Todo
comenzó cuando María Ester Bustamante subió desde Río Gallegos una foto del
abuelo con atuendo tradicional, esa que ilustra nuestra presentación.
Se
me ocurrió buscar en la red alguna información adicional sobre él, y encontré en
EL AVE SIMURGH, una escrito de 2008 que en el párrafo que más me interesa dice
lo siguiente:
Por estos días estuve recordando con frecuencia a Santiago
“Yorek” Rupatini. Y saludo con alegría de corazón este recuerdo, pequeño
triunfo de la memoria sobre la injusticia y el crimen.
Yorek se pronuncia “Yor-k”, con un espacio libre, como para una vocal sin tono. La palabra, como el propio Rupatini decía, significa “hermano” en su idioma, el selknam. Él quería que lo llamaran así. Veo ahora que una calle de Tolhuin (quizás la ciudad más nueva de nuestro paìs, fundada en 1972) lleva el nombre “Santiago Rupatini”. Bajo el mismo nombre se lo menciona a Yorek en un expediente de “concesión” (en realidad, menguada devolución) de tierras fueguinas a integrantes del pueblo ona.
Para mantener viva la memoria, quiero compartir con ustedes lo que recuerdo de mi encuentro personal con Yorek Rupatini, en 1964 – hace nada menos que 44 años.
Estaba yo cursando el colegio secundario en Bahía Blanca. Me vinieron a buscar unos amigos, los Fantini, hijos de un periodista que vivía en la calle Rodríguez al 500, diciéndome que en su casa había alguien a quien debía conocer.
Los visitantes en casa de los Fantini eran dos, que habían hecho etapa durante ese día, esperando una combinación de vuelos. Venían de Ushuaia y tenían que seguir viaje hacia Buenos Aires. Uno de ellos, Rodolfo Casamiquela, por entonces un joven investigador que ya había publicado algunos trabajos sobre temas paleontológicos y antropológicos (en particular recuerdo uno sobre Lihué Calel). El otro era Rupatini.
Yorek era bajo y corpulento, con un fuerte tórax y manos grandes, curtidas en el trabajo del campo. Aunque aquel día de primavera era bastante fresco, le bastaba con una camisa liviana de cuadros. Luego comentaría que sentía demasiado calor si se ponía alguna prenda más. Utilizaba una campera tan sólo para llevarla al brazo.
Era un hombre de aspecto sereno, que nos contemplaba a los charlatanes adolescentes de ciudad con divertido interés, y nos hablaba con parquedad. Frecuentemente sonreía.
Ante todo, Yorek nos enseñó a llamarlo así. Después comentó el motivo por el que se lo llamaba “el último ona”: el sólo tenía conocimiento de que existía una pequeña comunidad de tres onas en el campo: su esposa, su hermano y él mismo. Los dos primeros habían fallecido ya. Comentó que era estéril; no había podido tener hijos, y atribuía esto a que su grupo había comenzado a tomar bebidas alcohólicas a raíz de su contacto con los blancos; de ahí el daño.
Nos describió su vida como campesino, los trabajos que realizaba en la cría de ovejas.
Algunos de nosotros habíamos leído el libro de José María Borrero “La Patagonia Trágica” (esa primera parte, donde investigaba el genocidio de los onas). Obligada fue entonces la pregunta por las matanzas de onas encomendadas por los Menéndez, por Rosa Braun y alguno más del linaje. Rupatini contó algunos episodios de estas matanzas que él conocía, y supimos entonces que nada en el libro de Borrero era exageración: el envenenamiento de una ballena para que la comiera un grupo indígena, las cacerías de personas, el pago a los cazadores por cada oreja de indio entregada, y luego por testículos de ona. No sólo se había destacado como cazador el tristemente célebre Colorado Mc Clellan; también alguno de los estancieros había participado. Así lo demostraba una célebre fotografía de Rosa Braun como cazadora, vistiendo breeches y botas, con el pie sobre un cadáver de ona y el fusil apoyado en el suelo, de la que alguien había sacado una copia - el original estaba en el Archivo Salesiano, a la sazón guardado en la sede de la Inspectoría de la congregación, en Bahía Blanca.
Charlamos largamente hasta la tarde. Entre otros temas, recuerdo que Yorek nos comentó que cuando se peleaba con su hermano por cuestiones de momento, o porque habían tomado, “nos puteábamos en castilla”, porque en ona no existían insultos personales. Se reía al narrar esto.
Yorek iba a ser presentado en un programa de televisión de aquellos tiempos. Entre La caldera del diablo, El show de Dick van Dyke, el clan Stivel y Pinky, se le daba un espacio a un integrante de un pueblo originario, claro que con sesgo pintoresquista – “tenemos al último ona”. Por su parte, Rupatini pensaba que podría aprovechar ese espacio para dar un mensaje en defensa de los derechos de los indígenas.
Tres días después, Yorek y Casamiquela pasaron de nuevo por Bahía Blanca en su viaje de regreso.
Esta vez no tuvimos mucho tiempo para conversar. Pero retengo un dato fundamental de lo que Rupatini nos relató. Un día antes de su presentación en el programa televisivo “me llamaron para saber qué pensaba decir. Les dije que se quedaran tranquilos, que no iba a contar nada. Y no conté nada; para qué.”
Yorek se pronuncia “Yor-k”, con un espacio libre, como para una vocal sin tono. La palabra, como el propio Rupatini decía, significa “hermano” en su idioma, el selknam. Él quería que lo llamaran así. Veo ahora que una calle de Tolhuin (quizás la ciudad más nueva de nuestro paìs, fundada en 1972) lleva el nombre “Santiago Rupatini”. Bajo el mismo nombre se lo menciona a Yorek en un expediente de “concesión” (en realidad, menguada devolución) de tierras fueguinas a integrantes del pueblo ona.
