23. LOS PUENTES DE LA MEMORIA. “Yo la recuerdo así, mansa entre los valientes, valiente entre los mansos”


Mi segundo regreso a Río Grande fue el 11 de abril de 1960.

 

Aún recuerdo el primer paseo que de la mano de mi padre diera al día siguiente. Entonces recibí una lección política que tardé muchos años en entender.

 

Durante mi primera infancia me había formado la idea que este pueblo tenía toda la apariencia de una City del Far West: una ancha calle polvorienta, asimétricas construcciones de madera, hombres rudos al paso o a caballo.

 

La realidad no se mostró con colores o matices muy distintos a los de la imaginación.

 

La esquina de Alberdi y Espora mostraba al Bar Colo-Colo, la herrería de Verategua encerrada en la construcción más antigua de la población, una esquina libre –la de Barrientos- esperando mejores tiempos para mejores construcciones, y la imponente estructura de “material sólido” donde vivía y aun vive Doña Isabel.

 

Siguiendo hacia 9 de Julio –debo aclarar que la descripción de las calles no fue cosa del momento si no un recurso para reemplazar:”los de arriba” y “los de abajo” que nos guiaban a los lugareños de antaño; asi conocía el galpón donde hacía mucho funcionó la usina de Pinola y Martínez, la casa de “Mejoral” y el bar y pensión de Carlos Santana. Esta última construcción fue la primera de este lado del río, donde había un palenque para atar los botes.

 

Así supe que en Río Grande, las casas eran bienes muebles.

 

Toda una arteria comercial –callecita del Oeste- era la que reunía en una cuadra al hotel de altos de Alarcón, el Club San Martín, el taller de Visic del que enamaba el progresista aroma de la grasa y la nafta, la tienda de Berlín –en realidad ya era de Antonio Falgueras- y la antigua Casa Raful. Todo esto se lo llevaría el fuego al año siguiente.

 

Si no fuera porque mi padre me contaba las historias elementales de cada paso, no habría podido saber mucho de esas viviendas, por que no tenían frecuentemente el número en la puerta, carteles comerciales en la calle y no era fácil encontrar el nombre de las arterias.

 

En la confitería de Ramírez –Los Angelitos- hacía su parada en aquel momento Antonio Chiocca con su auto de alquiler, y a la mitad de la vereda, hacia la mole inexplicable del Banco Nación, apareció Don Antonio Salfate, con su simple y pequeña figura venía a vendernos un entero de la lotería del Chubut, dinero que recuperamos gracias a la terminación 13.

 

El centro estaba plagado de baldíos, a tres casas por cuadra: el Banco sin veredas, la casita del Juez, el Hotel de Avelino.. ¡qué inversión tan grande!

 

Tanto habíamos andado para mis siete años que allí decidimos volver. Y fue cuando mi padre –como señalando horizontes- fue apuntando con el dedo lo que se veía más lejos: escuela fiscal, humeante usina, la biblioteca Schmidth –“el hombre suicida”- la casa Triviño, donde funcionaba la ferretería de Tanarro y la tienda de Gutraich, la pensión Soto –anexo sodería- y el Club Juvenil Belgrano junto a la tienda de “La calala”, el cine, más corto que hoy visto de costado y con el techo de Ondalit, el quiosco de la esquina –el único kiosko- y frente nuestro la “Delegación de Gobierno”, y el lugar donde estaba el monumento de Evita.

 

La creación de la Gobernación Marítima de Tierra del Fuego trajo en la Isla un proyecto de modernización que incluyó en poco tiempo edificaciones en mampostería que pasaron a ser las referencias del deambular, en la precaria población de los años cincuenta. El edificio de Correos –tan lejos pero tan amplio- los Cuarteles de la Obra de Marina que recibieron los efectivos navales que reemplazaron las primeras tropas del Ejército que, en su construcción y habilitación, emplearon ladrillos de barro cocidos en la “fábrica” que Soto tenía cerca de la vera del río. La Plaza recién descercada   mostraba el atalaya del agua, y el frente del edificio de Obras Sanitarias de la Nación. Más allá la escuela del estado que se numeraba 19 durante el tiempo que fuimos provincia, parecía una fortaleza, y la fortaleza del Casino de Oficiales que durante mucho tiempo siguió llamándose “Delegación”.

