Lo invito a que esta tarde ordene su galpón. Yo lo hice ayer, aunque el día no estaba tan propicio, y le aseguro que Ud. también –si lo tiene- podrá completar un inventario nostálgico de Río Grande.
Mi galpón no es muy grande, tres por tres,
y como está construido con cierto
esmero, ventana –ahora rota-, puertas –de la cual he perdido la llave-, hasta
he recibido ofertas de alquiler por él.
Tiene casi vente años, lo armó el tío Canales
cuando se arrastró la casa y quedaron muchos trastos sin ubicar. Después, el
tiempo, fue aumentando sus tesoros.
Papá tenía un particular cuidado con él,
soñaba con proporcionarle una mesa de carpintero con la cual entretenerse si se
llegaba a jubilar. De aquellos afanes quedan los frasquitos que guardan
prolijamente tornillos, calvitos y tuercas.
Mi incursión por él no trajo más que
desastres. Se atiborró de cosas cuando nos mudamos a vivir con mamá. Pasó a
recibir todo o que estaba en desuso pero que a criterio nuestro “valía”, o
podían darnos algunos pesos. Cierto es que la cocina de hierro que trajimos de
Punta Arenas nos dejó plata cuando la vendimos a una estancia; pero la mayoría
de las veces se fueron quitando armarios, sillas y otros enseres para que
alguna casa nueva –que armaban nuevos amigos venidos del norte- no estuviera
tan despoblada.
Oportunamente cayeron en el galpón materiales
de construcción que desordenadamente rompieron con la prolijidad del momento,
posibilitaron sustracciones de herramientas, rompieron una chapa de ondalit del
techo por el que comenzó a precipitarse la tierra y la lluvia.
Y como hacía dos años que no limpiaba el
patio, cuando me decidí, le llegó el turno también al galpón, saliendo de todo
esto 17 grandes bolsas de basura y toneladas de nostalgias.
Entre las cosas que se salvaron figura un
sacabotas –el gran invento patagónico- y dos de mis mejores trineos , todas
estas cosas hechas por el viejo, al igual que la carretilla de juguete que todavía conserva el número cuatro, que
precariamente dibujara con pintura de aluminio.
Salvado de las ratas se encuentra el asiento
que perteneció al auto en que se mató el tío Rodolfo, está montado aún sobre un
cajón de madera en el cual se preservaban en la cocina papas y cebollas durante
el helado invierno. El algún momento compartieron el cálido privilegio de la
cocina con la tabal de cortar carne –los cuartos de capón que le comprábamos a
Onofre o al Chino Bórquez – la sierra respectiva, la balanza del platos de
bronce y –en las noches que faltaba la usina- la brillante Petromax.
En un armario de confección casera dejé
cuidadosamente instaladas damajuanas de otros tiempos a las que encontré vacías
pero bellas en su artesanía, y media
docena de sifones de distintas marcas en su cuello metálico: Soda Stella Maris,
A. Soto Río Grande, M y D Merletti Tucumán y Dellovani – Villa Maipú.
No se como fueron a parar mis cuadernos allí
en el polvo. Y algunos por este y el
agua deteriorados. ¡Mis precarios cuadernos de la primaria! Y un libro de caja
en el qu realicé –aun antes de ir a la escuela- mis primeros dibujos.
La hamaca que ahora tengo que instalarle a
mis críos, el auxilio de un auto que ya
vendí, el molinito de mi Hamster, y rotos juguetes de madera.
Supongo que habrán sido llevados con mayores
precauciones por mi viejo, y que no tuvieron la suerte de los espuelines para
el hielo, los patines de mamá, su gancho de portuario y las planchas de fierro
marca Diógenes.
El espejo de
Mientras los tres andadores de mis tres hijos
iban inútiles ya a la basura, la lana de tantos colchones pasó a una abuela
amiga para ser hilada y transformada-con suerte- en medias y pulóveres de Huiñi
Porra.
Agregué al inventario supérstite de la
limpieza un bozal, todas las valijas de cartón en un baúl grande, la máquina de
calcular “Facit” –superada por la cibernética- y una herradura que sin ser
supersticioso trasladé al frente de la casa, sobre la puerta.
Descubrí la serpentina de la cocina económica,
elemento que calentaba el agua y que hubo que sacar cuando se la convirtió a
gas; al igual que varios ladrillos refractarios que luego se usaron en lugar de
bolsas de agua, y para combatir el reuma de los viejos.
Las mangueras que compramos para traer agua
desde la canilla de la esquina se salvaron, es que con el patio limpio me
gustaría volver a hacer la quinta: así me esperarán para el otro verano junto a
una verde regadera.
Ocurre que también tengo un entretecho,
altillo que le llaman algunos, pero ya tuve mucho trabajo ¿no creen?. Eso
sí...¿por qué esta tarde no ordena su galpón?
En la foto un artículo de galpónn que se puede colocar al centro de la estética familiar; la vieja máquina de coser Singer.
Se busca otras motivaciones…
https://www.youtube.com/watch?v=mvmo5VXVXec
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