Rae Natalie Prosser de Goodall es ampliamente conocida por sus estudios biológicos en la Tierra del Fuego a donde llegó hace medio siglo. También por su muy conocida guía escrita en castellano e inglés.
Había una vez, hace muchos, muchos años, cerca de 1908, para ser exactos, una niña pequeña llamada Clarita que vivió en Tierra del Fuego. Ella, de seis años de edad, era una simpática niña de ojos marrones, pelo color marrón claro, y una carita redonda y feliz. Vivía en una casa de dos pisos hecha de madera, y cubierta con hierro corrugado. Vivía con su mama y su papa, su hermano pequeño Len, su abuela y su tía abuela.
La casa era parte de un caserío de una granja que se extendía a lo largo del Canal Beagle. La misma estaba administrada por el papa de la niña, que se dedicaba al criado de ovejas en las tierras de oeste, tenia un aserradero para hacer madera destinada a la construcción, y además vendía carne y verduras a los mineros que buscaban oro en las islas lejanas. El caserío fue construido en la ladera, en el borde de una larga bahía que sobresalía al noroeste desde el Canal de Beagle hacia las montañas. Por su parte, la casa tenía muchas ventanas, por donde miraba Clarita (lo cual hacia a menudo) o cuando estaba jugando al aire libre, toda la ladera y una parte del océano.
La mayoría de los hombres que trabajaban en la granja eran Indios Yahgan, nativos de Tierra del Fuego, quienes no hace mucho vivían casi desnudos (cubiertos con grasa contra el frio) en sus canoas o en pequeñas cabañas hechas de ramas, hojas y hierba levantadas en áreas protegidas a lo largo de la costa. Los Yahgan apreciaban mucho a la familia de Clarita, y les gustaba trabajar allí, pero con frecuencia sentían la necesidad de algo de aventura, propio de su antigua familia, y a menudo deseaban irse por unos días, o semanas incluso, en sus botes.
Una mañana, Clarita y su hermano pequeño miraban a través de la ventana y vieron como una canoa india llegaba desde la punta de la península en el extremo de la bahía. Esto no era nada inusual: canoas, siempre, iban y venían. Pero esta estaba acompañada de otra, de otra, y otra!
Mientras los niños miraban, más y más venían, una tras otra. Clarita ya sabía contar, así que lo hizo a medida que se acercaban a la bahía. Veintiún canoas! Clarita nunca había visto tantas! De hecho, esa fue la última vez que ella o alguno de su familia vio tantas de una sola vez.
Clarita y Len se apresuraron en bajar las escaleras y salieron a la entrada para ver mejor las canoas. La mamá se precipitó tras ellos y les dijo que se queden en la entrada y no vayan a la playa hasta que su papá salude a la gente.
Las canoas aparecieron en la bahía, y las mujeres (quienes remaban) lo hicieron suavemente hacia tierra, en lugares especiales donde las rocas habían sido removidas, y algas habían puesto, para que las mismas no se dañaran cuando se detuvieran. No había suficientes lugares para todas, así que algunas dejaban a los hombres y a los chicos cerca de tierra firme, y luego las mujeres amarraban las canoas sobre las algas y nadaban hasta la costa.
Todas las personas alrededor del caserío, los indios, las mujeres y los chicos, quienes trabajaban allí, se abalanzaron hasta la playa para encontrase con los recién llegados. El padre de Clarita se encontraba en la mitad de la multitud. Todo el mundo gritaba y agitaba los brazos excitadamente.
¡Como deseaba Clarita ir corriendo para jugar con los Indios pequeños! Pero ella tenía que actuar maduramente y caminar con tranquilidad al lado de su mama y de su hermano, a un lado cerca de su papa, donde ellos podían escuchar que estaba pasando. Clarita tenía permitido jugar solo con ciertos indios de su edad, aquellos cuyas madres mantenían limpios; sino ella hubiera vuelto a su casa llena de piojos y otros parásitos!
Cuando se acercaron a los nuevos visitantes, la jovencita NO quería jugar con ellos. ¡Como olían! Ellos estaban muy emocionados porque una gran ballena había sido abandonada en la playa no muy lejos de allí. Había muerto en el mar y sido arrastrada hasta tierra firme. Los Yahgans amaban la carne y la grasa de ballena. Ellos habían estado cortándola y comiendo la carne, y almacenando el resto en ciénagas para preservarlo para después. Cada uno, incluso los chicos, había sido cubierto con la grasa maloliente. Aunque algunos se habían bañado, sus prendas y cuerpos todavía olían terriblemente a ballena podrida.
La mamá de Clarita hizo pan, mermelada, y te con leche y azúcar para todos, y después de un rato partiendo de nuevo. Algunos de los granjeros se fueron con ellos, para ver si podían obtener algo de la carne de ballena. Finalmente, al anochecer, todo retorno a la normalidad, la tranquilidad volvió a la bahía. Cuando la oscuridad cayó, las velas ya estaban encendidas, mientras todos hablaban del emocionante día transcurrido. A Clarita esa noche le tomó tiempo conciliar el sueño, e incluso cuando fue una señora de avanzada edad, nunca se olvido de aquel día que 21 canoas llegaron a su casa.
Esta es una historia real, y lo sé porque Clarita con el tiempo creció, se casó, y tuvo dos hijos. Ellos también crecieron, a su debido tiempo. Una vez me encontré con uno de sus hijos, me case con él, y me fui a vivir a Tierra del Fuego en la misma casa donde Clarita vivió en su niñez, y ella misma me contó la historia.
Ilustración: Mati Cobelo.
1 comentario:
Lindo relato, Mingo ...
Un saludo,
Hernan (Bs. As.)
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