Ante el dolor en la muerte.3

Tenés que recordarte lo que eran esos encuentros. Se daban al principio una vez a la semana y eran la justificación para que ella desapareciera durante buena parte de la tarde.

Pero después todo fue cambiando.

El televisor que llegó primero a la casa de una de las comadres llevó a que ya no se rotara saliendo esta semana aquí, la otra semana allá. Había nada más que un destino y era el hogar de la favorecida. De poco importaba que a esa hora estuvieran llegando del colegio y necesitaras la leche caliente de todas tardes. Llegabas y entrando por la cocina te encontrabas con la desesperación del gato que quería salir y un cartelito, todos los días distintos, diciendo: ¡Estoy en reunión de comadres! Tenés tu merienda para servirte.

Vos te entraste a cansar pronto, y ya tomabas la leche fría. Y encontrabas gomosa las tostadas, esas que se cortaban del pan Felipe, porque entonces ella no tenía tiempo para hacer la gran horneada de otro tiempo, esa que duraba la semana.

Y la radio aquella, la que se alimentaba de electricidad en un tiempo sin transistores, te alertaba con sus descargas estáticas, y buscabas en el dial una propuesta infantil que faltaba, porque era criterio de todos los programadores radiales de la región el hecho que los chicos no escuchaban más radio porque todo era la tele, y ni vos ni tus amigos de la cuadra estaban en esa situación que habría sido privilegiada, y en la escuela pasaba lo mismo. Entonces te escapabas del barrio, caminabas cinco cuadras, y en una disquería mirabas por la ventaba sucia, cagada por las moscas, los programas de esa hora, con un parlante rumboso que colocaban para comodidad de los concurrentes en la acera, hasta que venía el viento y volteaba el artefacto aquel, o algún grandulón le arrebataba a algún chico que seguía con la pelota bajo el brazo los documentales de la señal de ajuste, y entonces se armaba un revuelo, y todos despertaban un poco.

Entonces alguien te preguntaban a vos, que tenías un enorme reloj, sobre cual era la hora, porque entonces la tele no tenía locutor para dar esa información, y de pronto todos se desperdigaban y así llegabas a casa corriendo. Tu madre entrando por una puerta, vos por la otra, y ella que encontraba muy fría tu cara, y ya no te preguntaba si habías hecho la tarea, ni si tenías alguna comunicación para firmar en el cuaderno. Porque ella estaba en falta con sus obligaciones de siempre, y debía improvisar una comida para cuando llegara tu padre.

Entonces el venía. Así sabían que se había pasado todo el día esperando encontrar trabajo, otra changa para hilvanar la supervivencia, y en realidad –después confesaba- a cierta hora se había instalado en el bar y habían seguido en la tele lo que estaban ofreciendo. Entonces tu madre y vos se hacían los que nada sabían de esa oferta de entretenimiento que alteraban las rutinas de todos.

Ya no se hablaba de la muerte, del dolor… Se vivía entre ilusiones y promesas, y al fin, tu padre –luego un tremendo vaso de clarete- y un suspiro que cortaba un eructo, soñaba en voz alta:

-¡Consigo un trabajo vieja, y te compro un televisor para el Día de la Madre!

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