“No hay grandes guerras sin pequeñas mujeres. No hay pequeñas guerras sin hay grandes mujeres.”

 



 

El tiempo, fecundo en recursos mucho más imaginativo y caritativo de lo que se piensa, posee una extraordinaria capacidad de ayuda al procurarnos, en cualquier momento, alguna nueva humillación.

                                       Eugene Ciran.

 

Llegó el lunes y Alejandra siguió levantándose temprano.

 

El fin de semana lo había pasado desvelada, casi sin sueño... toda pena.

 

Pero llegó el día y al despertar –aún de noche- recorrió con pasos vacilantes el pequeño pasillo del departamento. Tuvo que esquivar los cuerpos de los hermanos y hermanas que junto a mamá habían encontrado sobre la alfombra de la sala el único espacio suficientemente grande para acurrucarlos a todos en un solo sueño. Algunos de los más chicos pasaron por el tilo, los más grandes requirieron un poquito más, y mamá... la sola y algo más vieja mamá, las gotas que le recomendó el médico naval.

 

La nena mayor preparó la leche, como para todos, y cuando estuvo lista bajó las escaleras y esperó en la puerta que pasara el verde de la Base.

 

Faltaban todavía quince o veinte minutos, salió el sol, arreció el viento, y Alejandra recibió a los compañeros que no sabían que tema conversar.

 

El aire, que extrañamente soplaba desde el este, tenía algo de muerte, extraña presencia como la que invadió la casa cuando llegó la noticia telefónica que reemplazó la acostumbrada comunicación después de cada vuelo... había tardado demasiado, y el regreso finalmente no se dio.

 

Ya no se hablaba en la familia del tema, pero sólo se pensaba en un esperanzado retorno.

 

                                                           ***

 

Timbre, formación, primera hora: Historia.

Los chicos que la miraban con otros ojos en otros días hoy no podían comprenderla ¿por qué ella –la de las risas- estaba seria?

 

Alguien les había dicho, en el largo sábado y el prolongado domingo de la guerra, la suerte del segundo comandante.

 

Segunda hora: Matemática. De cabeza en la carpeta, números y números, cuidado al subrayar, y la cabeza, muy lejos, en un paisaje frío para su enardecido corazón. La profesora petisa de pie a su lado, casi toda la hora, sin darse cuenta que el resto de la clase, que siempre da más trabajo que el necesario, se copia y bosteza.

 

Tercera hora, se repite en Geometría –con Zulema- el tiempo de abstracciones insolubles.

 

Cuarta hora: Cívica. Se habla de bajas y pérdidas, de unos y de otros, de negocios, violencia, diplomacia y esperanzas, todo absolutamente necesario: vivir la actualidad, vivir la Guerra que ahora todos escribían con mayúscula.

 

Quinta hora, no hay, viene un recreo largo, más que cualquiera de los vividos entre las paredes de la escuela que conoce desde hace seis semanas, a la que entrañablemente quiere y de la cual exige una protección espiritual que no llega.

 

Después viene el acto, como se acostumbra un día antes del 25 de mayo. Banderas con colores del uniforme de papá, presencia de autoridades solemnes; la idea que papá podría haber aparecido entre ellos si no fuera porque allá lejos, donde resultó eyectado, puede estar esperando un transporte que no es muy frecuente, o bien prisionero, amparado en Convenciones Internacionales por las que volverá sano y salvo gracias al enemigo civilizado. O muerto...

 

¡Cómo no habrá otro que tenga la voz de papá!¡Cómo no tener en el grabado aún el recuerdo cálido de sus convicciones de sobremesa sobre la marcha de las operaciones militares! Alejandra colocaba disimuladamente sobre su falda su regalo de séptimo grado, y mientras despachaba un par de cafés –el de él siempre era el más cargado de los demás- alimentaba la memoria magnética con todas las respuestas que podían motivar sus locas preguntas de adolescente. Después, cuando él no estaba, lo volvía a escuchar a fin de asumir sus inflexiones, lugares comunes, formas de pensamiento.

 

¡Si señorita! –las palabras golpeaban su memoria- la vida es así, y así hay que vivirla.

 

Cassete a cassette fue examinando y no quedaba una sola palabra de su padre; las borró con un aluvión de canciones que trajo de Bahía, ¡porque allí si que la radio emitía buena música!

 

Papá. Nada... para escucharlos siguiera.

 

El Himno clama, atronan el aire distorsionado en las paredes del gimnasio las voces juveniles que el frío del mediodía dibuja múltiples bocanadas. El Himno: “O juremos con gloria morir.. morir.. morir..”

 

Un mundo de palabras que ganan su lugar después del aplauso, otra música que nos habla de una canción no aprendida aun:”...ningún suelo más querido”.

 

¡Alejandra desciende!

 

¡Alejandra eyectate!

 

Y Alejandra cae.., cae hacía mi que la estoy mirando. Como si fuera una hija, mi Florencia grande y yo muerto.

 

-Solo estamos esperando nuevas noticias.., buenas noticias de Malvinas me dijo en la desconcentración, y con un gesto que me recordaba sus sonrisas: -“Las hijas son también mujeres del soldado”. Y luego la besé.

 

                                                            ***

 

El 25 estuvo cerca de mí en la Plaza. Yo junto al micrófono, alentando a la gente que con –2,3°C. no había faltado a la cita. En el Tedeum se sentó bien alto en las gradas del gimnasio que estallaba de gente, la ví con lágrimas le dije a Jorge si podía fotografiarla, probó con cada una de sus siete cámaras.., no le daba la luz.

 

Supe que al final buscó al Comandante para que le diera novedades, él dijo no saber nada porque aún no había ido a la Base, el Gobernador, los Ministros, las autoridades, y algunos más... la mirábamos sabiendo.

 

La historia tiene su final feliz: el Capitán se salvó.

 

Alejandra dejó entonces de tener muchos padres, muchos hermanos, muchos ojos que la miraban. Siguió siendo la misma, no estudió sus lecciones, se portó mal y “ligó” las correspondientes amonestaciones, y durante el resto del año –si mal no recuerdo- novió con dos chicos, uno antes y otro después de cumplir los quince.

 

Y finalmente, como tantas mujeres de soldados, un traslado la separó antes de Navidad de un Río Grande que no creo que pueda olvidar.

 

 

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