Mi libro RASTROS EN EL RIO termina dando noticias de naufragios y rescates, en la cual emerge el tema fotográfico que reinsertó en mi vida el Tuni Castro.
Precedo la lectura con una imagen del Azopardo, hundiéndose en nuestro río.
E invito a continuar con la lectura de estos rastros primigenios.
“En una dilatada crónica aparecen contingencia ligadas a las dificultades del puerto local, y a la primera hora de la colonización.”
En Mayo de 1988, tiempo en que fui Director de Cultura de la Municipalidad, la revista Tiempo Comunitario, que editaba el Centro Histórico Documental, publicó un trabajo con mi firma en la columna Rastros del Río que Ríe –hermanita mayor de la presente- que anunciaba en el título “Gaviota Varada”, un trabajo de tres paginas que surgió de mí indagar.
Indagar como lo he hecho en la totalidad de las Crónicas de la Misión de La Candelaria, indagar en otras fuentes documentales.
A fines de aquel año publiqué La Candelaria. Gaviota Varada debía aparecer en él, como otros trabajos.. pero no daba el presupuesto para tanta tinta y papel.
Hoy se las presento, con algunas correcciones, y junto a esta foto del Punta Dungeness en el Río que Ríe que muestra una pasión frustrada desde que se me rompió la cámara.
(Aquí hay que volver sobre la imagen que me devolvió el Tuni).
En poco menos de un año los riograndenses del ochenta vimos encallar en nuestra ría las moles marinas del Desdémona y el Punta Dúngeness. Ambas embarcaciones preanunciaban la reactivación portuaria recuperando caminos de distancias históricas, minimizando fletes, alertando al progreso.
Pero el Desdémona con su carga ypefiana debió desprenderse de todo su peso para poder reflotar y el Punta Dúngenes, de meritoria trayectoria como transbordador en el Pacífico chileno, se enredó entre las arenas y los trámites aduaneros, alimentando en aquel momento los comentarios más pesimistas de los nuevos y viejos pobladores.
Atrás del singular hecho de un vapor varado al bajar la marea corrí con mi cámara fotográfica en ambas oportunidades y fue en el segundo de los casos, cuando atreviéndome a cruzar el río a pie, descubrí liado a su boya la herrumbrosa ancla.. desecho de otros varamientos que ocurrieron al nacer mi pueblo por sus caminos salinos de agua.
Así fue con el Azopardo, así con el Gaviota; ambos vieron peligrar su existencia marinera cuando en medio de tareas de balizamiento y sondeo, ganados por las grandes fluctuaciones de las mareas, quedaron apresados en el lecho gravoso de nuestro puerto.
¿Quiénes fueron los protagonistas de estas azarosas circunstancias del pasado fueguino?
De entre las anónimas fuerzas del trabajo y el progreso, emergen algunos nombres que rescataremos del olvido para reconstruir un tiempo de singulares sacrificios.
El primero: Teniente de Navío José Mascarello. Su nave: El Azopardo.
Mascarello, ilustre patagonés, creció en su labor náutica por las costas del sur en el último cuarto del siglo XIX; seguía la pujanza y entereza soberana de su paisano Don Luis Piedra Buena.
Sus actos de arrojo completaron una foja de servicios que justificó su comandancia del Azopardo, cuando el Perito Moreno requirió la presencia de los más aptos en la tarea demarcatoria de los límites entre Chile y Argentina.
Al morir Mascarello en 1906, la prensa porteña describió el episodio del varamiento de su nave en nuestro río mayor a principios de 1889: “Encontrándose en Punta Arenas, recibe orden de entrar en Río Grande en Tierra del Fuego. La barra de este río es peligrosísima; entonces no había carta de esos parajes ni el más simple croquis de su costa”.
“Unas balizas colocadas en tierra por los primeros navegantes españoles (SIC), habían sido destruidas por los indios”.
“No hay, pues, más remedio que entrar sondando”.
“En momento en que se debía dar fondo, el Azopardo choca contra una piedra que estaba cubierta por las aguas y se abre un rumbo debajo de la máquina, que en pocos minutos inunda todo el compartimiento”.
“El momento era crítico, pues nos encontrábamos lejos de la costa, pero allí en el puente de mando se encontraba Mascarello, es decir la pericia, el valor y la práctica”.
