Eran los días de
Malvinas y se renovaba la dotación que en hito 1 hacían control de la
navegación a la entrada oriental del Estrecho de Magallanes.
Se llevaba a la
gente con abundantes provisiones, se traería de vuelta a los que habían
cumplido con la tarea de resguardo.
El puesto estaba
bien provisto de alimentos, las comunicaciones radiales les permitían ir
sabiendo –con ansiedad- lo que estaba pasando desde el lado de la guerra.
Al acercarse
observaron que una manada de guanacos pastaba en las inmediaciones. Parecía que
siempre estaban en el lado chileno pero en el lado argentino se volvieron tema
de conversación; entre los que habían probado su carne, entre los que no sabían
de su sabor.
Lo mucho que traían
para la despensa no era lo importante, lo importante era que estando de nuestro
lado se podía cazar alguno y ahí se prepararon las cosas.
El más optimista
juntó todo para hacer un fuego.
El más decidido tomó
un fusil y salió tras una presa. Había
cazado en su provincia natal, con armas adecuadas para liquidar un ciervo,
ahora salía con un arma de guerra.
Estudió por donde
venía el viento y se su acercando de tal manera que no pudiera ser olido por
sus víctimas. Los animales comenzaron igual a inquietarse. El relincho cuidó la
retirada de las hembras y los animales más jóvenes. El infante temió que
decidieran saltar en alambre y ya en el otro lado –el lado chileno- no podría
disparar.
El jefe de la manada
apareció en la mira. Pensó apuntar a la cabeza pero había cerca de 500 metros
entre uno y otro. Eligió un blanco menor, el corazón del guanaco. El disparo
tronó, el animal primero quedó quieto, se alzó sobre los extremidades traseras
hizo una cabriola en el aire y emprendió una nerviosa retirada.
El cazador sabía que
era un animal duro, pero confió que no hacía falta otro disparo.
El guanaco avanzaba
y caía avanzaba y caía. Cuando se fue acercando vio el terrible rastro que
quedó de su paso.
Por tener la piel
tan fina la bala se había deslizado del esternón abajo rasgando todo el vientre
del animal. Con las tripas cayendo fuera de su cuerpo enredaron sus patas en la
marcha. Y así lo encontró maniatado con sus vísceras, todavía resollando. Hubo
un disparo de gracia que terminó con su vida.
Regresó al hito
cabizbajo y con el corazón palpitante.
-Ahí mate un guanaco
lindo. Pero no lo voy a comer. Si lo quieren lo pueden ir a buscar.
Dos infantes fueron para
allá, y cuando volvieron compartieron la misma abstinencia.
El cazador no pudo
comer nada de lo que constituía el almuerzo de bienvenida al puesto de control.
Se sentó mirando de
lejos el lugar donde la presa era una sombra. Prendió un cigarrillo y otro, y
otro más, hasta que comenzaron los caranchos a aterrizar para compartir el
inesperado festín.
Los antiguos
fueguinos se movían también en un espacio territorial, el de su linaje, para
buscar su alimento. Si bien sucedía que la manada escapaba y el relincho les
hacía frente buscaban ponerse a tiro de flecha cuando este se daba vuelta,
Entonces trataban de flecharlos en las ancas y en las piernas. El animal
corriendo se desangraba. Y los cazadores lo seguían sin prisa hasta que al
alcanzarlo, ya muerto, se abrevaban de su sangre y de su grasa y comenzaban las
tareas de desposte. Para eso ya los había alcanzado la familia, y se armaba la
fogata.
En otros casos había
que regresar con el animal cortado en varias partes al campamento de donde
había salido. Se tenía que cuidar del cuero para utilizarlo en abrigos, en las
piernas para fabricar el calzado, ese que debía ser repuesto porque se gastaba
rápidamente.
Ya cerca del fuego
donde se asaba el guanaco el cazador conversaba despreocupadamente, sin
enfatizar sus méritos en la tarea. En un momento una de las mujeres le acercaba
un trozo de carne, el que todos sabían que eran de su preferencia.
Y comía poco, como
para demostrar su condición de cazador, sabiendo que con un poco de hambre en
las entrañas no caería en la molicie y saldría pronto, a volver por otra presa.
Los perros recibían
las entrañas. Y al final roían los huesos peleándose unos con otros.
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