Para un mismo día dos acontecimientos ligados a la violencia ejercida por los hombres de afuera con los hombres de adentro. Y la memoria que pide su Nunca Más con el solo testimonio del que trajo la muerte. Los actores de la violencia no fueron los primeros, ni fueron los úlltimos. La fecha desde la perspectiva de la llegada del argentino a este sur marca un hilo de sangre que se extendió en el tiempo.
** El 25
de noviembre de 1598 Oliver Van Noorth en el Estrecho.
Formaba parte de la expedición el piloto
Melish, uno de los sobrevivientes de la expedición de Cavendish, y experto
navegante.
Se registra entonces un encuentro sangriento
con nativos. En circunstancias en que algunos d ellos que vivían en la costa
hicieron algunos gestos, después de aproximarse a la orilla, el colérico
almirante que interpretó aquellas actitudes como señales de desafío, hizo
desembarca aun grupo de mosqueteros y atrapó a los fueguinos en una gruta,
entre sus colinas. Los nativos defendieron la entrada hasta el último hombre y
finalmente los holandeses hallaron la explicación de su denodada resistencia.
No se trataba de un tesoro fabuloso sino de un grupo de mujeres que aullaban de
terror, mientras apretaban a los hijos contra sus pechos. Mataron a la mayoría
de las mujeres y se contentaron con seleccionar seis niños –cuatro varones y
dos niñas- para llevarlos a bordo, como especimenes.
El incidente se dio sobre el Estrecho en el
sitio conocido como Cabo Nassau o Forland. Los holandeses desembarcaron a dos
millas de allí en dos pequeñas islas, donde
relatarán en su crónica
“Vimos nativos que nos hacían seña de que
debíamos irnos, al punto que nos arrojaban desde arriba algunos pingüinos. Sólo
cuando nos acercamos más nos lanzaron algunas flechas, cuando desembarcamos
luego en la isla, vimos que ran más o menos cuarenta, y los que les hicimos
fuego, entonces huyeron y se escondieron. En las laderas del valle de esa
tierra encontramos una caverna, en cuyo interior no se podía penetrar desde
arriba y abajo, era también demasiada estrecha. En la misma se hallaba un grupo
de gente que se defendió durante largo rato con flechas, de modo que tres o
cuatro de los nuestros fueron heridos y a pesar de que nosotros igualmente
atacábamos con fuerza, no querían rendirse, hasta que todos los hombres fueron
muertos. Llegamos ante algunas mujeres y niños, jóvenes y viejas que se habían
amontonado, creyendo de esa manera protegerse de nuestras armas. Muchas de
ellas estaban sin embargo igualmente muertas y heridas. Tomamos a cuatro
muchachos y dos muchas y los llevados a bordo, posteriormente, por uno de
ellos, que había aprendido nuestra lengua, conocimos la condición del país...”
Esta
gente se llamaba Enoo y habítaban un país que denominaban Cossi, y la pequeña
isla del incidente se llamaba Talke.
Dirá en su relato el capitán Weer a Oliver
Van Nort almirante de la expedición holandesa.
“En
una visita ala isla Pingüino había tenido que luchar con un grupo de 25
salvajes, los cuales habían dado muerte a tres de los suyos: que estos bárbaros
combatían con tanto vigor, que una de sus mujeres que había sido herida de un
tiro en el pie, sin preocuparse de ello, se había instalado en las rocas y
había seguido lanzándoles flechas, hasta que fue muerta por otro tiro. Todos
los salvajes fueron muertos en el mismo lugar, pues no se habían retirado, a
excepción de seis niños, que habían atrapado y hecho llevar al barco”.
*25 de noviembre de 1886. Ramón Lista en San
Sebastián y la matanza de indios onas.
Este oficial de ejército argentino está signado como matador de indios a partir
de la refriega que terminó con la vida de 26 de ellos el 25 de noviembre de
1886.
Dirá en favor de su determinación el hecho que
los nativos no querían dispersarse, y los temores que les infundían la llegada
de la noche, donde los onas, conocedores del terreno podrían fácilmente
preparar una emboscada en su contra.
Argumentará en favor suyo también por la
ferocidad manifiesta de los fueguinos, y la evidencia concreta en la herida de
flecha propiciada a José Marzano su lugarteniente y pariente.
Pero lo que hoy es censurado por los
defensores de los derechos humanos de los nativos, no fue objeto en aquel
momento de ningún discurso censurador.
Al fin de cuentas Argentina crecía con la mentalidad de conquista de la
denominada Generación del 80, un tiempo de exigida modernización al país, lo
que pasaba por desterrar costumbres salvajes, y a los salvajes también.
Lo mismo que había hecho recientemente en la
Conquista del Desierto Julio Argentino Roca, con quien solía cartearse Ramón
Lista Marzano.
El jefe de la Expedición dejará asentada su
visión de esos días en el siguiente escrito:
En el
deseo de inquirir personalmente el paradero de los indios hoy a las 7 de la
mañana salí del campamento con el Capitán y diez soldados haciendo rumbo al
citado cerro.
Después de una marcha de des horas, al paso y al trote, cruzando cañadones y sinuosas lomadas, descubrí una toldería que recién habían abandonado los indios, pues ardían aún sus hogares.