 

Junto a una migración calificada de funcionarios y artesanos de la construcción, se dio también, al impulso del descubrimiento de petróleo –alumbrando promesas de gran prosperidad- la argentinización de las costumbres, y entre ellas: la política.

 

El Primer Plan Quinquenal que anduvo detrás de muchas de las realizaciones mencionadas –y de la polarización del país- alcanzaba a Tierra del Fuego. De una comarca inexistente para la expresión popular pasó –merced a la Constitución del ’49- a la elección de representantes a la Cámara de Diputados. La Fundación Evita dio pie para que gente con inquietudes levantara en la esquina de San Martín y Elcano la Unidad Básica donde junto al proselitismo, se enseñaba a coser, se ayudaba a los niños después de las clases y se alistaron los contingentes infantiles que por primera vez saldrían de la Isla, a “representarnos en el norte”, en los juegos “Evita”.

 

Y se dio la primera elección presidencial en la que el voto fueguino pudo manifestarse; el peronismo ganó la reelección en Río Grande, claro: por un solo voto en el pequeño padrón.

 

Cuando en el invierno de 1952 la primera dama de la Nación es ganada por el cáncer, Río Grande experimentó las reacciones de todos los argentinos, y meses más tarde el pueblo vio descubrirse las marmolea figura de Evita, sobre alto pedestal de más de dos metros, en el cual colocaron tres placas de bronce con leyendas que hoy nadie puede recordar.

 

Allí, donde hoy se levanta la figura de Tomás Espora estaba el templo de la devoción popular, y fue donde con la presencia de la “legisladora” Esther Fadul, el Comisionado Municipal José Finocchio, el Delegado Zona Norte, pueblo y demás autoridades, el 19 de enero de 1953 se levantó el monumento a la madre de la revolución justicialista. Entre sentidos discursos de los presentes, entre respetuosos silencios.

 

Este fue el lugar más cercado y eludido hasta septiembre de 1955 cuando los adláteres locales del golpe se ensañaron  -más que con cualquier institución o persona- con el símbolo estatuario del busto de Evita.

 

Mientras la dirigencia local del partido era recluida o se ocultaba prudentemente, mientras las fuerzas del Capitán Fonrouge ocupaban la casa partidaria para instalar dependencias gubernamentales, una cohorte de amigos del nuevo gobierno llegó hasta el busto con un tracto y atándolo fuertemente comenzaron a derribarlo.

 

Fue entonces que, con más valor que vergüenza apareció en esta –mi primera lección política- Doña Verónica. Venía del frente, de esos escasos cincuenta metros que separaban la cocina de su casa de pensión que fue hogar para tantos nuevos riograndenses, venía de un tiempo de experiencias simples de dignificación  y oportunidades para la mujer, venía de una amor visceral por una figura trascendental para los destinos de un pueblo.

 

Venía de un pueblo.

 

Ella, que seguía siendo chilena, quiso que esos argentinos del tractor no cometieran su atropello y como estatua fue golpeada y arrastrada... pero Doña Verónica no fue destruida.

 

Mientras han pasado al olvido los restos materiales del monumento de Eva Duarte de Perón, el gesto de Doña Verónica Soto saliendo de sus ollas –quien sabe con el delantal puesto- se transforma en la dimensión del tiempo en la primera actitud pública y valiente de carácter cívico, en una comarca de arrepentidos.

Foto: El busto de Evita que nunca fue repuesto en el lugar. La esquina vacía. La pensión Soto. La casa de Heraclio -Tito- Ibarra.....

 

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