Después de no vernos por un tiempo volvimos a encontrarnos
con el amigo taxista que acudió a mi llamado y casi no lo pude conocer, por dos
motivos: por el barbijo que recubría su rostro, por el auto de alta gama en el
cual brinda su servicio.
Pero el si me conoció. En parte porque sabía a qué casa
venía a buscar pasajero, y también por
mi voz que siguió en la radio por muchos años.
El amigo taxista, en el corto trayecto que anduvimos juntos,
intercambió numerosa información sobre lo que pasa en la calle cosa que –como bien
sabemos- forma parte del conocimiento intrínseco de los trabajadores del
volante, armonizando bien con los comunicadores sociales que se valen que lo
que ellos dicen para llegar con cierta originalidad a su lugar de empleo.
Pero yo ya me he jubilado hace unos años, y el sigue siendo
una fuente confiable para tener en cuenta, no pensando en sus oyentes, pero si
para poder seguir sintiéndose vivo.
Una de las cosas que me preguntó, porque al menos a este
taxista le gusta que le hagan preguntas, es que le parecía el auto; cosa que
disparó de inmediato ni bien terminé de contarle por que no andaba con el mío.
Le dije que me sentía complacido, no solo de estar con él, sino de navegar en
tan preciosa embarcación.
Me dijo que, como yo bien sabía, ambos habíamos enviudado y
para él se le había hecho muy difícil seguir viviendo entre las cuatro paredes
donde construyó su hogar, estando ausente el amor de su vida. Que le costó
armonizar con los hijos, que poco a poco fueron ocupando los cuatro rincones de
la casa, los cuatro pese a ser tres. Y al final se sintió controlado y de allí
la determinación de irse a vivir en una pensión.
-¿Y qué le parece Gutiérrez?- me dijo.
Recordé que yo también viví en pensión pero no aquí, fue en
los cinco años que estudié en La Plata, en 9 número 594, la casa de Aida
Rigazzi de Taylor, que al decir de ella no era una pensión sino una casa de
familia, pero que era un lugar de encuentro de estudiantes: los que vivíamos en
el presente, y algunos que habían vivido en el pasado pero que pasaban a hacer
escalas con la alegría del que de alguna manera se quita años.
Yo que le contaba esto, y mi chofer que me señalaba la casa
que había sido su pensión por los años 70. Alguien descorrió la cortina, el
tocó la bocina, y de adentro lo saludaron.., era una persona demasiado joven
para haber sido su compañía en ese lugar, pero además era una mujer. Me dijo
que había estado solo unos meses, porqué después se habían puesto de acuerdo
con unos compañeros y alquilaron una casa de la que fueron saliendo lentamente,
de uno en uno, en la medida que cambiaban al equipo de los casados.
Le pregunté sobre cuál era su pensión ahora. Y me la
identificó con el pseudónimo de la dueña, cosa que bastó para que supiera que
vive en pleno centro.
Manifestó que se lleva bastante bien con sus compañeros de
pensión, que al principio no se respetaba que él trabaja de noche y de día debe
descansar, pero que hablando se entiende la gente. Que hay gente de todas
partes, pero no son de conversar mucho: cada uno con su celular, viviendo en
sus propios mundos.
Lo que menos le gusta de vivir así es el olor a comida. El
recuerda que en sus primeros días fueguinos se alojaba en un lugar que era a la
vez pensión de cama y de mesa, pero no recuerda fastidio por el olor de las
fritangas. Ahora parece que el que rezonga es su hígado, única parte de su tiempo
que parece haber envejecido más que él.
Lamentó que la mayoría estuviera sin trabajo. Pero al mismo
tiempo le parece que están conformes de recibir los favores del Estado.
-¿Cuánto le cobran mensualmente?
-Cinco mil.
Tenía otros temas de conversación pero ya había llegado a
destino. Vaya a saberse cuando volveríamos a encontrarnos.
A la tarde sonó el timbre de mi casa. Quería saber si lo
recibía de pensionista.
3 comentarios:
Charla de pasajero... Conocido..
¿Y? ¿Lo recibiste?
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