Después que la visita de Juan Pablo II posibilitara la reconstrucción de la monumental cruz de Cabo Froward, quiero relatarles la historia de nuestro mayor monumento, ese que emerge tras la sólida sombra del Cabo Domingo cuando el avión se aproxima; esa señal blanca que en la ruta polvorienta da testimonio de la fe misionera de los salesianos.
¡De cruces estamos hablando!, para que sepas cómo nació esa devoción que se enseñorea en lo alto del barranco de “La Candelaria”, guardando a su abrigo lo poco material que va quedando del Padre José Forgacz, de los amigos de la casa De Grenada y Crema, y de los coadjutores Juan Asvini, Jorge Etorovich y Faustino Minici.
¿Lo has visto?
Su nombre está estampado en la carcomida madera del parque de la gruta: FAUSTINO MINICI, dice, por sus manos paso esta historia.
Así como durante el XXXII Congreso Eucarístico Internacional Buenos Aires se levantó para presidir las manifestaciones de la fe, la gran Cruz de Palermo; en ocasión de reunirse en Magallanes -bajo la inspiración de Monseñor Pedro Giacomini- el Congreso Eucarístico Nacional de Chile, allá por 1946, otra cruz se emplazó en la Plaza Bulnes, frente al Santuario de María Auxiliadora… hasta que al sur de la Península de Bruswik se construyera -reemplazando a la erigida en 1913 en hierro galvanizado- un monumento de cemento armado, cruz de piedra, sólidos cimientos y fronteras para ofrecer resistencia a los vientos bajo la cruz del sur.
Cabo Froward, que en lengua inglesa significa indócil… porfiado…
Esas eran las cualidades del hermano Faustino, una más que otra: porfiado… y su tarea de constructor, lo garantizaba en varios emprendimientos edilicios en la Candelaria: a él se debe la construcción del edificio de mampostería que vino a sustituir los informes caseros que el tiempo y las urgencias de la Misión fueron construyendo durante medio siglo; a él también los cimientos, el diseño y las paredes de la casa del pueblo, esa a la cual después Colombo terminó, restándole altura al segundo piso.
Todo parque Minici fue apartando materiales para el proyecto de erigir en lo alto del cerro un monumento póstumo a la fe salesiana que reclamaba un santuario definitivo para los restos de la Hermana Rosso, el Padre Crema y el veterano Sikora, ausentes en la necrópolis del otro lado del Chorrillo.
El hermano constructor se desempeñó con anterioridad en la Misión San Rafael de Isla Dawson, hasta que un replanteo de la política chilena para con el aborigen llevó en 1912 al cierre de esa casa y al traslado de casi una treintena de nativos a las costas atlánticas de la Candelaria. Por algún tiempo se lo reclamó para hacer baldosones en Punta Arenas, pero siempre volvió a nosotros, porque aquí estaba su último destino.
La obra del Mausoleo de la Misión que recordaría el centenario del nacimiento del padre fundador: Monseñor Fagnano, estaba en marcha, cuando el 11 de marzo se bendijo el actual cementerio del pueblo. Del otro se exhumarían al tiempo -eso es lo que se pensaba- los restos venerables de los salesianos muertos y se les daría cabida en lo alto, bajo la cruz.
Ese era el tipo de casa que Minici nunca había construido y yo sabía que sería su última morada.
En una hoja de dibujo, de esas que enviaban las Escuelas Latinoamericanas a sus alumnos por correspondencia, Juan Colombo colaboró realizando el diseño del proyecto: dos metros de fundamentos, dos de bóveda, seis de cruz, ocho metros sobre la tierra, doce espacios para nichos que resultaron mínimos porque Faustino los realizó de acuerdo a su exigua estatura… se pensó también en un recinto para altar, que nunca fue habilitado.
Eso fue la pequeña gran empresa, émula de la de Froward que resaba con caracteres latinos a la furia de los vientos: “El dominabitur a Mari, usque ad mare… et usque ad ultimos términu terrarum”. “Y dominará de un mar a otro mar… y hasta los últimos confines de la tierra”, voz del salmo XXX, versículo ocho.
¿Qué frase habrá pensado Minici para su cruz?
¿Cuántas veces él y Gallardo, que hizo tanto por su tumba, habrá subido el cerro siguiendo la línea del vía crucis, con los materiales para concluir la obra?
Los trabajos en el Gólgota terminaron poco antes de la Semana Santa de 1947.
El siete de abril Minici no concurrió a la meditación, llamó la atención porque siempre era el primero.
Bessone -otro coadjutor- fue quien lo encontró en su cuarto, el que estaba ubicado en una pequeña casita a la izquierda de la capilla histórica, allí donde todavía emerge una planta de ruibarbo y los restos de la ensoquetadura. Estaba caído de la cama y sin habla.
El doctor Guillot aconsejó no moverlo de su chiribitil, la fiebre era alta y el invierno se calaba entre los resquicios de la madera.
Cuando los días corrieron –mientras Colombo preparaba la caja mortuaria- se le trasladó a la casa nueva y grande que naciera a su impulso, hasta que el 18 de abril -entregado al señor su Dios- se abriera paso para inaugurar el monumento de la cruz.
Por los faldeos del parque Faustino Minici corrí siendo niño, jugando a las escondidas tras los misterios gozosos y dolorosos, respirando profundamente el aroma de las flores del verano y las hojas secas del otoño, saboreando ya no de tan chico… un asado en su reparo, lamentando la muerte de las garzas con la llegada del invierno en esa danza inmóvil que las arrojo en los senderos sombríos, a cada paso. Y siempre… después de la gruta… esa cruz que miraba con veneración, aun sin saber su historia.
