LOS PUENTES DE LA MEMORIA.21. “Y hacemos memoria de quien mostraba una continua soledad, pero que tenía la particular cualidad de nuclear a mucha gente”.

 


 

En el otoño de 1974 me encontré en Buenos Aires con Don Roberto Wilson. Acostumbraba a viajar allí cada tanto, vivía muy cerca: en La Plata; fugas del estudiante que un día se tomaba el tren, seguía en algún subte escarbando los misterios de la ciudad y luego –aflorando en alguna esquina- zigzagueaba entre las calles contemplando un mundo que nunca le pertenecería. ¿Cuál fue la esquina del encuentro? No lo supe en ese momento, no lo puedo saber ahora. Don Roberto apareció con su gabardina de siempre golpeándose nerviosamente los flancos con un ejemplar del Herald. Tampoco recuerdo cómo se planteó el diálogo, cómo nos descubrimos  tan lejos de nuestra tierra: lo cierto es que ya estaba buscando un lugar donde almorzar –y era un poco tarde para aún Buenos Aires- cuando lo encontró recuperé mi devoción por unas milanesas con papas fritas a las que no me atrevía acompañar con un buen tinto, porque él no lo hacía.

 

¡De tanto hablamos y de tanto callamos en aquella tarde! Yo le mostré el ejemplar de Cabo de Hornos, de Félix Riesling que venía leyendo despaciosamente en mis ferroviajes. Él lamentó no poseerlo en su biblioteca pero confiado en su estrella anotó los datos en el borde del diario con que se flagelaba sus nervios. Yo le confíe que bajo la Plaza de la República, en una biblioteca de viejo había encontrado un libro de Gunther Pluschow y que por no tener dinero para comprarlo lo había escondido en anaqueles de material técnico, hasta que tuviera presupuesto para comprarlo.

 

Después pasamos a la órbita de nuestros recuerdos, los pocos que pueden tener en común un muchacho de 21 y un hombre de 52.., me dijo que era cierto aquello que se decía del Padre Forgacz , del cual ambos habíamos sido alumnos, él era Intendente y su maestro padecía la enfermedad  que lo llevaría a la muerte, cada tardecita pasaba a visitarlo, compartía algunas palabras y entregaba, sin mayores palabras, una botella de buen vino que escondía entre su formal vestimenta..  ¿Quién podía sospechar del funcionario? ¡A él no lo iban a revisar.. y a un moribundo no se le puede negar un pequeño placer mundano! Fue entonces cuando el momento de llamar al mozo para que despachara una inesperada botella. Don Roberto me confió su enfermedad: padecía hidatidosis.

 

Don Roberto Wilson nació, igual que yo, en Río Gallegos, eso fue un 3 de marzo de 1922: en esta semana cumpliría 70 años.

 

Aquella vez en que me pagó un almuerzo de primera poco podía hacer por él como no sea escucharlo, hoy le devuelvo su oportuna generosidad con el recuerdo que se merece.

 

Lo había conocido en 1960, mi primo Toty que era una eminencia porque se había recibido de Perito Mercantil, era su empleado, y no me equivoco si indico que era en lo discreto de la dimensión física de la Oficina Waldron un trabajo de real prestigio. Allí era secundado por su socio Francisco Mora, al que llamaban Pancho. Todos eran gente del San Martín. Siempre se lo veía solitario, pero no me acostumbraba a aquello en un paisaje de soledumbre como era el Río Grande de entonces. Si alguna vez oí que se hablara de sus hijas, que eran tres, era en palabras de elogio, pero para mí faltaba tiempo para pensar en el otro sexo. Más bien me atraía su persona, alguien que había sido primero futbolista, y después Intendente. Aunque en realidad para aquel primer conocimiento sobre Wilson, lo suyo había sido una responsabilidad como Comisionado Municipal, y también –en ausencia de Cabezas- el Juez de difícil calificativo: subrogante. Llevaba una imagen que jugando al fútbol uno se volvía millonario, pero la familia estaba llena de pobres que habían sido extraordinarios jugadores; Wilson en tanto se me había presentado como tal:¡qué buen jugador había sido!¡y que fortuna tenía! Ya me daría cuenta que sus ganancias fueron más espirituales que materiales.

 

Yo no sabía bien lo que era la Hidatidosis. No había aparecido todavía la acción divulgadora del Dr. Bitsch. Aquel día del ’74 recibí la explicación que me debía la vida, y la lamentación de la víctima que nunca había tenido perro. ¡Quién sabe alguna ensalada de achicoria, de esas que no faltaban aquellos años en la mesa del cordero! Quien sabe...