Para mantener viva la memoria, quiero compartir con ustedes lo que recuerdo de mi encuentro personal con Yorek Rupatini, en 1964 – hace nada menos que 44 años.
Estaba yo cursando el colegio secundario en Bahía Blanca. Me vinieron a buscar unos amigos, los Fantini, hijos de un periodista que vivía en la calle Rodríguez al 500, diciéndome que en su casa había alguien a quien debía conocer.
Los visitantes en casa de los Fantini eran dos, que habían hecho etapa durante ese día, esperando una combinación de vuelos. Venían de Ushuaia y tenían que seguir viaje hacia Buenos Aires. Uno de ellos, Rodolfo Casamiquela, por entonces un joven investigador que ya había publicado algunos trabajos sobre temas paleontológicos y antropológicos (en particular recuerdo uno sobre Lihué Calel). El otro era Rupatini.
Yorek era bajo y corpulento, con un fuerte tórax y manos grandes, curtidas en el trabajo del campo. Aunque aquel día de primavera era bastante fresco, le bastaba con una camisa liviana de cuadros. Luego comentaría que sentía demasiado calor si se ponía alguna prenda más. Utilizaba una campera tan sólo para llevarla al brazo.
Era un hombre de aspecto sereno, que nos contemplaba a los charlatanes adolescentes de ciudad con divertido interés, y nos hablaba con parquedad. Frecuentemente sonreía.
Ante todo, Yorek nos enseñó a llamarlo así. Después comentó el motivo por el que se lo llamaba “el último ona”: el sólo tenía conocimiento de que existía una pequeña comunidad de tres onas en el campo: su esposa, su hermano y él mismo. Los dos primeros habían fallecido ya. Comentó que era estéril; no había podido tener hijos, y atribuía esto a que su grupo había comenzado a tomar bebidas alcohólicas a raíz de su contacto con los blancos; de ahí el daño.
Nos describió su vida como campesino, los trabajos que realizaba en la cría de ovejas.
Algunos de nosotros habíamos leído el libro de José María Borrero “La Patagonia Trágica” (esa primera parte, donde investigaba el genocidio de los onas). Obligada fue entonces la pregunta por las matanzas de onas encomendadas por los Menéndez, por Rosa Braun y alguno más del linaje. Rupatini contó algunos episodios de estas matanzas que él conocía, y supimos entonces que nada en el libro de Borrero era exageración: el envenenamiento de una ballena para que la comiera un grupo indígena, las cacerías de personas, el pago a los cazadores por cada oreja de indio entregada, y luego por testículos de ona. No sólo se había destacado como cazador el tristemente célebre Colorado Mc Clellan; también alguno de los estancieros había participado. Así lo demostraba una célebre fotografía de Rosa Braun como cazadora, vistiendo breeches y botas, con el pie sobre un cadáver de ona y el fusil apoyado en el suelo, de la que alguien había sacado una copia - el original estaba en el Archivo Salesiano, a la sazón guardado en la sede de la Inspectoría de la congregación, en Bahía Blanca.
Charlamos largamente hasta la tarde. Entre otros temas, recuerdo que Yorek nos comentó que cuando se peleaba con su hermano por cuestiones de momento, o porque habían tomado, “nos puteábamos en castilla”, porque en ona no existían insultos personales. Se reía al narrar esto.
Yorek iba a ser presentado en un programa de televisión de aquellos tiempos. Entre La caldera del diablo, El show de Dick van Dyke, el clan Stivel y Pinky, se le daba un espacio a un integrante de un pueblo originario, claro que con sesgo pintoresquista – “tenemos al último ona”. Por su parte, Rupatini pensaba que podría aprovechar ese espacio para dar un mensaje en defensa de los derechos de los indígenas.
Tres días después, Yorek y Casamiquela pasaron de nuevo por Bahía Blanca en su viaje de regreso.
Esta vez no tuvimos mucho tiempo para conversar. Pero retengo un dato fundamental de lo que Rupatini nos relató. Un día antes de su presentación en el programa televisivo “me llamaron para saber qué pensaba decir. Les dije que se quedaran tranquilos, que no iba a contar nada. Y no conté nada; para qué.”
No supe más de Yorek Rupatini.
La nota se complementa con una apreciación sobre una experiencia televisiva más reciente, en la cual aparece el nombre de Badía, y sobre la que se puede encontrar in extenso lo dicho tras la siguiente signatura:
Me
permito agregar alguna consideración con el tema de la esterilidad manifestado
por Ramón como producto de ese encuentro con Santiago, en una conferencia dada
en el HRRG por el doctor Juan Maglio, sobre te lema de la muerte, conversamos
sobre el exterminio selknam, así lo llamamos en ese momento, y se dio como una apreciación
que las grandes pestes de sarampión de 1924 podrían haber venido acompañadas de
paperas, con alguna consecuencia sobre la fecundidad de los varones. Examinado
luego los registros de nacimientos a partir de esa fecha apreciamos que
aparecían madres nativas, no así padres en un número destacado. Esto se podía
deber a lo avanzado del mestizaje o a la conjetura de Maglio.
También
es de hacer notar que los pueblos americanos no tuvieron una estructura
familiar estrechamente ligada a las prescripciones del Código Civil, y que la
adopción establecía fuertes ligazones, similares a la de la consanguinidad, con
lo que el trato de padre)hijo, nieto/abuelo era fruto del reconocimiento y
gratitud, más allá de una derivación parental. Lo mismo que la hermandad, que
no significaba estrictamente tener los mismo padres, sino sentirse hermanos.
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