“El salvataje comenzó con la misma serenidad que si se hubiera tratado de una maniobra. Todo, absolutamente todo, excepción hecha de los efectos de Mascarello, quien ni siquiera permitió que se sacara de su camarote su reloj, fue llevado a tierra en los botes, mientras lentamente el barco se hundía buscando su sepultura”.
“El agua llegaba al puente ya y Mascarello permanecía en él, cual si quisiera echar raíces”.
“El Comandante Martín se acercó y lo invitó a abandonar su barco; Mascarello dio una respuesta negativa”.
“¿Quién sabe que sombrío pensamiento cruzó por su cerebro?”.
“¡Nunca he visto reflejado un dolor más intenso que en aquella cara de líneas tan enérgicas! El barco estaba bien perdido –quiero significar que no había la mínima responsabilidad para los que comandaban. Pero ¿quién lo convencía al gallardo Mascarello? Con él o sobre él, dijo”.
“Por fin empezó a bajar la marea y el casco paulatinamente se vino descubriendo, quedando el buque sobre la traidora roca”.
“Después de muchos días de esfuerzos sobrehumanos, de trabajos inauditos, trabajando con el agua hasta la cintura a temperatura de 22 grados bajo cero, consiguió ponerlo a flote”.
“Y el barco de la escuadra que iba a buscar la tripulación, creyéndola náufraga, se sorprendió un día al reconocer al Azopardo capeando el golfo San Jorge, rumbo a Buenos Aires”.
Es cierto que regresaba con el casco abollado y casi sin timón, pero se había salvado el honor de la bandera. Es que Mascarello no habría regresado sin su barco..
¿Cómo vivió el riograndense de aquel entonces la catástrofe que ocurría en sus arenas quebrando la quietud de sus días?
La noche del 30 de abril del 98, llegaron los primeros náufragos hasta la reducción salesiana de La Candelaria; eran tres marineros calados de agua y tiritando de frío que anunciaron el percance y la presencia del Teniente Martín, jefe de la Subcomisión Demarcadora de Límites... ¡Imploraban hospitalidad!
En el malogrado Azopardo venía también con una carta de recomendación de Monseñor Fagnano un personaje que ingresaría a la historia negra de la isla; el primer mayordomo de las estancias de Don José Menéndez: Alejandro Mc Lennan, el Red Pig. Con él llegaban un conjunto de agrimensores que trabajando sobre lo que fueron las posesiones de Popper, iniciarían con el Comisario Luis Du Gros la mensura de las tierras que luego recibirían en nombre de “Primera y Segunda Argentina”: los primeros latifundios.
Así fue que mientras el Chancho Colorado y los agrimensores quedaban en La Candelaria, la tripulación del Azopardo se refugió en el galpón que los salesianos habían construido junto a la desembocadura del río, con la autorización de utilizar los 200 postes con que se esperaba alambrar en primavera, serían calefacción para los náufragos.
La gente de Mascarello, recibió de la Misión carne, una tropilla de caballos, dos carretas y cuatro yuntas de bueyes, subsistiendo precariamente durante dos meses, esperando que las sicigias de junio los pusieran a flote. Esto ocurrió el 26 y al marcharse la tripulación sólo vio cobrado el costo de la carne a 20 centavos, logrando el Director de la Misión la compra a la Subcomisión de Límites de diez mulas a 100 pesos cada una y colocando sus cinco mejores perros entre la gente de la embarcación.
Cuando hubo que buscar una justificación al naufragio del Azopardo, alguien insinuó en Buenos Aires que una señal de balizamiento, colocada años antes por el Teniente Montes, había sido confundida con la cruz que ya existía en lo alto del barranco de La Candelaria, lo que dio lugar a que la prensa liberal se ensañara con la Orden de Don Bosco, acusándola de premeditar naufragios en su propio beneficio.
El río, cuco de la navegación atlántica fueguina, se abriría una semana después de la partida de Mascarello para recibir al “Ushuaia”, donde llegaban las maderas, planchas, herramientas y manos con las que se edificaría la factoría de Menéndez, al sur de nuestro cauce.
Hay que volver sobre La Misión de La Candelaria al recordar el segundo varamiento, el del Gaviota, durante el año 1899.
Este aviso de la Armada fue construido en los Astilleros Howarld Eerke de Alemania y adquirido junto a sus gemelos Bahía Blanca y Golondrina –el que diera uno de sus primeros nombres a nuestro puerto-, en una operación comercial por el año 1888.