 

Si anduvo por el Británico primero, después en el Castex conoció el cuchillo que se llevó su quiste hepático. Pero de eso me enteré mucho más tarde, ya en Río Grande, cuando un problema de salud de mi madre me devolvió al pueblo y asistía cotidianamente al hospital para acompañarla. Allí en un pasillo lo encontré conversando con Pancho Mora, que entonces era el administrador del nosocomio: me preguntó por mamá –en aquel tiempo todos conocíamos la historia de todos- y me invitó a que pasara por su oficina.

 

Cuando lo hice puso de inmediato en mis manos Sobre la Tierra del Fuego, que con no pocas dificultades había encontrado en el lugar en que lo había escondido: -Aquí lo tiene...¡se lo presto! Y yo que creía que iba a regalármelo lo acepté con todo lo de lección de vida que tenían ambos gestos, el de comprarlo y el de prestarlo, y así escapé al vuelo de la lectura de El Cóndor de Plata durante mis permanencias cotidianas junto a mi madre enferma. Cuando se lo devolví, me dijo que era mío. Yo le expliqué que no podía aceptárselo, que en el último de los casos si la había perdido se debía a lo suelto de lengua que fui, a que debía hacer yo de bibliófilo con mi pobreza de estudiante, a que era un bien más preciado en su Colección Kayén que estaba abierta a todo el mundo. Creo que quedó satisfecho de no perder su libro, ¡un libro que era realmente caro!, aunque ahora el rodrigazo había dejado en ridículo el precio de compra que todavía figuraba en la solapa.

 

Mi afán siguió por los caminos del ayer. Wilson estaba siempre cerca para cuando se lo requería. De tanto en tanto mi colección creció casi por sobre la suya, ya había dejado de ser un estudiante para ser un educador. Cuando tenía algo nuevo, un recorte, una referencia, una duda, zarpaba de la radio rumbo a su casa. Cuando él andaba en lo suyo... me llamaba por teléfono. Fue así que después de una de sus ausencias lo esperé con el parte de Prefectura sobre la muerte de Garibaldi, objeto en común de nuestro interés por lo nuestro...

 

En algún momento se sistematizara el estudio del ayer y entonces aparecerá para uso de los escolares un conjunto de referencias en las que Roberto Wilson será además de lo dicho, o pro sobre ello, el segundo Intendente del pueblo; ese que llegó por la UCRI –aquí siempre ganaba la contra de la Nación- ese que al igual que Ferrer continuó en el mando aún después del golpe de estado, ese que emprendió algunas iniciativas y se enfrentó a un Concejo que se puso a examinarlo como parece tradicional en nuestra vida institucional.., yo trataré que emerja siempre –también- la arista que más me alimentó de su ser, el lector, el coleccionista, el hombre que podía haber sido el historiador, el museólogo si hubiese sido bien reconocido.. en el pequeño pueblo que él sitió grande.

 

Cuando una enfermedad cruel y extraña lo fue secando, yo ya no lo pude ver. Andaba por Buenos Aires esperando un providencial paso adelante en la ciencia que lo mantuviera vivo. Su exposición seguía en manos de las hijas, de tanto en tanto alguien se propasaba en la confianza y los libros perdían en el filo de una Gillette las fotos más preciadas, de tanto en tanto su mundo de papel comenzaba a sentirse solo.

 

Le obsequiaron con un aparato telefónico que se activaba con la voz, y él que ya no podía usar sus brazos contestaba mis saludos a la distancia, y también mi tramposa curiosidad que un día me llevó a grabarlo. No necesité volver a escucharlo para traerlo a estás páginas de domingo.

 

Me contaba entonces que su sobrino, el hijo de Tito Wilson que tanto mérito hiciera en Gallegos por el deporte de esa ciudad, estaba en aquel tiempo estudiando sistemas en la Universidad de Buenos Aires, mientras continuaba trabajando en el banco santacruceño en el que trabajara su padre. Don Roberto discurrió sobre la computación ante mí, que distante en el teléfono jugaban con un lápiz como hoy juego con estas teclas: “..lo importante es conseguir trabajo, porque disminución de empleo va ha haber, pero una vez que el país se active, ¿ese es el problema, no..?, ¡está un poco parado y eso se demora mucho! Uno de los mejores lugares es la Isla, así que si se nota ahí lo que será en esta zona”. Era el 4 de junio de 1986". 


En la foto Roberto Wilson bailando con Iris del Carmen Oyarzún, quien sería la mamá de Pamela, una reina de aquel entonces.


 

 

1 comentario:

Armando Milosevic dijo...

Buen relato, desconocía la enfermedad que sufrió pobre don Roberto Wilson que gran persona tuvimos la suerte de conocer....