Convengamos en que no va a salir de nuestros
labios el nombre del viejo: es que fuimos cómplices de su mirada, cuando podo
después del brindis –en el momento en que la fiesta prometía ponerse linda-, lo
tomaron de un ala, lo abrigaron convenientemente y lo fletaron para su cuna.
Al viejo lo fueron, y en su lugar quedaron
mucho más de cuarenta años de permanencia en nuestra isla.
Y remarcamos esto de nuestra isla, porque a
esta hora del discurso popular, no vamos a reclamar más méritos para unos que
para otros, pero eso sí: el viejo –sabemos que llamarlo así no lo ofende-,
llegó por tierra a pata, salvando frontera, legalizó en tiempo sus documentos,
se trajo a la paisana cuando dejó de ganarse la vida en el campo, armó su casa
como pudo y arremetió con coraje para entregarle varios hijos a este suelo. Y
uno de ellos –para que lo vamos a negar- con los celos de sus hermanos, lo
tiene lleno de orgullo.
Y ahora se le dio esto, que la buena costumbre
de reunir, una vez siquiera en este año –para la fiesta del pueblo., una gran
comida con todos los que constituyeron la simiente de nuestro ayer, le permitió
encontrarse aunque sea de por medio –“con todos esos otros”-, cerca de los que
hace tiempo no veía.
Lo han vestido de galas que no pensaba
merecer, le tiraron esa corbata vieja que él tanto quería, porque estaba unida
a funerales y fiestas, y le reglaron otra menos brillante y menos austera. Le
trajeron esos zapatos sin cordones, que le quedan un poco grandes, porque no
hubo tiempo para llevarlos a cambiar, la camisa impecable a la que ya
desprendió el botón del cuello, y ese pañuelito –eso que asoma en su bolsillo-,
que es el único atisbo de una elegancia pretérita.
La patrona no concurre. Con ella todo resultó
más difícil, no por el hecho de vestirla, sino porque teme a todo protocolo que
no sea el de la cocina, así que dio el justificativo de un achaque, a quien
preguntó por ella.
El viejo se había mirado en el espejo de la
cómoda, con esos anteojos parchado que usa cada vez menos, porque ya no quiere
ni leer, anteojos que por antiestéticos hubo que dejar al concurrir a la
comida: -¡Estás guapo viejito!- se dijo con su sonrisa menos desdentada-¡Estas
como te hubiera gustado estar (llegó y se fue una interferencia del alma)
cuando el hijo se recibió allá lejos!
Si no eres de mi pueblo, o si no has estado en
él en los últimos tiempos, se hace imprescindible que realicemos una
advertencia: nuestro Intendente, que para el caso es bueno señalarlo, que
resulta ser el primer nativo que nos manda en esta tierra de potestades
importadas, ha reunido –año a año- a los viejos –sea cual fuere su condición
social-, en una fiesta que comienza en la víspera del Día de Río Grande,
alimentando de recuerdos a los que hambreados de esperanza armaron su destino
en esta costa.
Muchos se quedan afuera, algunos resentidos de
los que abrigan la exclusiva condición de próceres, de defensores de la
soberanía, o quienes utilizan –sólo ellos- el calificativo de “pobladores”, de
siempre significativos lustres. ¡Es que hay que tener por lo menos cuarenta
años en
Y con los abuelos, los hijos y los nietos, en
este encuentro de generaciones, se da una afirmación de identidad que
imaginamos se ha constituido en un ritual inalienable.
Así que el veterano recibió la invitación
–como Dios manda-; y de ésta se prendieron su hijo, “el tan querido”, la nuera,
la hermana de está jamona como la madre, y el “querido consuegro”; una familia
distinguida, pero que no hace mucho está entre nosotros y que no querían
quedarse afuera en este encuentro con la posteridad.
Lo han llevado al abuelo, que por gentileza no
puede abandonar su sitio, sus encumbrados parientes, para sentarse con aquellos
otros muchachos de su tiempo, que seguramente recordarán por esas risotadas,
los sinsabores de otros días: no va a poder arrimarse a aquella paisana a la
que un día –sin más suerte- le puso el ojo, ni asombrarse de lo bien que se
conserva el Petiso Andrade, y brindar con él. El viejo tiene que guardar las
composturas; la nueva familia lo vigila, el hijo se muestra incómodo, porque
sus ademanes y modos no son los de la academia Gaeta y ya cae en la confusión
de colores de vinos y vasos.
La familia lo controla, lo gobierna, le deja
estar peno no le deja hacer; el humilde paisano de otros días, hoy con su
familia doctoral, no tiene potestad de hecho sobre el conjunto al que le ha
dado –por compartir su entrada-, un ingreso a la cotizada condición de
“poblador”.
Así que han apurado el trámite:
-Parece que el abuelo está cansado.
-No,¡que vuá estarlo si me dormí la siesta toa
la tarde!
-Mire papá que estas noches de julio vienen
frías, y no queremos que después de la farra no de un susto.
-Va a ser mejor que no coma tanto.., no está
acostumbrado a estas cosas que se compran hechas, y a Ud.- siempre se le va la
mano con los condimentos.
-Yo le llevo viejo, si no la abuela no va a
descansar hasta que Ud. Regrese.
-¡Sigue con sus achaques la vieja,!- se
lamenta el doctor.
Y me lo tomaron de un ala, lo abrigaron
convenientemente, lo fletaron para su cuna, cuando él pensaba dedicarle toda la
noche al mandibuleo de cosas viejas, con esos amigos que piensan que se olvidó
de ellos con su nueva familia, con esa gente a la que tanto tiempo no veía y
que quien sabe no vuelva a ver juntos, y que por este desaire que les ha hecho
de preferir a los palogueso..., quien sabe ni asista a sus funerales.
Eso sí, los nuevos miembros de su familia, su
crecida parentela de entenados políticos se sienten más tranquilos cuando él se
va.., uno a uno levantan la cabeza para saludar jubilosamente a otros
prohombres que comparten como ellos el privilegio de esta noche histórica.
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