Los toldos, consistentes en unos hoyos o nidos de 3 a 4 decímetros de profundidad, cubiertos en parte de yerbas desmenuzadas, y resguardados al viento por cueros de guanacos, sin pelo, sostenidos con bastones de madera dura, nos detuvieron un instante. Había en ellos algunos utensilios de cocina, sacos de cuero con pedernales y pinturas, y otras chucherías que no merecen mención.
Los rastros de los onas iban del sudoeste, en zig zag y claramente impresos. Viólos uno de los soldados que pasa por «rastreador», entre sus compañeros, y dijo al punto: “Allí no más están. detrás de la loma”.
Nos lanzamos sobre la pista. Y antes de una hora vimos a los salvajes, en un cañadón al sud del cerro que nos sirviera de guía.
En la persecución, éstos fueron arrojando sus quillangos, y hasta abandonaron una criatura, que alzó un soldado y puso sobre la grupa de su mula.
Los onas detenidos desplegaron en semicírculos tras un espeso matorral espinoso, por cuyo centro corre un arroyito. La oposición había sido bien elegida para resistir nuestro ataque; y sin más ni más rompieron las hostilidades, disparando sus flechas sobre la tropa, que, a pie, fatigada y en cumplimiento de mis órdenes, se mantenía simplemente en la defensiva, pues mi propósito era el de desarmarlos y conducirlos al campamento, para que por medio de regalos, propiciarme su buena voluntad, y, obtener entre ellos un guía que me llevase a través de la isla.
Después de una marcha de des horas, al paso y al trote, cruzando cañadones y sinuosas lomadas, descubrí una toldería que recién habían abandonado los indios, pues ardían aún sus hogares.
Los toldos, consistentes en unos hoyos o nidos de 3 a 4 decímetros de profundidad, cubiertos en parte de yerbas desmenuzadas, y resguardados al viento por cueros de guanacos, sin pelo, sostenidos con bastones de madera dura, nos detuvieron un instante. Había en ellos algunos utensilios de cocina, sacos de cuero con pedernales y pinturas, y otras chucherías que no merecen mención.
Los rastros de los onas iban del sudoeste, en zig zag y claramente impresos. Viólos uno de los soldados que pasa por «rastreador», entre sus compañeros, y dijo al punto: “Allí no más están. detrás de la loma”.
Nos lanzamos sobre la pista. Y antes de una hora vimos a los salvajes, en un cañadón al sud del cerro que nos sirviera de guía.
En la persecución, éstos fueron arrojando sus quillangos, y hasta abandonaron una criatura, que alzó un soldado y puso sobre la grupa de su mula.
Los onas detenidos desplegaron en semicírculos tras un espeso matorral espinoso, por cuyo centro corre un arroyito. La oposición había sido bien elegida para resistir nuestro ataque; y sin más ni más rompieron las hostilidades, disparando sus flechas sobre la tropa, que, a pie, fatigada y en cumplimiento de mis órdenes, se mantenía simplemente en la defensiva, pues mi propósito era el de desarmarlos y conducirlos al campamento, para que por medio de regalos, propiciarme su buena voluntad, y, obtener entre ellos un guía que me llevase a través de la isla.
Viendo que continuaban en su actitud guerrera, mandé hacer fuego sin dirección. para intimidarlos, pero ellos contestaron arrojando nuevamente sus flechas, una de las cuales hirió levemente a un soldado, cerca de la tetilla derecha.
Enseguida se ocultaron en el matorral, y de allí nos provocaban con gritos airados.
Intenté desalojarlos; incendiando su guarida, pero en ese mismo instante cayó un fuerte chubasco de granizo y lluvia, que impidió mi propósito.
Volvieron a arrojar sus flechas los salvajes y a favor de la ligera neblina formada por la lluvia dos de ellos echaron a correr cuesta arriba de una elevada colina a retaguardia del matorral, no siendo posible darles alcance ni en mula pues corrían como guanacos, fuera de que, numerosas cuevas de tucu – tucus entorpecían cada paso de los perseguidores.
Quedamos algunos instantes a la expectativa, en la esperanza de que los indios se entregaran; pero siguieron en su actitud enconada; y como la noche se aproximaba y era necesario a toda costa apoderarse de esa gente, por la seguridad misma de la expedición, di la señal de ataque, sable en mano: el capitán iba a la izquierda, con tres hombres, yo en el centro, y el resto de la tropa a la derecha. Los indios nos recibieron con una granizada de flechas y cuando salvaba el capitán las primeras matas, cayó herido de un flechazo cerca de la témpora izquierda. No obstante, prosiguió el combate con el mismo ímpetu y después de algunas descargas de carabina el matorral quedó en nuestro poder, y sobre las zarzas veintiocho muertos, entre ellos un ona atlético, el jefe, quien en lengua tzóneka había repetido durante el combate, la palabra corrge (cacique), retándonos tal vez a un duelo singular.
Como habían quedado en poder de la tropa algunos prisioneros y heridos, dispuse nuestro inmediato regreso al campamento, donde el cirujano practicó en el acto las primeros curaciones, reconociendo prolijamente la herida del capitán que ha resultado, felizmente, no ser de mucha gravedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario