Entreverados entre mis borradores fue a encontrar esta mañana del Día de la Madre algunos escritos que tienen no menos de 14 años, hacen referencia al momento en que mi madre muere, y al momento en que nace. No dicen todo lo que podría decir sobre ello.., pero una madre es un ser para ser imaginado...
3 de julio de 1988
Llegue y la encontré muerta. Creo que ya me
habían avisado. El mundo se volvía fugaz. Había pasado en vela a su lado un
tiempo sustancial de mis últimas angustias, pero en el momento de la despedida
la vida no quiso que estuviera a su lado.
El poema que había colocado en la pared ya no
estaba, alguien lo habría desprendido con celo o con esmero. Toqué sus manos y
parecían perder calor vertiginosamente. Pero todavía quedaba de ella su calor.
Le habían cerrado los ojos y eso era lo que me desesperaba: ya nunca volvería
ver los ojos de mi madre, y su mirada gris no se depositaría más en mí.
Entonces atiné a levantar uno de sus párpados:
la pupila se había dilatado y era una enorme cavidad oscura por donde se
filtraba su muerte. Su muerte negra que se imponía al fin sobre su vida gris.
No quise probar sobre el otro ojo, fui cerrando aquel en un lento adiós, como
quien cierra al fin el primer capítulo de su vida.
13 de agosto de 2006.
Ya nadie queda que recuerde el nacimiento de
Margarita.
Fue en una hora incierta hace 99 años.
Tal vez venía ya al mundo con un nombre
decidido. Con certezas maternas y paternas que debería ser mujer y su nombre
eran entonces la prolongación de otra persona: una reina –tal vez-, alguna tía
que nunca vino a América. Una forma de reconstruir en este lugar el mundo que
se había dejado lejos.
Estos recuerdos están llenos de talveces.
Es probable que haya ocurrido todo lo
contrario. Que obrara sobre la pequeña la posibilidad también de ser varón.
Entonces existía la alternativa de llamarse Simón, como lo sería el siguiente
hermano, si se daba entre los padres ciertas planificaciones en cuanto al
nombre de los hijos. Pero dudo que todo esto haya sido como yo lo pienso, ahora
que nadie más que yo recuerda su nacimiento. No sería motivo de conversación de
los padres la identificación de los hijos, todo aquello quedaba para la
autoridad paterna: de Mateo en este caso. A la pasividad de Dominga –Nedielka-
a lo que viniera, pero que viniera bien.
Margarita habrá nacido débil, su llanto,
necesario como en cada niño la habrá estremecido. Las uñas, extrañamente
largas, habrán arañado su rostro, sus manos inquietas, su pequeña cara, sus
ojos oscuros que con el tiempo se habrán ido aclarando. Su mirada perdida en el
vaticinio del futuro, ese que durante su existencia tantas veces pudo
vislumbrar.
O puede haber ido todo de otra manera. Y su
nombre ensayado varias veces, y por varias personas. Pronunciado en la boca
materna y paterna, en las pequeñas vocecitas de los hermanitos mayores.
Invocada en el decir el carrero chilote que servía en el transporte del
empedrado, para ver como sonaba ese nuevo nombre en la familia, nombre que con
el tiempo –ellos sabían- debía ser pronunciado por la gente del país, más que
por el seno de la familia.
-Margarita Martínovich Martínovich.
¿Entendiste Pancho?.
Y con Pancho se había probado primero el saber
cómo sonaba una denominación más genuina: Maritza. Pero al carrero no le salía
bien, tartamudeaba, y de un sopetón se convertía en Marisa, que convinieron el
padre y el tío que no era lo mismo.
La niña quedaría ya con ese nombre que tenía
también una prima, doble prima si aclaramos: del padre por parte de madre,
y de la madre por parte del padre; es
decir Kartulovich por aquí, y Draguísevich por allá.
-Me han llamado Margarita, para ser tan
desgraciada –tararearía la pequeña con el tiempo- porque no hay flor en el
mundo que no muera deshojada.
Pero también se llamaría Mare.
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