Ante la muerte de la Hermana Teresa Battaglin

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 Ayer a la hora 20 falleció en Río Gallegos esta educadora de dilatada trayectoria en nuestro sur. Sus restos están siendo velados en la capilla del Instituto María Auxiliadora de la capital santacruceña y a modo de despedida traemos algunos recuerdos.

La primera en alertarnos sobre su muerte fue Susana Dobronic, que escribió:

Querida Hermana Teresa: quiero con estas sencillas palabras,llenas de sentimiento,despedirte y agradecerte por ser parte de mi educación...siempre estarás presente en mi corazón!!
Hoy dejas esta tierra,donde queda todo lo que has dado,honestidad,amor,sacrificio y valor...cumpliendo lo que dijo Jesus: "Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos,aún el más pequeño,lo hicieron por Mi"
Tu presencia marcó la vida de cada niña o joven que sintió tu cariño solidario,enseñasteis a amar,diste confianza,contención,...y tu franca sonrisa hicieron posible el acercarnos a tu cálida y tierna personalidad.
Hermana Teresa tus valores marcaron nuestra educación animada por la oración sencilla a nuestra Madre María Auxiliadora...Dios te espera en el Paraíso para gozar de la Vida Eterna,que descanses en Paz...jamás te olvidaré!!!

En 1951 la hermana Teresa Battaglin se recibió de maestra en la Casa de Bernal de Buenos Aires. Había dejado Italia cuatro años antes. Ese mismo año llegó al Colegio María Auxiliadora de Puerto Deseado para abocarse a la tarea educadora. En 1955 viajó a la Casa de Río Grande, en Tierra del Fuego, donde fue iniciadora de la escuela primaria. En la isla fue protagonista y testigo de sucesos verdaderamente históricos. Más adelante la hermana Teresa colaboró en las casas de Santa Cruz, Río Gallegos y San Julián, y fue directora de la escuela primaria e iniciadora de las Exploradoras de María Auxiliadora.

Pablo Beecher, luego de entrevistarla, publicó en el suplemento El Dominical del diario La Opinión Austral de Río Gallegos, estos sus recuerdos.

Los recuerdos de una maestra misionera...

El viaje  

El barco se detuvo por varias horas en Tenerife, Islas Canarias, y nos dijeron que podíamos bajar un momento, entonces los salesianos nos invitaron a visitar el colegio de la congregación para celebrar misa. Ellos nos dijeron que las hermanas de María Auxiliadora estaban terminando su colegio y que también podíamos conocerlo, entonces los salesianos se quedaron con sus pares y nosotras fuimos a saludar a las hermanas que estaban cerca. Allí vimos que vivían en dos o tres piezas y que estaban en plena construcción. Una de ellas nos preguntó cuándo seguíamos viaje, entonces en mi castellano elemental le respondí: “¡Mañana!”, en vez de decir: “Esta misma mañana” y otra dijo: “¡Tenemos tiempo para que conozcan la isla!”. Ahí me di cuenta que había una confusión y aclaré: “¡No!, ¡no!, mañana…” y señalaba con el dedo hacia abajo indicando que era hoy. En un coche de alquiler nos mostraron en poco tiempo esa isla maravillosa que es primavera todo el año. Me acuerdo que casi sobre la hora llegamos al puerto. 
Una hermana vino con una canasta llena de frutas para que lleváramos y fue la providencia, porque muchos se mareaban durante el viaje en barco y los limones fueron de gran ayuda. En el camarote íbamos tres hermanas y una señora que viajaba hacia el Brasil con su esposo -que iba en otro camarote-, porque él estaba ciego e iban a vivir con su hijo que los esperaba. Una de las hermanas viajaba bastante mareada y solamente toleraba la fruta que nos habían dado. Un sacerdote también viajaba mareado y nos pedía limones. El tema es que la fruta pronto se nos terminó y la hermana no podía comer nada que le cayera pesado, solamente fruta, entonces pasamos por la cocina -porque íbamos en tercera económica- y nos animamos a pedirle al cocinero algo de fruta. El nos observó y enseguida preguntó si éramos hijas de María Auxiliadora, porque tenía una tía religiosa que casualmente la hermana que tenía el malestar conocía. 
No dijimos nada, pero al día siguiente fuimos al comedor para almorzar, él se asomó a la puerta y dijo: “¡Por orden médica, comida especial a las hermanas!”, porque habitualmente la comida llevaba demasiada salsa de tomate. Además, el muchacho nos daba doble ración de fruta.
En el viaje tuvimos varias tormentas, pero yo afortunadamente dormía muy bien. Una noche teníamos tanto calor que abrimos el ojo de buey y a la mañana siguiente me extrañó encontrarlo cerrado. Una hermana me dijo: “¡Usted ni se dio cuenta que vino el camarero a cerrarlo porque había tormenta y entraba el agua!”.