Diez años después era comandado por el Teniente de Navío Don Manuel Lagos, y bajo su responsabilidad, al finalizar el siglo XIX, fue destinado como buque de estación en Río Grande.
Luego de realizar tareas hidrográficas en Le Marie y los canales, se produjo el fatídico varamiento que sembraría sombras sobre las condiciones de navegación de nuestras playas.
Eso fue el 26 de marzo y la odisea costera duraría hasta el 14 de noviembre del 99. ¡Cómo imagino la crítica los marinos argentinos en la babel de naciones que era entonces nuestro pueblo! Con un Monseñor Fagnano que, por aquellos días, realizó unas de sus más extensas exploraciones tratando de rescatar indios de los campos, ahora cercados para provecho de los dueños del guanaco blanco. El Prefecto Apostólico fue víctima del primer rumor fueguino, nacido en la preocupación del la Hermana Vallese, que partió en el Amadeo el 4 de mayo cuando el ya obispo llevaba siete días afuera, y si bien él llegó a La Misión esa misma noche, se interpretó en Punta Arenas que había desaparecido o muerto, y con esa noticia un vapor alemán puso en Buenos Aires la noticia de su deceso flechado por los indios. Fue la consternación para los que alababan su obra.
¡Ya tuvo Fagnano la fortuna de desmentirlo personalmente e indicar que en La Candelaria vivían 163 indígenas, de ellos 55 mujeres y 30 niñas!
Mientras el Gaviota permanecía en el lecho del río, atorado de arena, entraban y salían vapores. El Ushuaia, con sus ovejas malvineras, el Patria llevándose a Javier Soldani, dueño de El Cañón, el primer boliche del pueblo que pronto cambiaría de dueño, el vapor “Uruguai” (SIC) y el Azopardo pretendiendo ayudar en el salvataje, el Amadeo cargado de papas, galletas, harina y vino, y el Lovart en el que dos inviernos antes llegaron a La Misión las primeras 1359 ovejas de la estancia salesiana.
La tarea de salvataje del Gaviota fue llevada a cabo por el Capitán de Fragata Don Teófilo Deloqui, más tarde gobernador del Territorio, y también por la experimentada tripulación del Azopardo . Cuando se hizo indispensable que el Teniente Lagos viajara a Buenos Aires, para informar la situación del navío, regresó en el mismo barco que un año antes varara con las arenas, esta vez al mando del Teniente de Fragata Félix Ponsatti.
Pero vamos a rescatar otros hombres que insertaron su vida en el quehacer incipiente de aquel Río Grande, entre ellos Ángel Capullins, el carpintero del aviso que el 8 de agosto finalizo la construcción del altar de la iglesia histórica que iniciara en 1898 el padre Juan Bernabé, y que termina de techar el 9 de septiembre de aquel año Gabriel Iturralde.
El maquinista del barco fue el que puso en marcha en el ínterin todas las máquinas del taller de las indias y otros oficiales exploraron el puerto del Cabo Sunday –hoy Caleta La Misión- buscando una entrada a la Tierra del Fuego ovina, menos riesgosa.
El 20 de septiembre se consiguió hacer flotar el barco, pero fue echado a la playa otra vez, el 10 de octubre se incendió el galpón de la playa donde la tripulación, al igual que antes la del Azopardo tenía su refugio, y recién el 14 de noviembre recuperó el Gaviota una condición marinera que le permitiría, sin más peripecias, seguir al servicio de la Armada Nacional hasta que en 1933 se convirtiera en un buque pesquero más en el Golfo Nuevo.
El Gaviota nunca volvió a nuestro río, un rumbo de arena melló su osadía por abrir nuestra puerta.
Eso sí, fueron El Gaviota y su tripulación protagonista de un festejo muy singular cuando en la tarde del 24 de mayo de 1899, luego de visitar al impaciente Capitán Lagos, el Capitán Bueno José Fagnano, traía de regalo una oveja y un cordero, una damajuana y una botella de vino para el comandante del aviso. Habrá sido la oveja y la damajuana para la tripulación. Y la botella y el cordero para la íntima cena entre el jefe espiritual y el naval del pueblo. La conjetura vale como pensar tal vez, que en ese invierno, cuando llegó el tiempo del 25 de mayo, en medio de un infortunio que desafiaba la paciencia de estos marinos se habrá brindado con un enérgico: ¡Viva la Patria!
Precedo la lectura con una imagen del Azopardo, hundiéndose en nuestro río.
