Cachimba, que fue Chupete.



Hubo un tiempo en que al ahijado de tu madre le llamaban Cachimba.

En realidad era ahijado de tus dos padres pero para tu memoria sigue siendo propiedad sólo de ella.

Es que cuantas veces rozó tu vida lo hizo para lastimarte.

Esa era tu relación con él, motivada por los celos.

 Tus padres se casaron ya grandes y era improbable que fueran a tener descendencia. Entonces nació él y de allí el padrinazgo. Supones que en algún momento se pensó que sería el heredero, hasta que apareciste vos.

Tu madre contaba que estando embarazada vinieron a visitarla: el día era espléndido, él tenía algo más de un año y corría con entusiasmo. El patio era un pedregal y allí pronto resbaló y cayó.

Como la madre estaba en el servicio tu madre salió con toda su panza a rescatarlo de su angustia, tal vez tendría alguna lastimadura, lo levanto en sus brazos y el niño reaccionó violentamente golpeándola en el rostro como si ella tuviera la culpa. Entonces llegó la madre inquieta por el llanto y lo arrebató de los brazos de la tuya. La calma no tardó en llegar pero algo terrible había ocurrido: a consecuencias del golpe se había caído un aro tu madre.

Cada una de las seis hermanas llevaban aros como ese, hechos sobre una pepita de oro nativo, resabio de la actividad minera que desarrolló el abuelo cuando vino de Europa. En medio del pedregal nada brilla como brilla el oro. Se lo buscó infructuosamente. Tu madre guardo el que quedaba en un cofre y nunca más uso otros.

Hasta que… Hasta que un día con uno ahorros le compraste unos aritos tal vez de fantasía, para un día de la madre. La perla era, lo averiguaste: Rosa Francia. Ese mismo día llegó Cachimba a saludar y viendo los aros recordó la historia que se contaba y tu mamá llegó con todo su cofre y desenvolvió el aro sobreviviente que envolvía en un pequeño pañuelo. Se lo puso y sonrió. El oro nativo brillaba más que el de uno de sus dientes. –Déjeselo puesto madrina. Al menos hasta que me vaya. Y tu madre nunca más volvió a sacarse el aro, hasta que al morir te lo entregaron con sus escasas pertenencias.

A Cachimba antes lo llamaban Chupete. No tenía reparo de andar con el chupo hasta que un día se lo robaron en primero superior. Sacaba su artefacto en cualquiera mesa donde hubiera un tarro de leche condensada y, con naturalidad y picardía lo metía en el para darle mayor dulzura.

Vos te burlabas de esa inmadurez suya, aunque cada tarde que te llamaban batiendo palmas para ir a merendar te estaba esperando el café con leche –eso hasta tuss diez años- en una mamadera que tomabas con un revolcón en la cama..,  para salir luego corriendo con panes calientes en los bolsillos.., de vuelta a jugar.
Por aquella época el fútbol era tu pasión, pese a que usando anteojos no podías gambetear mucho, y solo porque eras el dueño de la pelota te dejaban jugar.., al arco. Él fue arquero toda la vida, en el potrero, en un equipo de primera y  con el correr de los años en el naciente papi fútbol. Usaba anteojos para lucirse. Tu madre se lamentaba que su pobre hijito no veía bien, en cambio al ahijado todo le iba muy elegante.

Vivías en otra ciudad cuando llegó la carta que anunciaba las visitas. Allí apareció por primera vez tu contrincante. Venía de pantalones largos, mientras tú seguías usando los cortos y mostrando sus rodillas lastimadas. –Acá está su ahijado. Fue el primer diálogo entre las mujeres. Luego de un largo rato pareció que se dieron cuenta que vos existías.

Él parecía gustar de la fruta, y sacaba de una fuente que estaba al centro de la mesa una manzana y otra. Venían envueltas en papel azul, y a ti te asombrara que arremetiera con ellas sin permiso. –Déjenlo que es el ahijado. Y él, mirándote, te entregó uno de los papeles diciéndote: -Tomá che, para que te limpies el poto.

Corría por toda la casa, tomaba tus juguetes prolijamente ordenados y llegó a romper uno de ellos.

Cuando se fue descubrieron en distintos rincones las manzanas tiradas, luego de haber recibido dos o tres mordiscos.

Al ir a la escuela muchas veces hacían juntos las tareas,   en una u otra casa. s. Se sabía que estando las madres de visita se tenía que ir a  domicilio donde se encontraban. Luego de la merienda venían las ocupaciones, y siempre comprobabas al regresar que te faltaba alguno que otro lápiz, o goma de borrar.  Al principio tenía cada uno una lata de Calumet, un polvo leudante que se traía de Chile, a modo de cartuchera. En ese Calumet –con su nombre ceremonial- se estableció su cambio de nombre.

Era invierno, se iba a patinar a la laguna cercana y en algún momento se sentaban todos a descansar y a conversar. Allí apareció Chupete con la lata de los lápices, pero cargada de tabaco producto de haber desmenuzado cigarrillos de distinta marca que tomaba furtivamente en la pensión de la familia. Y también extrajo de su campera de paño una pipa que había olvidado un ignoto pensionista. Allí entre toses y lágrimas aprendieron a fumar. Fumaba el que había llevado al menos un cigarrillo que iba a parar a la caja a la que el denominaba el fondo común. Un día te quedaste  sin las Picanolas, las pastillas que servían para que disimulara el aliento del fumador, y la zurra fue la última que te dieron en tu vida.

Ya para entonces Chupete pasó a ser Cachimba.

La historia de esta rivalidad tiene muchos bemoles, el tiempo que él se fue a estudiar al norte y volvió con un título, la novia que a vos también te gustaba, su entrada en la política y su posterior encarcelamiento. Grandes temas de conversación en la mesa familiar. Todo en él merecía exaltación y respeto.

Pero Cachimba tenía una hermosa costumbre. Pasaba a visitar a tu madre, se servía de la gran cafetera negra en un jarro rojo, en el que sin ponerle azúcar remojaba un trozo de pan pellizcado, sin que tu madre dijera nada ella que siempre lo servía en prolijas rebanadas. Después decía que tenía un compromiso, debía cumplir un mandado, o cualquier otra excusa que le servía para irse, prometiendo: -Madrina, yo ahora me voy pero más rato vengo. Y el más rato era un tiempo indefinido.

Ya para entonces te referías sobre él ante tu madre llamándolo: Rebanada.., rebanada de moco.

La vida los fue entreverando en caminos entrecruzados. Los viejos se han ido muriendo y hoy es casi tu único pariente más cercano.

Suele pasar en su vehículo de alta gama y vidrios polarizados, y te toca bocina.

En tu envejecida soledad te gustaría que un día entre a tu casa a saludarte, y después de tomarse un café parta con una nueva escusa. El jarro que le perteneciera siempre está a la vista, como un artículo ornamental propio de un tiempo que pasó.

Un ahijado es casi un hijo, pero no hay palabras para definir las relaciones que se construyen, a medias o no, entre los ahijados de nuestros padres y nosotros.


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