Ha sido parte del discurso reciente del sector rural los estragos que se producen entre la ganadería por las incursiones de los llamados perros asilvestrados, productos del descontrol de la población urbana sobre sus mascotas que terminan invadiendo la comarca productiva poniendo en riesgo la cría de la oveja.
Pero el poblamiento blanco de la isla generó ya presencia de perros ajenos al medio local, no son los simpáticos y laboriosos animales que vemos en la Fiesta del Ovejero, son animales agresivos que serán herramienta de la dominación sobre el nativo, sobre el hombre fueguino y sus perros.
Es que seguimos dando lectura a los escritos de Arturo Fuentes Rabe, en este caso sobre el sector chileno de la isla grande, al finalizar la segunda década del siglo XX.
¿Qué el tratamiento tal vez fue distinto en el sector argentino? Puede ser. Pero los dueños de las grandes estancias eran los mismos de uno y otro lado.
El escenario es la Sub Sección Río Grande, en campos de La Explotadora.
Se enfrentan perros invasores, a perros autóctonos.
Estos
últimos, especie de lobos, son los productos de los primitivos compañeros de
los indios. Muertos o extinguidos los amos, los abandonados perros se ocultaron
en las selvas de la isla, y siguieron una vida más salvaje que la que hicieron
junto a sus propietarios.
Para
el exterminio de estos voraces destructores del ganado, se trajeron de
Inglaterra y de Norte América una especie de perros fieras, raza especialmente
destructora de sus congéneres selváticos.
De
una musculatura cincelada y de una talla soberbia, esta formidable raza canina,
ha logrado limpiar los montes y concluir con buena parte de los perros
salvajes.
De
figura imponente y de una ferocidad aterradora, muestran sus enormes cabezas
grises por entre el ramaje de la floresta, llenando de pavor al tranquilo
caminante que desconoce su presencia en determinados parajes.
Jamás
los llevan próximo a las habitaciones; amarrados a una sólida cadena,
permanecen atados en el interior de los bosques. Sólo se les da libertad cuando
se les ocupa en las cacerías.
Según
lo expresa el señor Greer, a principios del año le tocó actuar en la más
peligrosa faena de las cacerías en que haya tomado parte: una cacería humana.
-Se
trataba -nos dice- de proceder con toda energía al exterminio de los perros
salvajes, que estaban causando destrozos enormes en el ganado. Al efecto, se
organizó una gran expedición que logró internarse bastante por entre los
bosques de robles buscando el refugio de los merodeadores nocturnos.
Debo
anticipar que el exterminio de estos perros ha demandado un gasto colosal a la
Sociedad Explotadora. Antes de importar estos perros cazadores, se logró
separar los campos poblados con ovejas de los grandes bosques habitados por
perros y cerdos salvajes. Para ello, se empleó una cantidad enorme de alambre
grueso con tejido fino, alambre que recorría extensiones de muchos kilómetro,
elevándose a más de dos metros y cincuenta centímetros. ¿Qué pasó?, que lejos
de favorecer nuestros designios, se convirtió en asilo seguro para los
devoradores de ganado. A raíz de tierra, los perros, hicieron grandes hoyos por
los que salen a hacer sus correrías, cuando eran perseguidos huían a su
escondite y el alambre formaba una barrera infranqueable entre ellos y sus
perseguidores. Otras veces se convertían en admirables acróbatas y trepaban el
alambrado en forma impecable.
Dos
días llevaba la jauría rastreando a sus perseguidos, cuando en el interior de
la selva, logró seguir una pista. No muy lejos de nosotros huía, en grupo
compacto, una cincuentena de perros salvajes. Darles alcance no podía ser obra
de un momento, había que organizar la caza y distribuir los cazadores en forma,
para evitar la desbandada.
Se
dividió el grupo en cuatro divisiones y se esperó el día siguiente a fin de
efectuar un rodeo que dejara a los perseguidos en el centro de los
expedicionarios. Organizados en esta forma, esperábamos un éxito feliz.
Efectivamente,
el día vino y un tiro de carabina, señal desde antes convenida, puso en movimiento
a los cuatro grupos de cazadores.
Los
perros dieron luego con la presa oculta y comenzaron la matanza. En medio de
aquel laberinto y trepado en lo más alto de un árbol, un indio, completamente
desnudo, hacía uso de sus flechas y mataba nuestros perros.
La
sorpresa se apoderó de nosotros y quisimos dar caza a ese salvaje humano.
Acorralado por los mastines y sin más armas que sus flechas de madera, hubo de
rendirse ante la evidencia de que toda resistencia le era nula.
Amenazado
por las bocas de las carabinas, logramos que bajara del árbol y se entregara a
nuestra discreción. Convenientemente amarrado, logramos conducirlo a la
estancia. Cincuenta y cinco perros salvajes, sus acompañantes y defensores,
yacían destripados y desparramados por el suelo.
Atrás de lo leído aparecen muchas preguntas.
En la foto, familia fueguina exhibida en Buenos Aires, en 1898, los acompañaban algunos de sus perros.
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