Mi segundo regreso a Río Grande fue el 11 de abril de 1960.
Aún recuerdo el primer paseo que de la mano de
mi padre diera al día siguiente. Entonces recibí una lección política que tardé
muchos años en entender.
Durante mi primera infancia me había formado
la idea que este pueblo tenía toda la apariencia de una City del Far West: una
ancha calle polvorienta, asimétricas construcciones de madera, hombres rudos al
paso o a caballo.
La realidad no se mostró con colores o matices
muy distintos a los de la imaginación.
La esquina de Alberdi y Espora mostraba al Bar
Colo-Colo, la herrería de Verategua encerrada en la construcción más antigua de
la población, una esquina libre –la de Barrientos- esperando mejores tiempos
para mejores construcciones, y la imponente estructura de “material sólido”
donde vivía y aun vive Doña Isabel.
Siguiendo hacia 9 de Julio –debo aclarar que
la descripción de las calles no fue cosa del momento si no un recurso para
reemplazar:”los de arriba” y “los de abajo” que nos guiaban a los lugareños de
antaño; asi conocía el galpón donde hacía mucho funcionó la usina de Pinola y
Martínez, la casa de “Mejoral” y el bar y pensión de Carlos Santana. Esta
última construcción fue la primera de este lado del río, donde había un
palenque para atar los botes.
Así supe que en Río Grande, las casas eran
bienes muebles.
Toda una arteria comercial –callecita del
Oeste- era la que reunía en una cuadra al hotel de altos de Alarcón, el Club
San Martín, el taller de Visic del que enamaba el progresista aroma de la grasa
y la nafta, la tienda de Berlín –en realidad ya era de Antonio Falgueras- y la
antigua Casa Raful. Todo esto se lo llevaría el fuego al año siguiente.
Si no fuera porque mi padre me contaba las
historias elementales de cada paso, no habría podido saber mucho de esas
viviendas, por que no tenían frecuentemente el número en la puerta, carteles
comerciales en la calle y no era fácil encontrar el nombre de las arterias.
En la confitería de Ramírez –Los Angelitos-
hacía su parada en aquel momento Antonio Chiocca con su auto de alquiler, y a
la mitad de la vereda, hacia la mole inexplicable del Banco Nación, apareció
Don Antonio Salfate, con su simple y pequeña figura venía a vendernos un entero
de la lotería del Chubut, dinero que recuperamos gracias a la terminación 13.
El centro estaba plagado de baldíos, a tres
casas por cuadra: el Banco sin veredas, la casita del Juez, el Hotel de
Avelino.. ¡qué inversión tan grande!
Tanto habíamos andado para mis siete años que
allí decidimos volver. Y fue cuando mi padre –como señalando horizontes- fue
apuntando con el dedo lo que se veía más lejos: escuela fiscal, humeante usina,
la biblioteca Schmidth –“el hombre suicida”- la casa Triviño, donde funcionaba
la ferretería de Tanarro y la tienda de Gutraich, la pensión Soto –anexo
sodería- y el Club Juvenil Belgrano junto a la tienda de “La calala”, el cine,
más corto que hoy visto de costado y con el techo de Ondalit, el quiosco de la
esquina –el único kiosko- y frente nuestro la “Delegación de Gobierno”, y el
lugar donde estaba el monumento de Evita.
La creación de
Junto a una migración calificada de
funcionarios y artesanos de la construcción, se dio también, al impulso del
descubrimiento de petróleo –alumbrando promesas de gran prosperidad- la
argentinización de las costumbres, y entre ellas: la política.
El Primer Plan Quinquenal que anduvo detrás de
muchas de las realizaciones mencionadas –y de la polarización del país-
alcanzaba a Tierra del Fuego. De una comarca inexistente para la expresión
popular pasó –merced a
Y se dio la primera elección presidencial en
la que el voto fueguino pudo manifestarse; el peronismo ganó la reelección en
Río Grande, claro: por un solo voto en el pequeño padrón.
Cuando en el invierno de 1952 la primera dama
de
Allí, donde hoy se levanta la figura de Tomás
Espora estaba el templo de la devoción popular, y fue donde con la presencia de
la “legisladora” Esther Fadul, el Comisionado Municipal José Finocchio, el
Delegado Zona Norte, pueblo y demás autoridades, el 19 de enero de 1953 se
levantó el monumento a la madre de la revolución justicialista. Entre sentidos
discursos de los presentes, entre respetuosos silencios.
Este fue el lugar más cercado y eludido hasta
septiembre de 1955 cuando los adláteres locales del golpe se ensañaron -más que con cualquier institución o persona-
con el símbolo estatuario del busto de Evita.
Mientras la dirigencia local del partido era
recluida o se ocultaba prudentemente, mientras las fuerzas del Capitán Fonrouge
ocupaban la casa partidaria para instalar dependencias gubernamentales, una
cohorte de amigos del nuevo gobierno llegó hasta el busto con un tracto y
atándolo fuertemente comenzaron a derribarlo.
Fue entonces que, con más valor que vergüenza
apareció en esta –mi primera lección política- Doña Verónica. Venía del frente,
de esos escasos cincuenta metros que separaban la cocina de su casa de pensión
que fue hogar para tantos nuevos riograndenses, venía de un tiempo de
experiencias simples de dignificación y
oportunidades para la mujer, venía de una amor visceral por una figura
trascendental para los destinos de un pueblo.
Venía de un pueblo.
Ella, que seguía siendo chilena, quiso que
esos argentinos del tractor no cometieran su atropello y como estatua fue
golpeada y arrastrada... pero Doña Verónica no fue destruida.
Mientras han pasado al olvido los restos
materiales del monumento de Eva Duarte de Perón, el gesto de Doña Verónica Soto
saliendo de sus ollas –quien sabe con el delantal puesto- se transforma en la
dimensión del tiempo en la primera actitud pública y valiente de carácter cívico,
en una comarca de arrepentidos.
Foto: El busto de Evita que nunca fue repuesto en el lugar. La esquina vacía. La pensión Soto. La casa de Heraclio -Tito- Ibarra.....
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