La tierra se ha puesto nuevamente verde,
abuela. En este predio que era el vergel de sus manos. Como tantos noviembres.
Me hubiera gustado escucharla ayer por la tarde, cuando el granizo fue una
sorpresa reiterada que alegró a los que no tienen huerta; pero haberla
escuchado, eso sí, en su decir gallego, ese que no perdió pese a vivir entre
nosotros.
Dentro de un mes nos habríamos visto en el
feraz reducto de su sitio, para ello habría vuelto con un mandado escrito en un
papel rugoso –igual que cuando niño –abriendo y cerrando prolijamente- para
salvarme de los retos, los cuatro portones que marcan el racional y doméstico
parcelamiento donde se edificó su vida, tan simple y entera... Tras el primer
cerco... las flores más cuidadas; por allí... las gallinitas, todas buenas
ponedoras; en medio, el patio del taller, luego otro que nunca supe su objeto
salvo aquella oportunidad en que se hirvieron cientos de centollas, y
finalmente la quinta –corríjome- la huerta de la abuela Torres.
Allí Río Grande desaparece, los sauces no
podados en los terrenos vecinos son la primer cortina: la naturaleza cautivante
cultivada a ras del suelo es una invitación a contemplar los atractivos de su
trabajo, una isla verde en el corazón de la manzana...
Pero el pueblo seguía creciendo en torno suyo,
y los terrenos de la cuadra se valorizaron con el asfalto, el carácter
comercial que comenzó a tener
Porque Ud. –abuela- seguía teniendo todo
lejos. ¡Si la recuerdo cuando a Juan y a mí nos preguntaba si íbamos al
pueblo!, cuando nuestro destino estaba a
Claro que a Ud. Abuela no le interesaba tanto
que su tierra fuera cada vez más y mejor ponderada por la valuación fiscal o
los criterios inmobiliarios, a Ud. Sólo le importaba que siguiera siendo
fértil... como el primer día.
Así la vi..., dibujando sus pensamientos en el
vaho de un vidrio la última vez que atravesé su campo, como lo hacía con mayor
gusto: viniendo de la casa de Ramón, por eso de tener con el yerno unidos los
patios fondo con fondo.
Ya no se daba el gusto de antes, de disfrutar
de su trabajo de sol a sol, y sólo se allegaba a una de las tantas ventanas de
su casa, esa que le Construyera Casimiro, ampliándola en la medida de las
necesidades de una familia que se fue trayendo de España, pero sin tapiar nunca
las ventanas que se fueron quedando adentro.
Así es la vida..., aquella vez en que sirvió
un suculento trozo de pan: el sol entraba a raudales a su cocina y yo, que
recién la conocía, sentí la simpatía de su mirada y logré el coraje de pedirle
más.
¿Sabe abuela? ¿Me divertía verla en su casa de
cristal! Ese pequeño invernadero donde podía estar de pie y en el que
preservara la balanza para el que no quisiera las primeras lechugas de la
primavera por el tradicional sistema de bolsa llena.
A veces le gritaba, y encerrada no podía
oírme, así que salía y yo le repetía mientras seguía mi camino: -¡Pórtese bien
abuela!, y era solo para fastidiarla un momento.
María Valdomira López de Torres, desde hace un
tiempo era para mí “la otra abuela”, como graciosamente comenzaron a definirla
algunos de sus bisnietos, un titulo particular para este pueblo con tan pocos
ancianos, donde muchos emparentamos cariño en la cotidiana búsqueda de verduras
cada fin de año. Donde apunté sus reproches porque el pueblo crecía y crecía, y
su producción-que antes duraba meses- era cortada en algunos días de fiestas.
Y después... se queda sin visitas... y apuraba
una nueva siembra que no siempre entraba en tiempo, y pateaba terrones con sus
tibias manos en el delantal.
Abuela, ahora que al final de tu camino das
cuenta de cuanto has sembrado, colócame en el caudal de sus cosechas...
Foto de cierre. Máquia de coser de abuela, en casa de su nieta Carmem García de Zapata.
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