E invito a continuar con la lectura de estos rastros primigenios.
“En una dilatada crónica aparecen contingencia ligadas a las dificultades del puerto local, y a la primera hora de la colonización.”
En Mayo de 1988, tiempo en que fui Director de Cultura de la Municipalidad, la revista Tiempo Comunitario, que editaba el Centro Histórico Documental, publicó un trabajo con mi firma en la columna Rastros del Río que Ríe –hermanita mayor de la presente- que anunciaba en el título “Gaviota Varada”, un trabajo de tres paginas que surgió de mí indagar.
Indagar como lo he hecho en la totalidad de las Crónicas de la Misión de La Candelaria, indagar en otras fuentes documentales.
A fines de aquel año publiqué La Candelaria. Gaviota Varada debía aparecer en él, como otros trabajos.. pero no daba el presupuesto para tanta tinta y papel.
Hoy se las presento, con algunas correcciones, y junto a esta foto del Punta Dungeness en el Río que Ríe que muestra una pasión frustrada desde que se me rompió la cámara.
(Aquí hay que volver sobre la imagen que me devolvió el Tuni).
En poco menos de un año los riograndenses del ochenta vimos encallar en nuestra ría las moles marinas del Desdémona y el Punta Dúngeness. Ambas embarcaciones preanunciaban la reactivación portuaria recuperando caminos de distancias históricas, minimizando fletes, alertando al progreso.
Pero el Desdémona con su carga ypefiana debió desprenderse de todo su peso para poder reflotar y el Punta Dúngenes, de meritoria trayectoria como transbordador en el Pacífico chileno, se enredó entre las arenas y los trámites aduaneros, alimentando en aquel momento los comentarios más pesimistas de los nuevos y viejos pobladores.
Atrás del singular hecho de un vapor varado al bajar la marea corrí con mi cámara fotográfica en ambas oportunidades y fue en el segundo de los casos, cuando atreviéndome a cruzar el río a pie, descubrí liado a su boya la herrumbrosa ancla.. desecho de otros varamientos que ocurrieron al nacer mi pueblo por sus caminos salinos de agua.
Así fue con el Azopardo, así con el Gaviota; ambos vieron peligrar su existencia marinera cuando en medio de tareas de balizamiento y sondeo, ganados por las grandes fluctuaciones de las mareas, quedaron apresados en el lecho gravoso de nuestro puerto.
¿Quiénes fueron los protagonistas de estas azarosas circunstancias del pasado fueguino?
De entre las anónimas fuerzas del trabajo y el progreso, emergen algunos nombres que rescataremos del olvido para reconstruir un tiempo de singulares sacrificios.
El primero: Teniente de Navío José Mascarello. Su nave: El Azopardo.
Mascarello, ilustre patagonés, creció en su labor náutica por las costas del sur en el último cuarto del siglo XIX; seguía la pujanza y entereza soberana de su paisano Don Luis Piedra Buena.
Sus actos de arrojo completaron una foja de servicios que justificó su comandancia del Azopardo, cuando el Perito Moreno requirió la presencia de los más aptos en la tarea demarcatoria de los límites entre Chile y Argentina.
Al morir Mascarello en 1906, la prensa porteña describió el episodio del varamiento de su nave en nuestro río mayor a principios de 1889: “Encontrándose en Punta Arenas, recibe orden de entrar en Río Grande en Tierra del Fuego. La barra de este río es peligrosísima; entonces no había carta de esos parajes ni el más simple croquis de su costa”.
“Unas balizas colocadas en tierra por los primeros navegantes españoles (SIC), habían sido destruidas por los indios”.
“No hay, pues, más remedio que entrar sondando”.
“En momento en que se debía dar fondo, el Azopardo choca contra una piedra que estaba cubierta por las aguas y se abre un rumbo debajo de la máquina, que en pocos minutos inunda todo el compartimiento”.
“El momento era crítico, pues nos encontrábamos lejos de la costa, pero allí en el puente de mando se encontraba Mascarello, es decir la pericia, el valor y la práctica”.
“El salvataje comenzó con la misma serenidad que si se hubiera tratado de una maniobra. Todo, absolutamente todo, excepción hecha de los efectos de Mascarello, quien ni siquiera permitió que se sacara de su camarote su reloj, fue llevado a tierra en los botes, mientras lentamente el barco se hundía buscando su sepultura”.
