar hasta que Ud. Regrese.

-¡Sigue con sus achaques la vieja,!- se lamenta el doctor.

 

Y me lo tomaron de un ala, lo abrigaron convenientemente, lo fletaron para su cuna, cuando él pensaba dedicarle toda la noche al mandibuleo de cosas viejas, con esos amigos que piensan que se olvidó de ellos con su nueva familia, con esa gente a la que tanto tiempo no veía y que quien sabe no vuelva a ver juntos, y que por este desaire que les ha hecho de preferir a los palogueso..., quien sabe ni asista a sus funerales.

 

Eso sí, los nuevos miembros de su familia, su crecida parentela de entenados políticos se sienten más tranquilos cuando él se va.., uno a uno levantan la cabeza para saludar jubilosamente a otros prohombres que comparten como ellos el privilegio de esta noche histórica.

 

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