En Buenos Aires
El 31 de enero de 1947 llegamos a Buenos Aires. El calor era insoportable. 
El 1 de marzo empezamos con las clases de magisterio, pero aún no entendíamos bien el idioma y una hermana nos empezó a enseñar el castellano. Mientras tanto la hermana superiora nos aconsejaba que no tuviéramos apuro por hablar, que escucháramos primero y que por tres meses no habláramos… ¡pero yo pensaba que sería mejor esperar seis! Este fue un año muy especial, claro. En Bernal conocí a Carolina Querol, que era hija de estancieros de Santa Cruz y en ese momento estaba haciendo el aspirantado. 
Hicimos cinco años de estudios y en 1951 nos recibimos de maestras, entonces la superiora nos envió a una colonia de Cosquín, Córdoba, para que conociéramos un poco el interior del país antes de marcharnos al sur. 
El 31 de enero, Día de Don Bosco, el transporte que llevaba de paseo a las hermanas de otra casa y a un grupo de exalumnas tuvo un accidente porque el chofer estaba borracho y chocó con un camión que llevaba hacienda. Murieron tres hermanas. Ese mismo día la hermana superiora había viajado a Córdoba para despedir a los chicos que terminaban la colonia de vacaciones y la llamaron para que no viajara a raíz del accidente.
En febrero volvimos a Buenos Aires y en la estación de Once nos esperaba la superiora, preocupada después de semejante desgracia. Me dijo: “¡Hermana Teresa!, ¡se va a la Patagonia!”. 
Había una aspirante a la que le pidió que fuera a suplir a una hermana que había quedado herida en el mismo accidente y que era cocinera en el sur, entonces ella fue de cocinera a la Casa de San Julián, pero poco después dejaría los hábitos. 

(Más adelante dos hermanos míos emigraron a la Argentina. Antonio trabajó en una fábrica de telas. Una hermana mía, Santina, trajo a la novia de Antonio para que aquí se casaran. Santina encontró novio, italiano, se casaron y unos años después volvieron a Italia. Tarquinio fue chofer). 

En Puerto Deseado
Me tocó Puerto Deseado en el Territorio de Santa Cruz. La hermana superiora me dijo: “Vas a dar clases… y además, lo que diga la hermana directora”. Mi viaje fue en tren hasta San Antonio Oeste y después continué en micro.
En 1951 me recibió en Deseado la hermana Antonia Brera y antes que me saludara, una chica huérfana que vivía en el colegio dijo: “¡Hermana directora!… ¡llegó la cocinera!”, porque también cambiaban de cocinera. Me tocó, además, cocinar. Me fui acostumbrando a la comida, pero me llamaba la atención la cantidad de carne que la gente consumía.
Me quedé tres años en el colegio y di tercero, después pasé con las mismas chicas a cuarto y luego a quinto. En esa época se llegaba a sexto grado y cuando las chicas supieron que me iba a Río Grande, me dijeron: “Hermana, ¿por qué no se queda un año más para terminar con nosotras?”. Muchas eran pupilas de familias del campo. Me gustó mucho Deseado.
En esa época las casas del sur -que son cinco- dependían de Chile, pero surgió un problema por los estudios, porque en Chile no querían mandar a sus maestras a la Argentina y las argentinas no podían ir a Chile a enseñar, entonces las cinco casas -Deseado, San Julián, Santa Cruz, Gallegos y Río Grande- finalmente pasaron a depender de Buenos Aires.



En Río Grande
En 1955 me recibió en la Casa de Río Grande la hermana Luisa y las demás hermanas eran casi todas italianas. La directora, también italiana, me dijo: “Hermana Teresa, que las chicas no sepan que usted es italiana, de lo contrario las alumnas pueden decir que como es italiana, no sabe nada como para enseñarles”, porque las otras hermanas eran italianas, daban clases, pero no eran maestras ni tenían estudios de castellano y a veces mezclaban las palabras, entonces yo tenía que hablar solamente en castellano. 
Un día vino a visitarnos el rector mayor de los salesianos, entonces enseñé a las alumnas un poema italiano y comentaban: “¡Me parece que la hermana Teresa es italiana porque lo pronuncia demasiado bien!”. 
Un año antes de mi llegada había estado en la Casa de Río Grande una hermana argentina, pero se enfermó a raíz del frío y cambió de destino. El frío no me hacía nada, el calor me hacía mal. Había un médico que no quería atender a las chicas en el colegio, solamente si estaban en sus casas o en casa de sus tutores, aunque fuera un resfrío. 
Una vez, una chica se enfermó de sarampión y su tutora tenía una beba de meses, entonces nos pidió que la tuviéramos en el colegio, pero el doctor no lo permitió: “Usted es la encargada, usted se la lleva”, le dijo. Esa beba se enfermó y casi se muere.

La tarea educadora
En esa época todavía no dábamos clases, sino que se recibían alumnas pupilas y durante la primavera y el verano se las acompañaba caminando a la escuela pública que estaba a una cuadra. Eran chicas de campo, de padres separados o huérfanas.
Me acuerdo que en una época hubo una maestra que se emborrachaba y a veces no iba a dar clases. 
En la casa dábamos clases particulares a chicas y chicos durante el invierno, que era cuando tenían las vacaciones. Era un ejército de chicos y venían contentísimos para aprender y reforzar los temas de estudio. Me acuerdo que una vez la hermana directora le dijo a un muchacho que ya estaba demasiado grande para seguir viniendo a las clases particulares y él dijo: “¡Ay, hermana, lo que pasa es que lo que yo aprendo con la hermana Teresa después me sirve para todo el año!” (muchos años después volví de visita a Río Grande y encontré a este muchacho, casi gerente del banco. Me reconoció y me saludó emocionado). 
En la casa, todos los años preparábamos a los chicos para la comunión. El párroco salesiano cruzaba la calle y daba misa.
En esa época estaban las últimas descendientes de aborígenes. Me acuerdo que una chica era hija del último cacique. Estas chicas tenían mucho carácter, pero las alumnas eran consideradas todas iguales, sean aborígenes, argentinas, chilenas o hijas de europeas. Muchas eran hijas de estancieros o empleados del campo.
Me acuerdo cuando fuimos al norte de la isla para participar del acto por el inicio de la explotación del petróleo. En el puerto había un buque petrolero. Las chicas tenían mucho entusiasmo, cantamos el himno, el gobernador dijo su discurso y todos esperábamos que sucediera algo especial, pero solamente abrieron simbólicamente una llave del oleoducto y el acto terminó. Las chicas, desilusionadas, preguntaban: “¡Hermana!… ¡¿para esto vinimos?!”.
Muchas veces íbamos con las chicas de paseo a Ushuaia, pero poco antes de llegar había una subida pronunciada en la que nos deteníamos para contemplar el paisaje desde el Paso Garibaldi. Una vez subíamos la cuesta en el micro y les dije: “¡Chicas!… ¡miren qué belleza de paisaje!” y cuando me di vuelta, estaban todas escondidas del miedo.
En Ushuaia estaba la cárcel que ya no funcionaba. Nosotras parábamos con los salesianos o en casa de familias amigas, pero regresábamos de tarde. Me acuerdo de algunas familias como los Pechar.
En 1955 fuimos las que empezamos la Escuela de María Auxiliadora, con primero inferior, primero superior, segundo, tercero, cuarto y quinto.
Me tocó dar clases en dos grados a la mañana y en otros dos grados a la tarde, porque era la única maestra titulada. Me acuerdo que a los de primero debía hacerles las tareas cuaderno por cuaderno. Me gustaba muchísimo la docencia. 

Los recuerdos
Otras veces nos visitaban hermanas o sacerdotes salesianos y también de otras congregaciones como las vicentinas, que llegaron por primera vez a Río Grande y se alojaron con nosotras durante algunos días. 
Ellas atendieron el Hospital Militar hasta que se cerró. 
En Deseado había tenido fuertes dolores en una pierna y el malestar me duraba dos o tres días. El médico me dio unos remedios y me mejoré, pero en Río Grande volvieron los dolores. La hermana directora le preguntó a una maestra por un médico y ella le dijo: “El médico del batallón, que es bueno, está de campamento y el otro, si usted quiere que la hermana se muera pronto, llámelo”. En ese momento por suerte encontraron un enfermero buenísimo que me dijo que mi dolencia era fiebre reumática y me dio unas inyecciones que me curaron. 
Más adelante conocimos al doctor Oriol Doménech, otorrino, que después vivió en Río Gallegos.