“El agua llegaba al puente ya y Mascarello permanecía en él, cual si quisiera echar raíces”.
“El Comandante Martín se acercó y lo invitó a abandonar su barco; Mascarello dio una respuesta negativa”.
“¿Quién sabe que sombrío pensamiento cruzó por su cerebro?”.
“¡Nunca he visto reflejado un dolor más intenso que en aquella cara de líneas tan enérgicas! El barco estaba bien perdido –quiero significar que no había la mínima responsabilidad para los que comandaban. Pero ¿quién lo convencía al gallardo Mascarello? Con él o sobre él, dijo”.
“Por fin empezó a bajar la marea y el casco paulatinamente se vino descubriendo, quedando el buque sobre la traidora roca”.
“Después de muchos días de esfuerzos sobrehumanos, de trabajos inauditos, trabajando con el agua hasta la cintura a temperatura de 22 grados bajo cero, consiguió ponerlo a flote”.
“Y el barco de la escuadra que iba a buscar la tripulación, creyéndola náufraga, se sorprendió un día al reconocer al Azopardo capeando el golfo San Jorge, rumbo a Buenos Aires”.
Es cierto que regresaba con el casco abollado y casi sin timón, pero se había salvado el honor de la bandera. Es que Mascarello no habría regresado sin su barco..
¿Cómo vivió el riograndense de aquel entonces la catástrofe que ocurría en sus arenas quebrando la quietud de sus días?
La noche del 30 de abril del 98, llegaron los primeros náufragos hasta la reducción salesiana de La Candelaria; eran tres marineros calados de agua y tiritando de frío que anunciaron el percance y la presencia del Teniente Martín, jefe de la Subcomisión Demarcadora de Límites... ¡Imploraban hospitalidad!
En el malogrado Azopardo venía también con una carta de recomendación de Monseñor Fagnano un personaje que ingresaría a la historia negra de la isla; el primer mayordomo de las estancias de Don José Menéndez: Alejandro Mc Lennan, el Red Pig. Con él llegaban un conjunto de agrimensores que trabajando sobre lo que fueron las posesiones de Popper, iniciarían con el Comisario Luis Du Gros la mensura de las tierras que luego recibirían en nombre de “Primera y Segunda Argentina”: los primeros latifundios.
Así fue que mientras el Chancho Colorado y los agrimensores quedaban en La Candelaria, la tripulación del Azopardo se refugió en el galpón que los salesianos habían construido junto a la desembocadura del río, con la autorización de utilizar los 200 postes con que se esperaba alambrar en primavera, serían calefacción para los náufragos.
La gente de Mascarello, recibió de la Misión carne, una tropilla de caballos, dos carretas y cuatro yuntas de bueyes, subsistiendo precariamente durante dos meses, esperando que las sicigias de junio los pusieran a flote. Esto ocurrió el 26 y al marcharse la tripulación sólo vio cobrado el costo de la carne a 20 centavos, logrando el Director de la Misión la compra a la Subcomisión de Límites de diez mulas a 100 pesos cada una y colocando sus cinco mejores perros entre la gente de la embarcación.
Cuando hubo que buscar una justificación al naufragio del Azopardo, alguien insinuó en Buenos Aires que una señal de balizamiento, colocada años antes por el Teniente Montes, había sido confundida con la cruz que ya existía en lo alto del barranco de La Candelaria, lo que dio lugar a que la prensa liberal se ensañara con la Orden de Don Bosco, acusándola de premeditar naufragios en su propio beneficio.
El río, cuco de la navegación atlántica fueguina, se abriría una semana después de la partida de Mascarello para recibir al “Ushuaia”, donde llegaban las maderas, planchas, herramientas y manos con las que se edificaría la factoría de Menéndez, al sur de nuestro cauce.
Hay que volver sobre La Misión de La Candelaria al recordar el segundo varamiento, el del Gaviota, durante el año 1899.
Este aviso de la Armada fue construido en los Astilleros Howarld Eerke de Alemania y adquirido junto a sus gemelos Bahía Blanca y Golondrina –el que diera uno de sus primeros nombres a nuestro puerto-, en una operación comercial por el año 1888.
Diez años después era comandado por el Teniente de Navío Don Manuel Lagos, y bajo su responsabilidad, al finalizar el siglo XIX, fue destinado como buque de estación en Río Grande.
Luego de realizar tareas hidrográficas en Le Marie y los canales, se produjo el fatídico varamiento que sembraría sombras sobre las condiciones de navegación de nuestras playas.
