¿Qué año será el último?
¿Cuándo terminará el número ya
numeroso de mis años de errabundo?
Sófocles:Ayax
Siempre he creído que le debo a la
travesía la primera instrucción o
educación real de mi mente.
Charles Darwin: Autobiografía
I
El indio vió la tierra y el canal. Y las canoas a lo lejos. Yammerschooner", murmuró, pero ninguno de los hombres lo escuchó murmurar. Trató también, de decir las palabras en la lengua. Aunque ya no las recordaba. Había palabras precisas, que el indio debería conocer, que había conocido una vez. No las pudo pronunciar. No, no pudo. Apenas "yammerschooner". El otro indio, sí. Y también la mujer india. El otro indio sabía de cosas y de palabras, no las había olvidado como las había olvidado él. El otro indio sabía, por ejemplo, que el delfín era el hijo abandonado de la luna, el hijo que la luna abandonó cuando salió en busca del sol. Él no recordaba nada. Él se sentía, él era, verdaderamente, para los recuerdos, como el hijo abandonado de la luna. Los hombres los miraban a ellos con sus ojos claros, intensos, sin matices. Los miraban desembarcar, aquel deseo que tenían los indios de tocar la arenisca, el canal, aquello, podía mirarse. El deseo que tenían de su tierra llena de árboles, de su país sin diablo, como afirmaba el indio más joven. Todos los hombres los miraban a ellos: el que escribía y ansiaba saber cosas de la naturaleza; el Capitán Inglés que guiaba el barco; los marineros. Los hombres que mandaba el Capitán Inglés no estaban conformes con tener que bajar y construir los wigwams, las chozas. No estaban contentos con nada. Nunca estaban contentos, los marineros. El descontento era una consecuencia del mar. La india y él, el indio joven, habían viajado enfermos en su travesía por mar. Durante toda la travesía hasta la tierra ajena se habían sentido enfermos. El mar enfermaba. Era dueño de la enfermedad. Ahora sin embargo, si a alguien le daba mal del mar, él reía, el indio joven reía a carcajadas y repetía: "¡Pobre, pobre hombre!" Siempre consolaba con su "Pobre hombre" al hombre que escribía y que se mareaba, ¡se mareaba como nadie aquel hombre!, pasaba las horas vomitando.
Así comienza. El regreso de Jemmy Button a sus playas heladas, escrito por la rosarina Patricia Suárez.
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