Entre los momentos difíciles… En 1955, durante el gobierno de Perón, tuvimos miedo. Había un comerciante de Río Grande que mandaba a su hijo a Buenos Aires para que hiciera sus estudios, pero el año en que quemaron iglesias, decidió que su hijo estudiara en Río Grande. En ese tiempo nos enteramos que algunos querían quemar el Colegio Salesiano o el María Auxiliadora, pero en el pueblo no encontraron a nadie que aceptara ayudarles para semejante bajeza. Me han contado que por más dinero que les ofrecieran, respondían: “Yo a las hermanas no les puedo hacer daño”. 

El gas nos cambió la vida… Un empleado que mandaba la Comisión de Fomento al colegio nos cortaba la leña para las estufas, porque costaba calefaccionar el edificio. Había que buscar con un camión los troncos de lenga en el frigorífico y este buen hombre los hachaba. Además teníamos algo de carbón.
En 1958, YPF instalaba la red de gas. En el pueblo mucha gente tenía miedo de que le instalaran el servicio domiciliario, pero nosotras ni lo dudamos por la comodidad que significaba. Me acuerdo que un ingeniero pasó por el colegio para preguntarnos si estaríamos dispuestas a consumir gas y fuimos las primeras de la lista, después todos los vecinos fueron anotándose.
Una vez que se hizo la instalación de gas en el pueblo, se cambió el ciclo lectivo, además que las maestras que venían del norte querían tener sus vacaciones en verano para volver con su familia.

En las casas de Santa Cruz, San Julián, Río Gallegos y otra vez Río Grande
Entre 1964 y 1966 estuve en Puerto Santa Cruz. Hacíamos excursiones a la estancia “Cañadón León” que administraba Thomas O’Byrne, padre de una de las alumnas. 
Más adelante estuve otra vez en Río Grande y me encontré con su hijo, “Pat”, que administraba la estancia “Cullen”. Una vez fuimos de paseo a la estancia “Sara” con un grupo de hermanas de Chile, pero llegamos sin avisar y nos encontramos con que tenían visitas, entonces seguimos viaje y llegamos a otra estancia que estaba cerrada porque los dueños habían viajado a Buenos Aires. En lugar de ir hacia el lado chileno, nos acordamos de la estancia “Cullen”, donde los O’Byrne nos recibieron maravillosamente bien. El tema era que el personal estaba de franco por el domingo y los peones, que eran todos chilenos, vinieron rezongando a preparar el fuego, sin embargo cuando supieron que las hermanas eran chilenas cambiaron la cara, se deshicieron en atenciones y nos hicieron un asado riquísimo.
Me tocó organizar el grupo de las Exploradoras de María Auxiliadora, así como los salesianos tenían los Exploradores de Don Bosco, entonces nos juntábamos las tres hermanas de tres casas: Rosita Simeone, Carolina Querol y yo, con todas las alumnas exploradoras para hacer durante el verano un campamento en común en alguna estancia. Eramos las tres inseparables. Me acuerdo que en una oportunidad lo hicimos en la estancia “Las Buitreras”. 

En 1968 volví a la Casa de Río Grande, buscaba leer cualquier libro nuevo de educación para prepararlo en un cuaderno y darles ejercicios a las alumnas. Cuando las demás vieron eso, dijeron: “¡Esta se prepara mejor que nosotras!”. Más adelante fui directora de la escuela primaria.
En 1975 me trasladé a San Julián, donde fui maestra. Me encontré con alumnas sobresalientes y muy capaces en matemáticas. Me acuerdo que escribía el problema en el pizarrón para explicarlo y no terminaba de hacerlo que una chica daba el resultado. Un día le pedí que no lo dijera enseguida para dar la oportunidad a las demás. Me enteré luego que fue profesora.

En 1984 regresé a la Casa de Río Grande. Una vez las alumnas del colegio empezaron a decir que tal o cual maestra era “vieja” y que habría que cambiarla -¡porque tenía más de cincuenta años!-, entonces para que no dijeran nada de mí, que tenía setenta y seguía dando clases, pedí celebrar en privado mis bodas de oro de profesión para que no dijeran nada de mí.
En 1988 viajé a la Casa de Gallegos, pero en 1992 retorné a la isla hasta 2002 y al año siguiente recibí el premio “Divino Maestro” que otorga el Consejo Nacional de Educación Superior. 
Una vez vinieron a saludarme los chiquitos de jardín y una nena quiso hacerme una pregunta: “¿Cuántos años tiene?” y contesté: “¡Sin cuenta!”, pero ahora todos saben que ¡cumplí los 90!


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