Eso fue el 26 de marzo y la odisea costera duraría hasta el 14 de noviembre del 99. ¡Cómo imagino la crítica los marinos argentinos en la babel de naciones que era entonces nuestro pueblo! Con un Monseñor Fagnano que, por aquellos días, realizó unas de sus más extensas exploraciones tratando de rescatar indios de los campos, ahora cercados para provecho de los dueños del guanaco blanco. El Prefecto Apostólico fue víctima del primer rumor fueguino, nacido en la preocupación del la Hermana Vallese, que partió en el Amadeo el 4 de mayo cuando el ya obispo llevaba siete días afuera, y si bien él llegó a La Misión esa misma noche, se interpretó en Punta Arenas que había desaparecido o muerto, y con esa noticia un vapor alemán puso en Buenos Aires la noticia de su deceso flechado por los indios. Fue la consternación para los que alababan su obra.
¡Ya tuvo Fagnano la fortuna de desmentirlo personalmente e indicar que en La Candelaria vivían 163 indígenas, de ellos 55 mujeres y 30 niñas!
Mientras el Gaviota permanecía en el lecho del río, atorado de arena, entraban y salían vapores. El Ushuaia, con sus ovejas malvineras, el Patria llevándose a Javier Soldani, dueño de El Cañón, el primer boliche del pueblo que pronto cambiaría de dueño, el vapor “Uruguai” (SIC) y el Azopardo pretendiendo ayudar en el salvataje, el Amadeo cargado de papas, galletas, harina y vino, y el Lovart en el que dos inviernos antes llegaron a La Misión las primeras 1359 ovejas de la estancia salesiana.
La tarea de salvataje del Gaviota fue llevada a cabo por el Capitán de Fragata Don Teófilo Deloqui, más tarde gobernador del Territorio, y también por la experimentada tripulación del Azopardo . Cuando se hizo indispensable que el Teniente Lagos viajara a Buenos Aires, para informar la situación del navío, regresó en el mismo barco que un año antes varara con las arenas, esta vez al mando del Teniente de Fragata Félix Ponsatti.
Pero vamos a rescatar otros hombres que insertaron su vida en el quehacer incipiente de aquel Río Grande, entre ellos Ángel Capullins, el carpintero del aviso que el 8 de agosto finalizo la construcción del altar de la iglesia histórica que iniciara en 1898 el padre Juan Bernabé, y que termina de techar el 9 de septiembre de aquel año Gabriel Iturralde.
El maquinista del barco fue el que puso en marcha en el ínterin todas las máquinas del taller de las indias y otros oficiales exploraron el puerto del Cabo Sunday –hoy Caleta La Misión- buscando una entrada a la Tierra del Fuego ovina, menos riesgosa.
El 20 de septiembre se consiguió hacer flotar el barco, pero fue echado a la playa otra vez, el 10 de octubre se incendió el galpón de la playa donde la tripulación, al igual que antes la del Azopardo tenía su refugio, y recién el 14 de noviembre recuperó el Gaviota una condición marinera que le permitiría, sin más peripecias, seguir al servicio de la Armada Nacional hasta que en 1933 se convirtiera en un buque pesquero más en el Golfo Nuevo.
El Gaviota nunca volvió a nuestro río, un rumbo de arena melló su osadía por abrir nuestra puerta.
Eso sí, fueron El Gaviota y su tripulación protagonista de un festejo muy singular cuando en la tarde del 24 de mayo de 1899, luego de visitar al impaciente Capitán Lagos, el Capitán Bueno José Fagnano, traía de regalo una oveja y un cordero, una damajuana y una botella de vino para el comandante del aviso. Habrá sido la oveja y la damajuana para la tripulación. Y la botella y el cordero para la íntima cena entre el jefe espiritual y el naval del pueblo. La conjetura vale como pensar tal vez, que en ese invierno, cuando llegó el tiempo del 25 de mayo, en medio de un infortunio que desafiaba la paciencia de estos marinos se habrá brindado con un enérgico: ¡Viva la Patria!
1 comentario:
En esta direccion encontraras unas fotos espectaculares del Azopardo en Tierra del fuego, dos fotos de su naufragio, y una de puerto cook (si no me equivoco)
http://www.histarmar.com.ar/Armada%20Argentina/Buques1852-1899/TranspRemAzopardo.htm
De nada
Publicar un comentario