¡De cruces estamos hablando!, para que sepas cómo nació esa devoción que se enseñorea en lo alto del barranco de “La Candelaria”, guardando a su abrigo lo poco material que va quedando del Padre José Forgacz, de los amigos de la casa De Grenada y Crema, y de los coadjutores Juan Asvini, Jorge Etorovich y Faustino Minici.
¿Lo has visto?
Su nombre está estampado en la carcomida madera del parque de la gruta: FAUSTINO MINICI, dice, por sus manos paso esta historia.
Así como durante el XXXII Congreso Eucarístico Internacional Buenos Aires se levantó para presidir las manifestaciones de la fe, la gran Cruz de Palermo; en ocasión de reunirse en Magallanes -bajo la inspiración de Monseñor Pedro Giacomini- el Congreso Eucarístico Nacional de Chile, allá por 1946, otra cruz se emplazó en la Plaza Bulnes, frente al Santuario de María Auxiliadora… hasta que al sur de la Península de Bruswik se construyera -reemplazando a la erigida en 1913 en hierro galvanizado- un monumento de cemento armado, cruz de piedra, sólidos cimientos y fronteras para ofrecer resistencia a los vientos bajo la cruz del sur.
Cabo Froward, que en lengua inglesa significa indócil… porfiado…
Esas eran las cualidades del hermano Faustino, una más que otra: porfiado… y su tarea de constructor, lo garantizaba en varios emprendimientos edilicios en la Candelaria: a él se debe la construcción del edificio de mampostería que vino a sustituir los informes caseros que el tiempo y las urgencias de la Misión fueron construyendo durante medio siglo; a él también los cimientos, el diseño y las paredes de la casa del pueblo, esa a la cual después Colombo terminó, restándole altura al segundo piso.
Todo parque Minici fue apartando materiales para el proyecto de erigir en lo alto del cerro un monumento póstumo a la fe salesiana que reclamaba un santuario definitivo para los restos de la Hermana Rosso, el Padre Crema y el veterano Sikora, ausentes en la necrópolis del otro lado del Chorrillo.
El hermano constructor se desempeñó con anterioridad en la Misión San Rafael de Isla Dawson, hasta que un replanteo de la política chilena para con el aborigen llevó en 1912 al cierre de esa casa y al traslado de casi una treintena de nativos a las costas atlánticas de la Candelaria. Por algún tiempo se lo reclamó para hacer baldosones en Punta Arenas, pero siempre volvió a nosotros, porque aquí estaba su último destino.
La obra del Mausoleo de la Misión que recordaría el centenario del nacimiento del padre fundador: Monseñor Fagnano, estaba en marcha, cuando el 11 de marzo se bendijo el actual cementerio del pueblo. Del otro se exhumarían al tiempo -eso es lo que se pensaba- los restos venerables de los salesianos muertos y se les daría cabida en lo alto, bajo la cruz.
Ese era el tipo de casa que Minici nunca había construido y yo sabía que sería su última morada.
En una hoja de dibujo, de esas que enviaban las Escuelas Latinoamericanas a sus alumnos por correspondencia, Juan Colombo colaboró realizando el diseño del proyecto: dos metros de fundamentos, dos de bóveda, seis de cruz, ocho metros sobre la tierra, doce espacios para nichos que resultaron mínimos porque Faustino los realizó de acuerdo a su exigua estatura… se pensó también en un recinto para altar, que nunca fue habilitado.
Eso fue la pequeña gran empresa, émula de la de Froward que resaba con caracteres latinos a la furia de los vientos: “El dominabitur a Mari, usque ad mare… et usque ad ultimos términu terrarum”. “Y dominará de un mar a otro mar… y hasta los últimos confines de la tierra”, voz del salmo XXX, versículo ocho.
¿Qué frase habrá pensado Minici para su cruz?
¿Cuántas veces él y Gallardo, que hizo tanto por su tumba, habrá subido el cerro siguiendo la línea del vía crucis, con los materiales para concluir la obra?
Los trabajos en el Gólgota terminaron poco antes de la Semana Santa de 1947.
El siete de abril Minici no concurrió a la meditación, llamó la atención porque siempre era el primero.
Bessone -otro coadjutor- fue quien lo encontró en su cuarto, el que estaba ubicado en una pequeña casita a la izquierda de la capilla histórica, allí donde todavía emerge una planta de ruibarbo y los restos de la ensoquetadura. Estaba caído de la cama y sin habla.
El doctor Guillot aconsejó no moverlo de su chiribitil, la fiebre era alta y el invierno se calaba entre los resquicios de la madera.
Cuando los días corrieron –mientras Colombo preparaba la caja mortuaria- se le trasladó a la casa nueva y grande que naciera a su impulso, hasta que el 18 de abril -entregado al señor su Dios- se abriera paso para inaugurar el monumento de la cruz.
Por los faldeos del parque Faustino Minici corrí siendo niño, jugando a las escondidas tras los misterios gozosos y dolorosos, respirando profundamente el aroma de las flores del verano y las hojas secas del otoño, saboreando ya no de tan chico… un asado en su reparo, lamentando la muerte de las garzas con la llegada del invierno en esa danza inmóvil que las arrojo en los senderos sombríos, a cada paso. Y siempre… después de la gruta… esa cruz que miraba con veneración, aun sin saber su historia.
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